De peregrinación al Machu Picchu

PERÚ. CUZCO. Por la noche, en Aguas Calientes, tras la ascensión al Putucusi, oía a Sabinas mientras me tomaba un café con leche. No entendía por qué no oía yo a Sabinas con más atención y con más frecuencia; a veces es sencillamente genial, me gusta esa manera de pintar los detalles y de hacer bailar en el centro del escenario cualquier historia cotidiana.

Revisaba mis notas de la mañana, un artículo que escribí pensando en colocarlo en algún periódico local de Cuzco, y que fue publicado al día siguiente en El Diario del Cusco, el periódico de mayor tirada de Cuzco; algo así como las elucubraciones de un viajero contrariado. Me gustaba. Esa mañana, influenciado por nuestra aventura para acercarnos al Machu Picchu sin pagar el canon ferroviario de treinta y cinco dólares, pensé que era oportuno escribir un artículo de opinión sobre el asunto; pero después de reunir más información vimos que los ladrones eran tantos que no tenía objeto. Era una vergüenza tratar así a los viajeros, como si cada uno de nosotros fuera exclusivamente un buen puñado de dólares: recorrido en tren de 109 kms.: 35 dólares; hacer el Camino del Inca: 50 dólares; bus entre el ferrocarril y las ruinas: 9 dólares; entrada a las ruinas veinte dólares... interminable. Están metidos todos en el robo institucionalizado. ¡Un puro aburrimiento! Victoria levanta la vista de su libro, Todas las sangres, de José María Arguedas y lee en alto lo que alguien dice a un terrateniente: “Tienen cogido al mundo como pulgas”.

Subir hasta Aguas Calientes sin pagar el canon ferroviario, el importe por el que los señoritos de Lima compraban a los ganaderos de Ayacucho una vaca, fue una aventura que no voy a relatar. Nos bochornoso pasar por las condiciones que imponían los cuatro ladrones del lugar, los propietarios de la línea férrea que hacían el servicio entre Cuzco y la base del Machu Picchu, así hicimos de aquello una cuestión de honor y evitamos pagar el canon fijado.

En Aguas Calientes, alguien, después de charlar un rato amigablemente en la estación, nos indica una excelente excursión alternativa a la multitudinaria Machu Picchu, un pico espectacular frente a las ruinas incas, el Putucusi, que arranca en las cercanías del Machu Picchu, pero dejando entre él y las ruinas el fondo de la quebrada por donde discurre el río. Las nubes emergen entre las montañas, altas, picudas, cubiertas de vegetación desde la base hasta la cumbre. Caminamos por la vía del tren un tiempo y luego el camino se eleva rápidamente por la abrupta ladera. Es umbrío, cerrado; me pregunto cómo salvará el sendero las rocas verticales del tramo siguiente. Después de varias revueltas aparece una larga pared casi vertical por la que se eleva una larguísima escalera hecha de troncos. Impone respeto, un grupo que nos sigue se da la vuelta en este punto. El tramo me trae el recuerdo de las espectaculares vías ferratas de las Dolomitas, en Italia, aquella última que hice con Mario en Brenta. Victoria sube despacio pero segura, miro entre mis piernas a la pareja peruana que nos sigue. Al salto casi vertical de unos cien metros, siguen tramos que se salvan con cables de acero, con más escaleras, con un puente. El valle y el pueblo van quedando en el fondo bajo nuestros pies como si nos eleváramos verticalmente en un globo aerostático. La humedad del aire y el sudor han empapado mi camiseta, chorrea como si la hubiera metido en el río. Es agradable subir ininterrumpidamente, sentir el cuerpo fuerte y sano; el mal sueño del sorocho ha desaparecido, es cansado subir pero el aire llega a los pulmones con toda regularidad. Ascender en torno a la cota de 2400 metros se convierte así en un placer. El gran meandro del río rodea el Putucusi casi totalmente y podemos ver desde esa especie de istmo de altura, a nuestros pies y a la izquierda y derecha bajar tumultuosas las aguas marrones del río, y junto a él la diminuta vía del ferrocarril.

La vegetación, ya sin grandes árboles, sigue siendo ubérrima en las cercanías de la cumbre. Rodeamos una gran roca, subimos un estrecho pasillo y... cumbre. Entre el paisaje salvaje y agreste del frente, destaca sobre un amplio collado, al otro lado de un vuelo que atraviesa la profunda quebrada del río, los restos más notable de la civilización incaica. Montones de bucles dibujan en la ladera opuesta el trazado de carretera que usan los buses de los turistas; a la derecha los restos de las terrazas que construyeron generaciones de campesinos; y arriba, sobre los bucles, sobre las terrazas, las ruinas del Machu Picchu.

Nuestra montaña es mucho más bella y prominente que esa verbena que sirve de disculpa para exprimir a los turistas como cítridos en agraz. La niebla y las nubes quedan a un centenar de metros sobre nuestras cabezas, suben y bajan por los cerros grises y de verde intenso. A nuestro alrededor el abismo se hunde por setecientos metros bajo nuestros pies.

Hacemos algunas tomas antes de que el sudor deje de brotar de nuestro cuerpo. Mi chica está muy guapa. Me gustan nuestros rostros sudorosos sobre el fondo aéreo de las ruinas, sobre las oscuridad surcada de nubes.

Celebraremos nuestro retorno al valle con un litro de cerveza junto a una capilla de Santa Rosa de Lima, al pie de la estación de ferrocarril. Miramos a los centenares de pasajeros que se agolpan esperando al tren, mientras sorbito a sorbito nos vamos ventilando la cerveza.

Hoy dormiremos en Aguas Calientes.

Incluyo a continuación el artículo que apareció en la prensa local al día siguiente:

MACHU PICCHU Y USURA

(En defensa del viajero)

El pasado día diez, los campesinos de Ayacucho comenzaban una huelga de cuarenta y ocho horas. Como consecuencia de la misma el bus en el que viajaba, haciendo el trayecto Lima-Ayacucho, quedó bloqueado a las doce de la noche entre dos piquetes de huelguistas que habían cubierto la carretera con grandes bloques de roca. Todo el pasaje hubo de pasar la noche, y la mitad del día siguiente, en la puna. Tuve tiempo de hablar con algunos campesinos, durante esas horas, sobre los temas de malestar que les llevaba al paro. Su principal queja: el producto de su trabajo se lo llevaban las especulaciones de los intermediarios; una vaca se la compraban por cien soles, decían, y añadían: ahora, pregunte usted cuánto cuesta una vaca en Lima. Y así todo el producto de su trabajo. Peruraíl, S.A. cobra a los pasajeros no locales ¡ciento veintiséis soles! por un trayecto de ciento nueve kilómetros, el equivalente a una vaca ayacuchina comprada a los campesinos de la puna.

Me pregunto si es ésa parte de la filosofía económica del país. Que haya de pagarse el equivalente al importe de una vaca comprada a los ganaderos, para hacer el trayecto Cuzco-Aguas Calientes, dice mucho del desprecio con que los que tienen dinero tratan al resto de los ciudadanos. No sería de extrañar que los que compran la vaca en Ayacucho fueran los mismos que los que imponen sus tarifas en el ferrocarril. Siempre fueron los mismos los que como sanguijuelas vivieron el hartazgo de la sangre de los otros ante la mirada bobina de los gobiernos de turno.

Uno, amante de los viajes y del conocimiento de los pueblos que atraviesa, queda desagradable y admirativamente sorprendido ante la impunidad con que los responsables del ferrocarril que hace el servicio Cuzco-Aguas Calientes, son capaces de promover disposiciones legales que prohíben terminantemente el uso de alguno de sus trenes a los pasajeros no locales, con la intención evidente de procurarse un lucro desmesurado y abusivo, al obligar a los pasajeros no locales a tomar el tren llamado turístico, que fija una tarifa muy superior a la que podría pagarse en los países más ricos del mundo por un servicio similar (Los datos: 109 kilómetros; dos tarifas: una, para los pasajeros locales, de 10 soles; otra, para los no locales, de 126 soles, el equivalente a 35 dólares).

Las autoridades responsables del turismo local deberían considerar que el tomar a los turistas como estúpidos objetos de expoliación no es un criterio de corte ético ni civilizado; más, es claro que estas medidas contribuyen a que ante esta expoliación el turista sienta el comprensible desprecio que merece todo tipo de usurero. Y en el mismo paquete van tanto los que se lucran como los que con su política permiten que estos hechos tengan lugar.

¡Promover el turismo! Esto no es promover el turismo, esto es consentir y ayudar a que cuatro listos, los de siempre, hagan su agosto con la venia y el apoyo de las autoridades correspondiente. Es una idea mostrenca y zafia esta de considerar al turista como una billetera ambulante.

Cualquier persona de mediana inteligencia que eche un vistazo a la normativa en uso, que los responsables del ferrocarril se encargan puntualmente de poner en conocimiento del público en todas las estaciones, comprenderá que la tal normativa no hace más que empañar la imagen de honradez presumible en las instituciones; su puesta en vigor atenta contra el concepto de respeto que las empresas y los responsables del turismo deben tener con los usuarios de los medios de transporte.

Es una lástima, todas estas circunstancias conjugan mal con la idea esa de Patrimonio de la Humanidad, de Santuario. Los usureros ensucian el entorno más que si de toneladas de basura se tratara.

Habría que añadir, para finalizar, que no es sólo Perurail quien ejerce la usura en torno al Machu Picchu, y si no echen un vistazo a las tarifas según las distintas opciones: entrada a las ruinas, veinte dólares; hacer el Camino del Inca, cincuenta dólares; el bus entre Aguas-Calientes y las ruinas, nueve dólares. Como se ve, el Machu Picchu se parece más a las minas del Rey Salomón que a otra cosa.

... Y mientras, a escasos metros de la estación de Cuzco, en la calle del mercado, tener que sortear las ratas muertas, el barro, la falta más elemental de higiene antes de tomar el tren.

¡Vivir para ver!

“Trasero aloca ministro”

PERÚ. ALDAHUAYLAS-ABANCAY. El largo caminar entre Lima y Cuzco cubría hoy el trayecto Andahuaylas-Abancay. Nos subimos al bus temprano. El paisaje empieza a discurrir hermoso y llenos de matices que sugieren la calidad de una aguada. Un viajero a mi izquierda está enfrascado en las páginas de un enorme periódico en cuya portada, a grandes titulares, ocupando media página, puede leerse: “Su trasero aloca ministro”. Habíamos dejado hacía un rato Andahuaylas y comentábamos el alocamiento del señor ministro del Perú, a quien algún lindo trasero había de haberle hecho perder la compostura. Y es que el señor ministro no es un raro, el trasero es una de las cosas más bellas y excitantes que Dios Padre puso en esta tierra de hombres y mujeres. No hace falta ser muy sagaz para imaginar las posibilidades que esa combinación de belleza, de cosa ininteligible y deseosa puede provocar en la hipófisis. Combinaciones explosivas y tiernas cuyo conocimiento y contacto, de haber sustituido en nuestra tierna infancia a aquel otro del catecismo Ripalda, habría hecho posible en el homo sapiens una sabiduría de mucho más grosor y consistencia.

Pedriza de Manzanares

Traseros; redondos, suaves, adaptadas sus curvas al movimiento natural de las manos que acarician y que gustan describir lentas circunnavegaciones; y como el bus de hoy, adentrarse en los valles, atravesar los prados, subir y bajar por las lomas.

Hoy el paisaje está lleno de caderas, de largas y verdes espaldas, de alguna que otra hondonada donde se anuncia el ombligo, de algún que otro muslo desnudo por donde campea una niebla azulada que hace más vivo el color de la carne, tostada como después de un largo verano de playa. La umbría de las nalgas, abajo, deslizándose hacia la quebrada oscura del valle de Loinnombrable, rincón recoleto, puerta loca de la imaginación, juega en mi curiosidad viajera esta mañana el papel de la rocalla en donde cantaban las sirenas homéricas.

Divina capacidad esa de alocarse con un trasero, señor ministro.

Y el viaje continúa, hoy, casual e inesperadamente como un regalo para la vista; la carretera semejante a una avioneta que diera vueltas y más vueltas acariciando las laderas, una, otra, cien, sobrevolando los valles y altas montañas encopetadas de nubes y nieve. Primero fueron laderas labradas asomadas a la reciente madrugada con las filigranas de miniaturas de hileras de habas y papas; paisaje ajedrezado donde el amarillo del trigo y las verduras parecen componer un cuadro cuya armonía merece las paredes de un museo. Después vinieron montañas más agrestes, empericotadas cresterías azules al fondo, la carretera como una línea insinuada en el ocriverde vertical de las laderas.

Viaje de andar por las nubes y de ajetreo autobusero, que deja en la mañana la curiosidad latente de conocer in situ ese trasero que ayer mismo volvió loco al señor ministro del Perú.

Cercanías de Aldahuaylas

Huelga en el altiplano andino

PERU. ENTRE LIMA Y AYACUCHO. Aquella noche soñé —o mejor, lo pensé en la oscuridad del bus entre Lima y Ayacucho— que había un hueco alrededor en donde estaba yo, y tú, y tú y mis hijos, y el hueco era como un patio, un campo en donde había todo lo suficiente para pasar la vida. No era lugar cerrado, estaba abierto, se podía ir lejos y volver. El lugar era cálido, no ocupaba ninguna propiedad, se vivía sin más en él y, aunque el resto de ese mundo existía, importaba poco, nosotros teníamos ese rincón donde lo único que había que hacer era vivir. No había grandes filosofías por allí, al menos no se las veía a simple vista. El espacio en donde crecía ese campo, que por cierto estaba resguardado del viento, pero abierto a las estrellas en el momento en que me sentí allí dentro, era oscuro y acogedor.

Estaba convencido de que eso era todo lo que había, y quizás lo que necesitaría en el futuro, y ello me producía una gran sensación de paz y libertad. En la televisión del bus habían puesto una película de caballos muy mala (Running free), sin embargo, algún remoto lugar del mundo con agua, pasto y tierra para correr parecía la aspiración decisiva de un potrillo en busca de sí mismo. Yo procuraba esconderme de la pantalla con el asiento delantero, pero algo me llegaba. Luego acabó la película y, en la oscuridad empezaron a sonar canciones que estaban entre Nino Bravo y Serrat.

Era placentero dejar vagar el pensamiento mientras el bus hacía kilómetros y kilómetros, arrebujarse como tantas veces en los rostros, en las miradas, los recuerdos, en la recomposición de ese rincón que era como un universo en el que todo dependía de nosotros mismos. Allí llegaban muy atenuados los ruidos del mundo, y lo que llegaba no interfería en absoluto en la plenitud del momento. El autobús llevaba diez horas rodando camino del sur, hacia el lejano Machu Picchu; miraba fuera, era hermoso vivir, mirar, ver. Minutos de plenitud sobrevenida que vienen sin más como un regalo a ese rincón de oscuridad. Le pasé distraídamente la yema del dedo por la mejilla; ella puso su mano sobre mi pierna. Fuera estaba la oscuridad y el perfil acarbonado de la noche.

No duraría mucho aquello. Estamos a cuatro mil metros. A la una de la mañana el bus se detiene en mitad de la oscuridad. Los campesinos han cortado la carretera en mitad del altiplano. Una huelga que comenzó a las doce y durará cuarenta y ocho horas. El pavimento está ocupado por grandes rocas de granito. Llega un coche patrulla, la huelga estaba anunciada, la empresa lo sabía, pero... El recorrido no lleva más de seis horas desde Lima, el tiempo suficiente para haber pasado los piquetes de huelgas antes de medianoche, pero nosotros hemos empleado doce horas: el paso está cortado. Aires de revolución en el bus, lleno a tutti plen, gritos contra el conductor, contra la empresa; opciones posibles: darse la vuelta y volver a Lima; quitar las piedras, grandes rocas algunas de las cuales superan la tonelada de peso, e intentar pasar arriesgando un enfrentamiento con los campesinos que vigilan ceñudos al otro lado de la barrera de piedras, dispuestos a romper todas las lunas del bus a pedradas. Se mezclan los desairados con algún que otro bromista que propone alquilar burros para continuar el viaje.

A las ocho de la mañana estamos en medio de una batalla campal: la policía disparando botes de gases lacrimógenos contra los campesinos y los campesinos desprendiendo grandes bloques de piedra desde un alto talud que corona la carretera. Una larga fila de autobuses, más de veinticinco se han ido acumulando entre la una y las ocho de la mañana. Cuando los antidisturbios habían dejado el paso expedito y los autobuses empezaron a circular después de retirar los bloques de granito, en una ladera más arriba empezaron a desprenderse rocas. Los campesinos se han hecho fuertes y torean a los policías, insuficientes a todas luces, yendo de un lado a otro del monte. Los gases lacrimógenos tienen poco efecto a campo abierto, el viento los dispersa en seguida.

Todo empezó después de la medianoche. La carretera había sido cubierta por rocas a lo largo de cientos de metros. Estaba nublado, lloviznaba. Los pasajeros, después de un pequeño revuelo, deciden parlamentar con los campesinos. Son tajantes, no podremos pasar por allí durante dos días; tampoco podremos dar la vuelta porque la carretera ha sido bloqueada a medianoche en distintos tramos. En el bus hay de todo, niños muy pequeños, ancianos, mujeres, hombres... y algún loco de atar suelto. La algarabía, los intentos de aunar posiciones, los gritos, las amenazas al conductor, forman un cuadro alucinante y esperpéntico en la noche oscura del altiplano. Describir esto requeriría el genio del Balzac; alguna exaltada llega a pedir el cuello del conductor; de los campesinos, con semejante oscuridad, mejor no hablar muy alto porque el campo puede estar lleno de lobos, aunque el apelativo más suave que reciben es el de borrachos.

Por la mañana Victoria y yo nos vimos en la obligación moral de poner las cosas en su sitio, arremetimos al unísono contra la mitad trasera del bus. Increíble. Les pusimos a parir y resultó un silencio mágico de aquella bronca que lanzaban dos extranjeros que no habían abierto la boca durante siete horas, que no habían retirado ni una sola piedra pese a las exhortaciones de muchos pasajeros y pasajeras, y que habían dormido flamantemente entre la palabrería interminable de la mayoría del personal. Los campesinos no están borrachos, señoras; ustedes parecen todo menos adultos; les debería dar vergüenza ser peruanos; ¿por qué no se van ustedes a insultar a los señores de la plata que viven en Miraflores, en Lima, en lugar de a esta gente pobre que lo único que hacen es exigir sus derechos? Cosas así: silencio; hasta la tía que había estado despotricando toda la noche detrás de nosotros no volvió a abrir la boca.

Un autobús lleno de hombres y mujeres puede ser un ejemplo en pequeño del funcionamiento de una sociedad, ejemplo deprimente de “pueblo” en funciones. No tengo ánimo para describir esto pero es estremecedora la destemplanza, la bazofia que hay encerrada en una parte importante del común de los mortales cuando estos se hacen masa (hay que recordar una vez más el lúcido trabajo de Elias Canetti, en Masa y poder).

Fuera, los campesinos exigían precios dignos para sus productos; los mayoristas les compran una vaca por cinco mil pesetas, un kilo de patatas por cinco; cuando llegan a los mercados estos precios se han multiplicado por diez, por veinte, por cincuenta. Si los campesinos de todo el mundo han sido siempre los parias de la tierra, los del Perú parecen estar en la rama más baja de esta clase social.

A las cinco de la mañana nuestra fila de autobuses se engrosa con siete u ocho más; el desplazamiento del equilibrio de fuerzas se salda con mucho a favor de los pasajeros. Se ha hecho de día y el miedo a la oscuridad cede a un arrojo que aumenta con la luz y con el número. Los pasajeros se enfrentan directamente con los campesinos y éstos ante el lenguaje de los números y la actitud amenazante de muchos, ponen pies en polvorosa mientras los pasajeros despejan la carretera de rocas. La ruta queda abierta y los buses se precipitan por el estrecho pasillo de rocas abierto en el asfalto. A los pocos kilómetros un camión, con todos los campesinos del puesto de vigilancia anterior, adelanta velozmente a los autobuses y viene a pararse frente al siguiente bloqueo, mucho más importante y numeroso que el previo. Los campesinos suman centenares. En este punto la carretera está invadida por bloques de granito que necesitan el concurso de diez o doce hombres para hacerlos rodar. Cuando llegamos al primer bus le han roto la luna delantera y dos personas son atendidas con heridas de pedradas. En medio de la carretera arde una gran fogata. Los pasajeros se mezclan con los campesinos que vocean sus razones en pequeños grupos. Las mujeres acarrean carrizos y paja para alimentar la hoguera. Los campesinos piden que se forme una comisión de pasajeros para hablar con ellos.

Merodeo entre el gentío con las dos cámaras en las manos. Luz de amanecer, tonos apagados, colores salidos de la noche y la humedad para envolver en un ambiente duro y ocre un montón de rostros trasnochadores. Mi pasión de fotógrafo de retratos puede sobre cualquier otra cuestión (recuerdo a los mineros norteamericanos de la exposición de Avedon de que hablaba Marisa): son rostros duros, entecos, oscuros, ásperos, de mirada hundida; el frío los trae embutidos en largos ponchos, su aspecto es mísero y primitivo. Tres o cuatro hablan con empaque explicando las razones de la huelga a los pasajeros. En algún instante, inesperadamente, empiezan a llover piedras por todos los lados; salimos corriendo en desbandada intentando proteger la cabeza. Cuando nos encontramos a cierta distancia de la lluvia arremetemos Victoria y yo gritando a los hombres de los alrededores que tiran piedras contra los campesinos; vuelve a producirse el efecto mágico de un rato antes en el autobús, los increpados dejan inmediatamente las piedras en el suelo y se escurren silenciosamente entre la multitud. Obedecen como sorprendidos por la violencia de nuestra exhortación. Cesan las piedras en ambos sectores. Los elementos violentos son fácilmente identificables en ambos bandos y la cordura tanto de los campesinos como la de los pasajeros ha terminado por imponerse.

Se decide esperar hasta que lleguen los periodistas; dejarán pasar con la condición de que les permitan hacer pintadas en todos los buses, además de transportar hasta Ayacucho diez campesinos en cada carro; es decir una supermanifestación motorizada entrando en Ayacucho a lo grande.

Mientras tanto pegamos la hebra con dos hombres. Una ilustrativa conversación con gente muy informada y de aspecto ecuánime. Hablamos largamente sobre el país. Fujimori, el Chino, se presenta ya de manera reiterativa como un hombre que supo aplicar criterios de gobierno muy positivos para el país, mientras que la credibilidad de Toledo parece ir en picado. Estando en estas conversaciones aparece una camioneta de la policía. En poco tiempo la carretera queda despejada, los acuerdos quedan en agua de borrajas. Subimos a los buses, nos ponemos en marcha, pero no hemos avanzado doscientos metros cuando volvemos a detenernos. Sobre un talud más arriba vuelan las rocas, los pasajeros se parapetan contra las piedras dirigidas directamente al bus. En seguida empiezan los disparos y los botes de humo. Pero los policías son tan pocos que el humo después de los primeros instantes se convierte en una atracción de feria. Los campesinos corren hacia el talud, se hacen fuertes en la parte prominente, los disparos parecen no llegar hasta allí. Los policías trepan la cuesta y los campesinos y campesinas, muchas metidas en el meollo, se desperdigan y aparecen un poco más arriba. El juego del ratón que te pilla el gato. Media hora después los antidisturbios han claudicado ante su inferioridad numérica. Los campesinos imponen sus condiciones y comienzan a pintar los autobuses.

Es esmalte, amigo, oigo gritar a alguien. Los campesinos se han agenciado dos grandes cubos de esmalte color rojo y haciendo muñequillas con papel higiénico van dibujando todas sus consignas sobre los autobuses: “Viva la huelga campesina”, “fuera Toledo”, etc. La pintada de los autobuses casi parece una fiesta, los pasajeros miran riendo con las manos en los bolsillos. Cuando todos los buses están todos pintados se oye decir que no los dejan pasar. Es el momento del mercadeo entre los pasajeros, aparecen por arte de magia coca-colas, bollos, magdalenas, quesos, todo mercancías que hasta ahora viajaban en las bacas de los autobueses. Las magdalenas que debían de costar a dos pesos el paquete, en quince minutos se disparan a los cinco pesos paquete: ¡plena aplicación de la ley de la oferta y la demanda! Dos enormes cajas con bollos, que transportaba una pasajera en la baca del bus se vacían en un santiamén.

En la curva se ha reunido una pequeña multitud, arriba del talud siete u ocho individuos con un solo empuje pueden desprender media montaña sobre la carretera si se lo proponen.

Y ahí estoy, tomando el sol, viendo en qué para la cosa. De momento hay bastantes pasajeros que cogieron sus bártulos y caminan carretera adelante hacia Ayucucho (más de veinte kilómetros). El resto hace bulto, un bulto como el cuerpo de una ballena, desde donde se eleva de tanto en tanto un chorro de gritos. La señora de las magdalenas hace su negocio. ¡Ajá! Me estaba preguntando desde hace un rato por dónde estaría Victoria que había ido a buscar un rinconcito por ahí y que tardaba en llegar y ¡zas! ¿dónde está? Pues haciendo sus compras de mercado, en la cola de la señora de las magdalenas, ¡justo, comprando magdalenas! Qué previsora. La veo acercarse con una bolsa en la mano, sólo los pudo comprar a cinco... ¡es que la vida sube que es una barbaridad! Ya tenemos desayuno, comida, merienda, cena... y vaya usted a saber si no se arregla esto...

Y yo que había dejado estas anotaciones anoche, cuando me apagaron la luz, en medio de un halo poético; creo que hablaba de mi rincón vital y del perfil acarbonado de la noche, pero ahora ya no es posible retomar el tema en medio de esta algarada.

De pronto follón, vocerío, y, como en la guerra, pam, pum, pom, pam, y vuelan los gases lacrimógenos dibujando pequeñas culebrillas de humo en el aire. Parece que estamos en la feria de mi pueblo. Ahora, eso sí, la gente corriendo mogollón, por si acaso.

No resisto seguir con este cuento. Desde ahí, dos horas de negociación. Se pasa, pero cinco kilómetros más allá volvemos a encontrar otro centenar de envalentonados campesinos. Llegamos por fin a Ayacucho, veinticinco horas después de haber salido de Lima, quinientos kilómetros al norte. Después tardeamos plácidamente, aunque un poco soñolientos, en una habitación en la esquina de la plaza de Armas (todo pueblo, toda ciudad tiene su plaza de Armas, sí señor), bonita, colonial... un regalo para terminar un día sumamente entretenido e ilustrativo. Para cosas de éstas sirve viajar, ¡qué leñe!

En los valles del Huascarán

PERÚ, LA CORDILLERA BLANCA. Habíamos dejado el grueso de nuestro equipaje en el hotel, en Lima, y tomado muy temprano un autobús para Huaraz: ocho horas de bus. No sé lo que sucede, mi cuerpo se sumerge durante casi todo el viaje en un puro sopor del que a duras penas salgo; pasa un paisaje desértico frente a la ventanilla, los acantilados se alternan con la arena. En la puerta de uno de estos sopores me encuentro con una leve excitación, a la que logro despertar poco a poco; la alargo en el duermevela, pasan los minutos, sube y baja como una fiesta que hubiera comenzado a medianoche y quisiera prolongarse hasta el alba. ¡Buen sitio el autobús! Y nada mejor que arroparse en la humedad y seguir duermeveleando. Ahí nada más, al otro lado de un cabeceado de ocho horas aparecerá Huaraz, otra de las mecas del alpinismo mundial.

Altos de Huaripampa

Sumé, éramos veintiuna personas en la Toyota, veintiuna más una torre de equipaje en la baca. La pista de tierra da docenas de tornantis antes de llegar a los cuatro mil ochocientos metros del Portachuelo de Llanganuco. El paisaje: la espalda del Huascarán, glaciares extensos naciendo de las faldas de la niebla, celosa ella ocultando parte de la cordillera.

Mientras miro el abismo por donde vamos subiendo veo a Victoria, ella delante departiendo con Jaime, el delegado de la zona para las próximas elecciones. En los lagos Llanganuco, cuando se bajan los tres israelitas que ocupan los asientos del fondo, ambos se vienen atrás y... charlamos, inevitablemente, de política. La gestión poco positiva de Toledo, las expectativas de Alán García y las nulas posibilidades de Fujimori. Somos el país más inculto del mundo, dice con acento circunspecto, desesperanzador, Jaime.

El paisaje al otro lado del puerto también está cubierto parcialmente por las nubes. Nos bajamos en Vaquería, cuatro casas; Jaime viene a despedirse efusivamente de nosotros. Un arriero nos indica con amabilidad el camino hacia el valle de Huaripampa. Nos cruzamos con una niña que, agarrándole de la mano, va tirando de su hermano que a su vez arrastra un cochecillo que a falta de asfalto sigue a su dueño dando vuelcos boca abajo entre las piedras. Los paisanos y paisanas con que nos encontramos son exquisitamente amables, no hay nadie con quien nos crucemos que no dé unas buenas tardes llenas de cordialidad. Nada que ver con los indios aymara de Bolivia, cholos y cholas de intratable y desabrido carácter.

Después de Huaripampa nos quedamos solos definitivamente, el valle sube lentamente por un paisaje de árboles pequeños, el suelo está tapizado por una hierba rala y apretada; me recuerda el valle de Ara en el Pirineo, nada más pasar el poblado de Bujaruelo.

Tres horas y media de marcha; un pequeño grupo por el camino, un ruso solitario que lleva una semana deambulando por la cordillera, son todas las personas con que nos cruzamos esta tarde. El lugar de la acampada es un bello prado desde donde se ven asomar los glaciares y una larga crestería totalmente blanqueada por las nevadas últimas. Ponemos la tienda junto a un estruendoso riachuelo. Día sin lectura, sin escritura, nada; después de instalar la tienda y comer algo caeré como un ceporro desplomado dentro de mi saco de dormir; la altura, el peso (comida para cuatro o cinco días, sacos, tienda, infiernillo, etc.) y la falta de entrenamiento me han dejado el cuerpo como unos zorros.

No tardaría en ponerse a llover. Una lluvia discontinua caerá hasta las primeras luces del alba. El suelo estaba condenadamente duro.

Punta Unión

Colocamos nuestro vivac a 4.750 metros, un nido de águila en el que es difícil respirar. No hemos cumplido las normas básicas para estas alturas —algún día de aclimatación antes de acercarse a la barrera de los cinco mil metros— y ahora cada vez que nos movemos tenemos que emplear un buen rato para ingerir un poco de oxígeno. No era cosa de tomarse a broma esta excursión y vinimos pertrechados para cualquier eventualidad que se nos pudiera presentar; equipo de alta montaña, por tanto, y comida en abundancia. La altura y el peso desproporcionado que cargamos ha hecho extremadamente penosa la subida. Los últimos doscientos metros los he tenido que hacer a un ritmo lentísimo y con una gran cantidad de sufrimiento encima. No podía caminar más de diez minutos seguidos sin sentir que un paso más de ese tiempo me haría reventar.

El collado de Punta Unión es un balcón rodeado de glaciares y picachos de 6.000 metros, pero

las cumbres están cubiertas por la niebla. En un valle más abajo está el Alpamayo, una de las montañas más bellas del mundo. No se ve apenas nada, pero nos resistimos a marcharnos sin echar una ojeada a las montañas de los alrededores, así que plantamos nuestro campamento en espera de que despeje, en espera de esa luz ambarina que ya vimos el día anterior cubrir las grandes montañas de la Cordillera Blanca desde la terraza del hotel en Huaraz. Amanecer a cinco mil metros en un paisaje tan salvaje y tan increíblemente hermoso, bien vale la contrapartida de esta dificultad de moverse uno y sentir como que no hay aire suficiente en todos los alrededores para seguir respirando.

Hace un rato se desplomaron enormes bloques de seracs en los glaciares superiores del circo, pero no logramos localizar la avalancha. Es siempre un estruendo sobrecogedor. Ahora, después de dos días de caminar, nos queda por debajo un hermoso y larguísimo valle en cuyo fondo espejean dos lagos de aguas verdeazuladas. Dejo de escribir, asomo la cabeza por la puerta de la tienda y veo los glaciares iluminados por el sol, su blancura es blancura recién estrenada; hace un par de días las nevadas acabaron con la época seca y las montañas estrenaron nuevo ropaje.

Hace frío, la niebla hizo un vano intento por abrirse. La cantidad de años que llevo haciendo montaña y no dejo todavía de preguntarme por la razón de mi fidelidad hacia ella; lo mal que lo hemos pasado hoy, por ejemplo; este lugar en donde hemos puesto la tienda, lleno de piedras, incómodo, frío, vivaqueando como lo hiciera un amante de la obra de Leonardo da Vinci frente al Louvre, porque sólo le dieran una única oportunidad para ver la sonrisa enigmática de la Mona Lisa; igual nosotros a la espera del siguiente amanecer. Hay un toque de encanto en estas circunsta

ncias; en el caso de hoy, nada más llegar a este lugar, recordé otros muchos vivacs, en la cumbre del Naranjo de Bulnes, por ejemplo, en montones de cumbres del Pirineo que acogieron mi visita solitaria y la de mi igloo de tela. Son ese tipo de vivencias que uno se llevará como un regalo a la tumba. Un pozo de muchas cosas sencillas tiene la montaña; la vida apasionante que encontré aquí durante unos pocos años de recién estrenada juventud, parece como si hubiera servido para alimentar un amor que durará sin duda hasta entonces, hasta ese preciso momento.

La montaña es una amante a veces exigente. Es incomprensible un amor que no exija un esfuerzo importante; se me ocurre que el amor a la vida no es una excepción, que si se quiere vivir hay que llenar la vida de esfuerzos y trabajos (trabajo, nada que ver con eso de ganarse un jornal). Ser permanente descubridor de juguetes podría ser un oficio alternativo al de un Principito que buscara la otra cara de su ya recorrido universo para sumirse en indagaciones planetarias de un mundo todavía por construir.

La blancura de las montañas y sus precipicios inútiles continúa ahí, como una referencia, mostrando la desnudez de un ser cuya belleza intemporal le viene de la meteorología, de la hora, de la altura, de las armonías que nuestro cerebro les ha otorgado. Alguna cuestión: ¿la montaña sería algo calificable como bello si no hubiera un cerebro que le adjudicara tal apelativo? ¿Es la belleza un atributo de las cosas? ¿Es la belleza una determinada ordenación de algo perceptible por los sentidos como armónico? ¿Depende la belleza de las maneras en que el cerebro ve, relaciona los materiales que le llegan a través del sistema nervioso? En una primera aproximación la belleza no parece que pueda ser algo autónomo, su ser se comportaría como si dependiera del modo en que el cerebro creó estructuras en sí que determinan lo que es bello y lo que no lo es.

Pero entonces, ¿qué criterio sigue el cerebro para funcionar de una manera y no de otra, para hacer bello y no feo algo? ¿por qué no pudo ser de otro modo? Y entonces, vistas así las cosas, este amor a la montaña, podría ser una especie de proyección de nuestro ser que busca ciertos compañeros de viaje, conmilitones, con quien arreglar las cuentas de su soledad primera, ciertas proyecciones de uno mismo en donde tratamos de hallar un estado de vivencia, de vida más armónica, equilibrada, frente a otras posibilidades menos gratificantes.

¿O será, por el contrario, que la belleza estará plenamente encerrada en las cosas y le corresponderá al cerebro la labor de detectarla? Seleccionar aquello que sirve al placer se convertiría en otra fuerza básica con que el organismo impulsa la evolución.

El recorrido de Punta Unión a Cachapampa nos llevó casi diez horas. Cargar con tanto peso hace que disminuya el placer de caminar.

Al final amanecimos envueltos en la niebla, pese a que había estado estrellado durante casi toda la noche. El Alpamayo sólo pudimos verlo durante unos segundos, ni siquiera el tiempo para sacar una fotografía. El ambiente se parecía en mucho al de las altas rutas del Himalaya: nuestra tienda por encima de los glaciares, la niebla, la hora temprana preparando el desayuno junto a nuestro nido de águila. La vivencia de la noche despertando en varias ocasiones con el fragor de los derrumbamientos de miles de toneladas de hielo desde las montañas próximas no tiene parangón siquiera en los Alpes. Vivir este espectáculo desde el centro mismo del escenario de las laderas altas del nevado Taulliraju, era un privilegio notable para nosotros; igual que era un privilegio oír a un inacabable Mozart enlatado en mp3 al final de una jornada como la del día anterior.

Embutirse en el chubasquero, cargar el macuto, meter las manos en los bolsillos y bajar sin prisas, contemplando los juegos de la niebla, dejando posar los pensamientos, charlando a ratos, mientras el lago verde del fondo se acercaba, era toda nuestra labor para el resto la jornada.

Con el buda a cuestas

CAMBOYA. Camboya me recordaba la selva boliviana, campos encharcados, casas a modo de palafitos para protegerse de la humedad, chozas de caña. búfalos arando en los arrozales, los ferries atravesando los grandes ríos, ahora el Mekong. Y llovía, llovía ininterrumpidamente, pero no tenía excesiva importancia, la vida seguía igual, la lluvia no interrumpía ninguna tarea en este país.

Ahora seguía el itinerario de Pierre Lotti camino de Angkor. Es su encuentro con el bosque devorador de ciudades; la selva, los grandes ficus, abrazan los sillares y los templos hasta deglutirlos y convertirlos a la realidad de un tiempo que se ríe irónico de la arrogancia humana. Troncos entre cuyos dedos Angkor duerme su sueño húmedo, entre cuyas manos estrangula el tiempo a los dioses, a sus pedestales de piedra, en canal exudando abiertos la efímera eternidad que administra la muerte con nuestros restos. Rueda por los valles de las montañas viejas el rumor de una vanidad que no encuentra apenas el eco de su voz entre los guijarros viejos, un Indo que socava la tierra y que convierte en desierto los Olimpos de todos los tiempos. Reptan la verdioscura mampostería de los templos grandes serpientes de fábula que resquebrajan los sillares y siembran de caos y misterio la selva, la vanidad de los hombres, sus dioses todos, dormidos hoy como niños abandonados a la espera de hombre o mujer que quiera mecerlos en sus brazos. Niños chicos todos que la soledad y la muerte crearon para darse ellas mismas alojo.

De Angkor nacerá el proyecto de transformar el dormitorio de mi casa en bosque, jungla, templo budista, sin olvidar la figura omnipresente de las Apsaras danzando siglo tras siglo en los bajorrelieves de ésta ciudad mítica. Mi cuaderno de notas se llenó en aquellos días con los diseños que me sugerían la emocionada visita a algunos lugares de la jungla, y especialmente aquella parte de Angkor que era devorada por árboles y raíces. Cuando me disponía a abandonar Siem Reap, había ya en mi cabeza un proyecto avanzado de lo que sería aquella habitación. En ella no podría faltar la enigmática expresión del buda ni la elástica figura de aquella cortesana que los muros de Angkor repetían en todas las ramificaciones de sus templos.

Así pues, a última hora se habían añadido a mi equipaje dos grandes paquetes. Uno, de casi un metro de largo, otro, de un poco menos pero mas grueso. Me dije: bueno, de todas maneras, salgo de aquí... trayecto directo a Bangkok, lo dejo en el hotel y más tarde, un taxi al aeropuerto soluciona el problema del transporte... Todo aparentemente muy fácil.

Arrancamos. No muy lejos de Siem Reap (Angkor) el asfalto desaparece, queda una cuarta parte del país por delante, el minibús debe llevar años sin suspensión, se parece al Toyota de su inestable y amorosa Osita. Enormes socavones surcan la pista como si de la superficie lunar se tratara. Unos kilómetros más adelante la carretera queda en un ancho de apenas dos metros. La estación de las lluvias deja el campo inundado, en algún momento la carretera desaparece bajo el agua, el conductor arremete valientemente timón en mano la travesía; yo le miro la cara, nada, impasible, una ligera sonrisa, como si fuera pensando en su novia o en el chiste que le contaron durante el desayuno. Tras una corta tregua aparece el barro, grandes rodadas hundidas alternativamente en uno y otro lado de la pista forman un barrizal sólo apto para el paso de elefantes; pero nada, el conductor apenas si hace un gesto, el minibús escora a estribor, escora por estribor, se le hunde el culo, resbala, el motor ruge y poco a poco, con ligeros resoplidos acompañados de resbalones, termina por alzarse sobre el talud de barro de la parte opuesta. El argumento se repite durante horas.

Los niños de todas las aldeas salen a la pista con una emoción y una sonrisa esplendorosa a cantar su bye-bye. Cabañas de paja, alguna casa, carros, agua, barro, mas barro. Por delante asoma una larguísima caravana de camiones. Paramos, se baja el conductor, echa un vistazo hacia el principio de la fila y vuelve a subir, arranca y tira por el carril de la izquierda; sobrepasamos a treinta o cuarenta camiones, llegamos al puente, detiene el vehículo, evalúa la situación, calcula. Al puente de hierro le falta una segunda mitad en sentido longitudinal, no se ve; cuando el minibús avanza se puede observar que parte de la estructura se ha derrumbado y a partir del medio, después de un brusco cambio de rasante marcado por el hundimiento, la pista se ha transformado en un peligrosísimo plano inclinado que por supuesto el minibús atraviesa con decisión pero con los huevos de los pasajeros a la altura del cuello. La ley de la gravedad desplaza a todo el mundo ahora peligrosamente hacia babor.

Después variaciones sobre el mismo tema. Nueva parada, asomo la cabeza por la ventanilla, enfrente hay otra interminable fila de camiones, esta vez mucho mas larga que la anterior. Me bajo junto a otros pasajeros, labor exploratoria; después de doscientos metros aparece un puente y un trajín de gente que sube arena y piedras hasta una enorme hormigonera que lo cruza de parte a parte. Un numeroso grupo de hombres y mujeres atraviesan el río por un vado con el agua hasta la cintura empujando un par de carros a través de la corriente. Me imagino esperando que fragüe el cemento para poder pasar. Un rompecabezas que no logro descifrar. Mientras tanto me dedico a lo mío, el reportaje fotográfico de la ocasión no se hace esperar; mi cámara recorre los rostros de la gente del país, de los niños, de los acarreadores de graba, de las incidencias del río que ruge achocolatado allá abajo. Pero de pronto el corazón me da un brinco, sea lo que sea están los paquetes, sí, los paquetes, casi dos metros de paquetes si se pone uno a continuación del otro. Si me subo a ellos puedo hacer una balsa y atravesar el río sobre ella, pienso. Eso veo hacer a muchos pasajeros, coger el petate, arremangarse y meterse en el río; después de todo la idea no es tan mala. Dos estructuras de hierro lo cruzan de parte a parte, ayudando al miedo a protegerse contra la corriente, que es muy fuerte en el centro. Otro problema añadido, la cercana frontera la cierran un par de horas mas tarde. Ya me veo con mi balsa-paquete transformándola en un paquete-vivac al pie de la frontera. No sería la primera vez, que ya me tocó pasar la noche a cuatro mil metros de altura en un gélido collado de los Andes a la espera de que abrieran el garito de la aduana.

¡Oh!, pero basta de bromas, cuando llego al minibús, observo que la mitad de los pasajeros han recuperado sus pertenencias y se dirigen al puente. Oigo que van a cruzar el río y que en el otro lado tratarán de encontrar un motocarro para llegar a tiempo a la frontera. Estoy desorientado, me imagino arrastrando mis delicados envoltorios por medio mundo, a través del barro, caminando en la noche como en un mal sueño. El río, el camino, la frontera, un puente, la otra frontera y buscar un hotel en la noche, si lo hay. Y empiezo a sudar por culpa de mis paquetes, yo tan presumido todo el viaje con mi escaso equipaje de siete kilos, sin tropezarme nunca con viajeros cuyos pertrechos no abultasen menos del doble del mío; y ahora esto. Ahora soy el hombre equipaje, todo bultos con un resquicio para asomar la cabeza sobre ellos. Sudo devanándome los sesos para encontrar una solución. Me entero, además, de que hasta la frontera faltan cuarenta kilómetros de barro y rodadas; queda un puente derrumbado y unas cuantas contingencias todavía no imaginadas. Cuando me voy haciendo una idea del asunto, alguien se ofrece a ayudarme, aunque la persona en cuestión me mira con recelo pensando si habré entendido que habrá de haber propina, sin lugar a dudas. Tip, tip, repite de continuo, aquel hombre.

Cargamos cada uno un paquete y una mochila y abandonamos el minibús. Llegando al puente, se abre una luz en mi intriga cuando veo que mi acompañante, junto con otros pasajeros, toma un camino a la derecha, en lugar de aquel que usan los lugareños para atravesar el río. Un espabilado ha encontrado el modo de escalar los contrafuertes del encofrado que están llenando de hormigón y allá van. Atravesamos sobre unos tablones, que se comban peligrosamente sobre el vacío, hasta alcanzar el principio de una alta estructura de hierro, en donde una numerosa fila de pasajeros se van pasando los bártulos por una escala vertical metálica de unos tres o cuatro metros de altura que les separa del otro lado de la calzada, mas allá de la parte derrumbada del puente. Yo veo pasar mis paquetes, mi macuto, de mano en mano. Después soy yo el que se encarama a la estructura de hierro. Ejercicio de escalada sobre las aguas rugientes del río. Indiana Jones en escena. El agua ferruginosa ruge entre los barrotes del andamiaje indiferente a esta improvisada procesión de alienígenas con voluminosos bultos entre las manos. Sobre la tierra firme, ya al otro lado, alcanzamos el camino sorteando entre hondos charcos y camiones cuyos bajos, al otro lado del puente, aparecen pertrechados para una larga espera; la paciente población de la carretera duerme la siesta o juega a las carta esperando a que fragüe el hormigón que una larga fila de peones fabrica cubo a cubo transportando cemento, arena, y agua desde el río. Dos, tres, cuatro, diez días de espera, ¡quién sabe!

El barrizal de la carretera internacional Camboya-Tailandia está sembrado por un trafico paciente y con humor. Tras un kilómetro, la pista se despeja, un matrimonio francés de mi edad que no habla inglés, intenta aclararse de lo que sucede; hablan circunspectos del futuro mas inmediato. Metros mas allá tropezamos con un motocarro. Los primeros pasajeros están discutiendo el precio con el conductor, dos horas hasta la frontera. Me acerco, cargado todavía con el paquete más voluminoso; el precio queda fijado en diez mil reales, o en cien bath, o en dos dólares y medio por pasajero, como se quiera. La cifra universal de pasajeros por vehículo de estas características y en estas circunstancias está en torno a las veintidós personas (ya lo constaté en Pakistán atravesando el Himalaya, o en Chiapas, en la Selva Lacandona), veintidós personas, sólo que en este caso son veintidós más veintidós macutos, más mis dos breakable paquetes (frágiles, vamos). Así que veintidós, y en el centro the breakable parcels. Siempre habrá alguien que advierte al que se sube de nuevo en el motocarro: “breakable”. Fotos a mogollón, todo el mundo quiere llevarse un recuerdo de este cacho de aventura.

Y arrancamos y aparecen los paraguas, que cubren a todos los viajeros; y las japonesas que van encima del voladizo sobre el conductor se ríen a carcajadas, divertidas como niños pequeños. El autocarro salta como un demonio amenazando con hacer caer de su púlpito a las niponas; zozobra, resbala; no hace falta repetirlo, barro a montones, el motor ruge endemoniadamente. Alguien señala unas nubes cercanas, se hacen apuestas. Al poco rato empieza a chispear. Yo saco mi impermeable para tapar cuidadosamente mis paquetes. Lo que había que ver, yo mojándome y mis paquetes tapaditos, los trato como si fueran bebes. El motocarro para y el conductor rebusca entre la impedimenta una lona con la que cubre pasaje y equipaje. Llueve, las bromas se prolongan un rato. A lo lejos retumba la tormenta haciendo culebrillas sobre el horizonte. Pero la cosa no llega a más. Una hora mas tarde llegamos a la frontera. Descargo, arrastro los paquetes hasta el control de pasaporte, paso por la aduana; el aduanero me mira circunspecto, señala mis paquetes, yo pongo cara de cordero degollado cuando éste hace intención de abrirlos. Asustado, saco precipitadamente de mi cartera un papelito azul, la factura; se la tiendo. El aduanero lee despacio su contenido, se le escapa una apacible sonrisa cuando su mirada cae sobre las líneas que describen el contenido de los paquetes. Me devuelve la factura y me indica amablemente que puedo pasar: ¡Ufffff!. Mis paquetes y yo atravesamos la frontera, un quebradizo puente de madera. Estamos en Tailandia.

Dentro de los paquetes, celosamente protegidos, a salvo del barro y de las aguas achocolatadas del río, viajan el enigmático buda y la apsara que había comprado antes de abandonar Angkor.

Bangkok

THAILANDIA. Los recuerdos de un reciente viaje a Oriente son hoy media hora de vuelo, unos visillos que movía la brisa de la mañana, una madrugada en Angkor, algunas incidencias en el transporte de una talla en madera de un enigmático buda y la experiencia de una noche de anhelos.

El avión sobrevolaba alguna parte de Alemania. Un viaje a Oriente ¿en busca de qué? ¿el Santo Grial? ¿el Vellocino de oro? No sabía muy bien por qué me había visto envuelto en aquella repentina decisión. Quizás una revista encontrada accidentalmente en la que había leído un artículo sobre Halong Bay en las cercanías de Hanoi, acaso un libro de Pierre Lotti, hojeado apresuradamente en la Cuesta Moyano, que hablaba de Angkor. Por lo que fuera, parece que a última hora me había impuesto la necesidad de estar despierto, de agarrar las disposiciones tomándoles la delantera; en este caso asomarme a la ventana del mundo para contemplar si éste me decía algo o no en ese preciso momento de un mes de julio. Uno se hace en cierto momento árbol del camino, crece y echa raíces, se aúpa sobre el paisaje y envuelto por la noche o por la meteorología hace sus deducciones sobre el mundo y sus senderos; los ciclos de la vida se repiten y un buen día nos quedamos mirando al horizonte con la mirada perdida porque la realidad llega a nuestros sentidos envuelta en reiteraciones, sopla un viento agradablemente tibio que ayuda a mantener nuestro gesto amable, tranquilo de quien ya vivió muchos inviernos y muchas primavera antes de llegar aquí. Miraba distraídamente por la ventanilla del avión un mar de nubes a la caída de la tarde. No debo tener prisa, intentaba convencerme; ni eso ni tratar de verlo todo; escucharme, mirar, recordar el timbre de la voz de la gente, tiempo de reflexión.

Cuando el avión se vuelve a elevar sobre la ciudad de Frankfurt, el polvo del camino subía a lo lejos. La lluvia lava las hojas de una tarde llena de oro, el viento las mece colgadas sobre el cielo como si fuera una colada; el duro sol del verano abrasa el asfalto, la línea oscura que corre entre el amarillo pajoso y los árboles solitarios. Media luna flota en el horizonte adornando el lienzo con ramas, árboles y campo tostado. Un árbol tiene algo de eso que yo percibo en sí mismo esta tarde. Me siento más árbol que viajero. Marcharse a Oriente para ver qué pasa; es una buena razón, una luz, una idea, una emoción. La laxitud se corresponde con las cualidades del árbol. Ahora me pesa el ánimo tanto como a esa rana del relato de Faulkner a la que hicieron tragar un puñado de perdigones.

Bangkok. Dos días después me despierto bajo el chorro del ventilador con el sol ya alto. Me llega una agradable sensación de bienestar; abro los ojos despacio despacio, saboreando el encuentro con la mañana. Enseguida me llama la atención el suave balanceo de los largos visillos del ventanal frente a la cama, los miro durante un rato como si contemplara las llamas en el fuego de la chimenea. El movimiento de la tela me recuerda aquella mañana otros visillos que colgaban hacía muchos años en una habitación de Cevo, un pequeño pueblo de la Alta Lombardía. Compartía la habitación con mi amiga María; una gran cama de matrimonio y una ventana en donde el gracioso balanceo del organdí de los visillos distraía mi tensa vigilia mientras ella dormía plácidamente a mi lado cargada con el peso de una promesa de castidad hecha a su previsora madre poco antes de salir de casa. Un exceso que hube de sobrellevar todo lo que duró mi larga estadía en los Alpes. ¡Oh, las enseñanzas de la madre y su muy bien aprendida lección de llegar intacta al matrimonio...! Así se quiso desquitar después, cuando las celebraciones de la boda quedaron lejos; ella, que albergaba en sí una folladora compulsiva sin saberlo, sólo unos débiles apretones permitió, y eso tras la larga travesía de la Meije, en circunstancias un tanto heroicas después de pasar la noche en una grieta abierta en el glaciar a más de cuatro mil metros de altura donde nos retuvo una aparatosa tormenta. A un apretón apresurado bajo las mantas de un refugio y a un ejercicio de emergencia entre sus muslos bajo su provocadora minifalda, quedaron reducidos los escarceos con María por aquellos tiempos.

El bamboleo de los visillos termina por llevarme a los muslos calientes de María. He recuperado el sueño del viaje y me siente bien aunque con una sexualidad disparada que se despierta despacio con la brisa, la tela, la ventana, aquella lejana noche de castidad. Coloco el escenario, rindo tributo al lingam erguido entre mis piernas, celebro el encuentro consigo mismo, la suavidad con que las piezas de la melodía van encajando unas con otras. Llamo a paisajes concomitantes, busco en el tiempo.

Pienso en cómo la pereza y el desajustado sentido del tiempo estropean una parte importante de la sexualidad. Raramente la oportunidad y las disposiciones se ponen de acuerdo para diluir el tiempo en un vagar de olas y sensaciones, raramente. Vagar de olas, curiosear, tocar. Cuando en la India se visitan esos pequeños templos cuya desnudez se viste de flores en torno al lingam, que preside el lugar, uno es parte de esa liturgia intemporal que debería presidir una parte de la vida. Una liturgia que no imagino ni exclusivista, ni de pareja, que pienso como tributo a los cuerpos, a ellos mismos en la tibieza de la mañana, al calor del atardecer. Reflexiono sobre la gratuidad de vivir el momento, sobre las inhibiciones, los omnipresentes y embrollados estados mentales que atan al hombre de la calle de Occidente.

Me encuentra ligero de equipaje esta mañana. Estiramientos, desayuno frente al tránsito de la calle, y a caminar. En la mochila la cámara, un cuaderno y un bolígrafo, todos los pertrechos necesarios para patear la ciudad. Hoy serán las calles y las techumbres de los palacios apuntando al cielo y a las nubes, los retratos, escenas de mercado, el río y los chiquillos desnudos saltando al agua desde un trampolín improvisado. Más de cinco toneladas de plata para enlosar el suelo de la Silver Pagoda, mil kilos de oro para un buda, más un millar de diamantes para completar la decoración del lugar. La fijación universal de las religiones en torno al oro y la plata, una notable incongruencia de la que no escapa ninguna de ellas... Miro aquello y soy incapaz de encontrarle significado al asunto. El valor de las cosas, la moneda en uso a lo largo de la historia de la humanidad, también sirve para la ultratumba y las reencarnaciones de todos los colores.

El ostentoso abigarramiento, el lujo y el valor monetario como expresión de incapacidad creadora. La riqueza confundiendo con su halo de poder y sugestión al mundo entero de todos los siglos. Los poderosos valiéndose de los técnicos y de los artistas para hacer posible el camino de sus excentricidades, se tornan patéticos cuando no son capaces de superar el binomio arte-lujo, arte-exhibicionismo de poder. Quien tiene el poder expolia al que no lo tiene, y convierte el producto de la expoliación en cadenas, en altar, en los que los expoliados rendirán pleitesía en el futuro a sus explotadores y a los ancestros de los explotadores. Ese puede ser uno de los significados, de los atributos del oro. Los creadores permanecerán en el anonimato porque serán solo un utensilio en la consolidación de las relaciones de poder.

A la salida del palacio de Vimanmek, se desplomó el cielo y la ciudad se hizo agua y estrépito. Junto a unos soportales en que nos refugiamos el conductor de la motocicleta y yo, el agua llegaba más arriba de los tobillos.