En el Transiberiano

MOSCÚ, PRIMERA ENTREGA. Mi carrera matinal de hoy tuvo el recuerdo recurrente de las líneas que había recibido la noche anterior de mi amiga Marga. Mañana te hablaré de la glucosamina y la condroitina, decía en el asunto del mensaje. Y es que dos años atrás los traumatólogos, después de observar la resonancia de mi rótula izquierda, me desahuciaron para las actividades de la montaña, tampoco podría correr más, me dijeron. Fue demasiado para mi ánimo, me brotaban las lágrimas cuando, paseando por la Casa de Campo, me cruzaba con animosos corredores; suponía abandonar mis travesías por los Alpes y Pirineos, mis paseos por la Pedriza, y en particular ese maravilloso reto que había empezado a ser para mí en los últimos cinco años correr en primavera el Maratón de Madrid. Ahora como mucho aspiro a participar en la San Silvestre, de ahí esta asiduidad última de correr a diario todas las mañanas, siempre cuidadosamente con un ojo en el camino y otro en mi rodilla. Marga, que es osteópata, me dice que es posible que vuelva a correr maratones. Que los hados la oigan.

En Moscú también corría todas las mañanas, los cinco o seis días que permanecimos allí. Recuerdo que hacía un calor insoportable entonces. El día que nos despedimos de Valentina y su marido, los dueños de la casa en donde nos habíamos hospedados, hubo un acto sencillo que nos conmovió; nos pidieron que nos sentáramos con ellos alrededor de una pequella mesa y les acompañáramos en silencio. Permanecimos así durante algunos minutos. Esa fue su despedida. Su silencio nos deseaba largo y venturoso viaje, seis meses de vagabundear por Asia. Una hora después tomábamos posesión de nuestro compartimento en el Transiberiano. El recorrido hasta Manchuria nos llevaría una semana.

El calor en el interior del compartimento era insoportable; alguna incomprensible ordenanza parecía prescribir el hermetismo de puertas y ventanas. Un enigma, después de todo estábamos en Rusia y no era cosa de ponerse exigentes; de momento esperar y sudar.

El misterio del legendario tren estaba a punto de desmoronarse, aquello se parecía mucho a los viejos expresos de los años setenta en los que hacía, al principio de las vacaciones de verano, el recorrido Madrid-Port Bou camino de Italia. Únicamente lo diferenciaba el empeño claustrofóbico con que las autoridades ferroviarias mantenían cerradas a cal y canto puertas y ventanas bajo el inclemente sol de la hora de la siesta en un día en que la capital moscovita era arrasada por una ola de calor capaz de acabar con una voluntad de hierro.

El tren dio un tironcito y se puso en marcha. Recordé las tantas veces que había soñado con ese viaje exótico a través de la taiga, cómo entonces mi imaginación dibujaba las largas horas de tren acompañadas de lectura, de mirar el paisaje plano de la estepa. Ahora los tiempos del romanticismo habían mermado mi capacidad de asombro y observaba con curiosidad las expectativas de entonces como si aquello hubiera sido soñado por otra persona. Recordaba mi primer largo viaje en tren por la las orillas del Ganges, una apacible tarde cayendo dorado el sol al fondo, el tren semivacío, los campos pasando apacibles junto a la ventanilla. Desde aquel viaje solitario habían transcurrido no menos de quince años, el tiempo suficiente para que nuestros hijos se hicieran mayores y pudiéramos pensar en estrenar la autonomía que se nos había venido encima con su emancipación.

La temperatura descendió algo con el movimiento. El tren corrió enseguida por un larguísimo corredor abierto en el bosque, uniforme, igual por cientos de kilómetros. De vez en cuando aparecían en los claros unas pocas casas de madera con tejado de latón oscurecido por los años.

Había transcurrido la primera noche, se dormía bien en el tren, el suave traqueteo era como el balanceo de una cuna. La temperatura se mantenía en un punto que hacía agradable la estancia en el compartimento. Mi cuerpo disfrutaba de una admirable tonicidad, y parte de ella se la debía a esa pequeña habitación en la que viajábamos y en la que no faltaban esos detalles que siempre eran de agradecer: una mesa para trabajar junto a una gran ventana, la estantería para los libros, el diván para sestear o leer, la despensa bajo el asiento... Nada faltaba en estos tres metros cuadrados. El tren paraba a horas precisas en lugares donde era posible comprar comida; el agua caliente estaba siempre disponible para acompañar el traqueteo con un té; todas las necesidades parecían cubiertas. Ser lector a tiempo pleno me producía un alivio inesperado.

Hacía dos años que la muerte de mi madre me había situado en el umbral de un tiempo distinto, y ahora no sabía muy bien qué era lo que tenía que hacer conmigo mismo; muchos de mis proyectos últimos mostraban ese algo de incertidumbre que produce encontrarse delante un pedazo de vida con la convicción de que es el momento de hacer con ella lo que a uno le viene en gana. Entonces, la circunstancia de la muerte de mi madre nos había impelido a emprender un largo viaje al que nosotros nombramos humorísticamente como de reconocimiento, algo así como querer comprobar que efectivamente la tierra daba vueltas o que el estrecho Magallanes no había sufrido grandes percances desde la primera circunnavegación de la Tierra. La sólida estructura del planeta podría confirmar plenamente los efímeros apresuramientos de nuestras vidas; la perspectiva alumbrada por centenares de horas de viaje quitaría marras a los pomposos interrogantes con que la orquestación social y la educación habían llenado desde la infancia nuestros cerebros deseosos siempre de trascendencia y culo calentito junto al radiador los meses de invierno. Era el momento de echarse a la vida con los puesto. En aquellas fechas tomamos unos meses de vacaciones y volamos hacia la Patagonia, tierra mítica hasta entonces en cuyo borde occidental se levantan los Andes con la mole granítica del Fitz Roy presidiendo todos los sueños imposibles de una juventud que definitivamente se había esfumado. Regresamos cuatro meses después; tras los primeros momentos de euforia, pasadas las largas tardes de ver las espléndidas diapositivas del viaje, la aglutinación de los recuerdos en torno a las montañas heladas del archipiélago chileno, los magníficos colores del desierto de Atacama, el mundo idílico surcado de flamencos de los alrededores del Parinacota coronado de sus nieves perpetuas, en fin, la selva del río Beni en Bolivia, los valles del Inti-Illimani y los Jungas... pasado todo eso, entrados de nuevo en la vida cotidiana, en el trabajo, parecía como si los días se transformaran, en aproximaciones desganadas y cautelosas, hacia la verdad inconfundible del tiempo que se pudre entre las manos, que yo aceptaba con muy mala gana y que parecía sobrellevar con la esperanza de obtener unos pocos réditos, unos pocos proyectos con que alimentar el futuro. En fin, me horrorizaba la comodidad en la que me veía naufragar en esa tierra de nadie que era la llegada a los cincuenta.

Atravesamos un apacible valle salpicado de casas de madera que se reflejaban en las aguas del río. Atardecía. Un hilo de neblina cubría las laderas. El tren se balanceaba suavemente con el traqueteo acostumbrado. Acabábamos de dejar atrás los Urales, los dos chinos del compartimento se habían dormido y la débil luz a la cabecera de mi litera alumbraba las primeras páginas de Un héroe de nuestro tiempo, de Lermontov. El silencio del vagón y las sombras de los abedules pasando ligeras más allá del cristal de la ventana del compartimento invitaban a dejar vagar los pensamientos de aquí para allá. Estábamos en Asia, me decía; pero la idea no me sugería nada en especial, me sentía a gusto, relajado, había disfrutado de un ocio inusitado durante todo el día; ocio que había entretenido en leer y en jugar al ajedrez. Sólo cabía estirarse en la litera entre las sábanas y procurar un sueño relajado. Una apacible manera de atravesar Siberia. Eché una ojeada a la ventana, una medio luna iba y venía por encima de los árboles.

La imagen de los pueblos decrépitos que atravesábamos a lo largo del día me servía en esos momentos de reflexión, era inevitable colocar aquella imagen junto a la demencia con que los gobiernos rusos habían gastado durante décadas las rentas de su patrimonio económico y humano en colocarse con EE.UU. a la cabeza del mundo en poderío militar, a la vez que destinaba cantidades irrisorias a sanidad o a la educación; gastaron miles de millones en ejércitos por todo el mundo. Me irritaba la constatación de estos anacronismos; recordé el grito aquel de “Me han robado la vida”, que relataba Carlos Taibo en Crisis y cambio en la Europa del Este , y que repitió demencialmente una mujer durante tiempo, a la vuelta de un corto viaje a Alemania. El extremo contraste entre ambos países era demoledor.

Estos caminos de tierra, de rodadas profundas en el barro, los bosques, las aldeas, eran el paisaje de los relatos de Pushkin, Chejov, Gogol, Babel. La nieve, las charreteras de sus militares, los caballos, las posadas, desfilaban por mi memoria con su procesión de lecturas acumuladas. Sin embargo, desde el tren, lo que veía eran aldeanos rudimentarios, casas de madera en condiciones míseras; era difícil imaginar en ese cielo plano los apasionantes personajes de Dostoievski, incluso la enorme dimensión de los espacios en Boris Pasternak y Tolstoi quedaban menguadas en esa reiteración de un paisaje que se repetía a sí mismo por centenares de kilómetros. No, no me gustaban los tejados de cinc, esa invasión de lo feo en el mundo era una plaga de mal gusto. Las afueras de algunas ciudades parecían una colección de contenedores.

(Fin de la primera entrega)

entenares de kilómetros. No, no me gustaban los tejados de cinc, esa invasión de lo feo en el mundo era una plaga de mal gusto. Las afueras de algunas ciudades parecían una colección de contenedores.

(Fin de la primera entrega)


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