El entendimiento de lo grande

VENEZUELA. CANAIMA 2. Segundo día. La larga ascensión por el río durante dos días terminó bajo los mil metros de cascada después de una buena caminata que tuvo su momento más bello en la travesía y ascensión de la selva que crece a los pies del salto de agua. Una humedad relativa que se acerca al punto de saturación facilita que crezca una exuberante vegetación que acabó con mis provisiones de película; esos líquenes que no me canso de fotografiar y que aquí muestra una variedad de tonos magníficos en la suave luz de la niebla matinal. Las aguas, bajo el efecto de la descomposición vegetal, llevan en suspensión una sustancia, tanino se llama, que le da un bello aspecto de jarabe anaranjado; el suelo, donde no es un laberinto de raíces, forma una espesa alfombra de hojas que produce el efecto de estar andando encima de varios colchones de gomaespuma. El bosque chorrea humedad, los verdes son encendidos, lujuriosos. Los cientos de metros cúbicos de agua que se desploman forman sucesiones de cortinas que caen armoniosas solapándose unas a otras y jugando sus encajes con la niebla y con el fondo negro de la roca, descienden increíblemente lentos, el agua se dispersa cientos de metros más allá de la vertical formando un diluvio que riega permanentemente el bosque.
Cascada de El Ángel, Canaima, Venezuela
Toda la selva inmediata parece formar parte de esta cascada gigantesca, la masa principal de agua se derrumba envuelta en hilachos de niebla. La vista es fantástica. Los turistas somos una panda de extraños en este paisaje grandioso, jugamos sin penetrar el momento, nos hacemos fotos, nosotros y la cascada, nosotros y el letrero donde se la nombra. Hay algo infantil que ronda a los visitantes frente al famoso espectáculo: el documento notarial, el certificado de yo estuve allí.

Cuando regresamos junto a la embarcación, el pollo a la hoguera estaba en su punto. Después sería descender el río a un velocidad que ponía a prueba los nervios cuando atravesamos los rápidos. Todo el recorrido está rodeado de selva impenetrable sobre la que se yerguen montañas y paredes espectaculares. En el campamento llueve, la torrencial lluvia de la tarde cae visto y no visto con violencia sobre los tejados de zinc.

Al final de la tarde me sumergí en la lectura, César Vallejo y Alejo Carpentier eran mis dos acompañantes de esta expedición. Aquella noche se sustituyó en el campamento el whisky por la guitarra. El resultado era óptimo, las voces de los venezolanos se mezclaban con los ruidos de la selva. Me recordaba el ambiente de los refugios italianos allá por los años setenta.

Cascada de El Ángel, Canaima Venezuela

Día tercero. Mi cuerpo, que ese día no tenía deseos, durmió junto a la playa y escuchó a Bach mientras miraba cómo las cascadas de Camaima pintaban en el aire bellos arco iris.

Presente continuo en frecuencia de espera.

Eché cuentas: dos meses y medios que habíamos salido de casa; entre la semana anterior y aquella había transcurrido un pedazo de los Andes y un trozo de selva. Ahora, la otra selva, la grande, la que baja hasta Manaus y sube hacia el Pacífico, aparecía ante mí como un hermoso sueño que atravesar.

Los ríos de América son lentos, no están hechos para nuestras prisas de occidentales. Ni perdidos en la selva deja de oírse el metrónomo:

tic tac tic tac

(las notas tienen su tic tac

los deseos tienen su tic tac

tic tac tic tac.

El viajero tiene su tic tac

el Amazonas es largo y tiene mucho agua

tic tac.

Mi vida no es un río

ni la muerte es un mar,

tic tac tic tac

la muerte no es el mar).

“Nunca, sino ahora, supe que existía

el canto cordial de la distancia”

La necesidad del metrónomo y la distancia:

del calor y el frío,

del tiempo lento de los ríos,

lentos porque hay rápidos,

silenciosos porque un estruendo recorre palpitando

el corazón del agua.

La síntesis de los contrarios:

la sangre del tiempo

fluyendo en la calma mayestática del río dormido,

la quilla abriendo en canal

el espejo sólido en que se miran

las nubes y los árboles.

El misterio de los caminos extraviados:

Los deseos, mariposas locas

revoloteando sobre una zapatilla color fosforito

(it’s the colour, sais the japanees).

El color de unos ojos,

La sonrisa de mi sobrina Alicia

el día que hizo su primera comunión,

que entonces vi en la cara de una niña indígena.

Tarde sin deseos.

Rasca que te rasca (mosquitos mierderos)

rasca que te rasca

de noche estrellada,

de espera.

I’m waiting for...

I don’t know what

I’m waiting, nothing more.

Aspetare.

Forse questa notte...

quizás en el agradable balanceo de la hamaca,

cuando llegue el silencio

y la noche y yo podamos hablar de tú a tú

como amigos en la intimidad.

Quizás.

Día cuarto. “Si estaba ahí era por alcanzar el entendimiento de lo grande” (Alejo Carpentier, El acoso)

La necesidad de lo grande, de lo hermoso corre por las fibras del ser como una corriente encantada que fuera capaz de sacarnos con su llamada de los ciclos de lasa cotidianidad. Cada vez queda menos espacio para lo extraordinario, que se diluyó poco a poco en los caminos de la infancia y juventud; el mundo se estandariza necesariamente y la compañía de la seguridad que aprendimos a llevar a todas partes como condición sine qua non, mediatiza nuestros movimientos; también el mundo se organiza, varios millones de livingstons y stanleys recorriendo cada día el mundo de un lado para otro termina por disolver el halo mágico del misterio, la aventura se expende en sucedáneos que son a punto la justa servidumbre de nuestro arrogante dominio del mundo: aventura enlatada y descafeinada para todo aquel que disponga de unos pocos dólares.

Río Carrao, Canaima, Venezuela

Sigue, no obstante, vigente la cita de Carpentier, el entendimiento de lo grande, si somos capaces de no banalizarlo, puede rondar tanto en las notas de una sinfonía como en el canto del anchuroso río que se deslizaba bajo la lluvia quedo y como de plata en la noche del principio de esta aventura; si somos capaces de meter nuestra carne en la carne de la naturaleza, de la selva; si somos capaces de ver, de oír, de aislarnos en los embates y el fragor del interior de la cascada del Sapo, del turismo organizado; capaces de limpiar nuestros oídos y nuestra mirada, de acercarnos al estado de gracia que exigen los ríos, las selvas, las montañas, los desiertos, para entregarnos al secreto misterio de la naturaleza. Amada por demás que no se entrega como ramera al precio de unos dólares, sino en el amoroso forcejeo de una ternura y una sensualidad sin paliativos.

Quinto día. Mañana de bus. Tras varios días de agua y aire, volvíamos a rodar por la tierra. Sólo faltaba el fuego, el espíritu que activa las otras energías primarias. Lo que está en potencia en nosotros, lo que dormita en nuestro interior, de la misma manera que lo hace el fuego en la médula de un leño, parecía que estuviera aguardando allí el momento de transformarse en espíritu del aire (¿es acaso Ariel, el personaje de La Tormenta, de Shakespeare?).

Nos faltaba el fuego, pero el fuego, como elan, como naturaleza sutil de las cosas, debe ser cosa de uno, no del paisaje, ni del viaje. Quizás pueda ponérsele en el mismo plano que ese otro concepto que de vez en cuando me asalta: gracia, estado de gracia; fuego, disposición anímica para acercarse a la realidad y penetrarla, interpretarla al calor de un empuje interior sensibilizado en el impacto con la realidad exterior. Horas de fuego igual que hay horas de tedio y hastío, periodos de sequedad, jornadas de indiferencia o abulia.

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