El entendimiento de lo grande

VENEZUELA. CANAIMA 2. Segundo día. La larga ascensión por el río durante dos días terminó bajo los mil metros de cascada después de una buena caminata que tuvo su momento más bello en la travesía y ascensión de la selva que crece a los pies del salto de agua. Una humedad relativa que se acerca al punto de saturación facilita que crezca una exuberante vegetación que acabó con mis provisiones de película; esos líquenes que no me canso de fotografiar y que aquí muestra una variedad de tonos magníficos en la suave luz de la niebla matinal. Las aguas, bajo el efecto de la descomposición vegetal, llevan en suspensión una sustancia, tanino se llama, que le da un bello aspecto de jarabe anaranjado; el suelo, donde no es un laberinto de raíces, forma una espesa alfombra de hojas que produce el efecto de estar andando encima de varios colchones de gomaespuma. El bosque chorrea humedad, los verdes son encendidos, lujuriosos. Los cientos de metros cúbicos de agua que se desploman forman sucesiones de cortinas que caen armoniosas solapándose unas a otras y jugando sus encajes con la niebla y con el fondo negro de la roca, descienden increíblemente lentos, el agua se dispersa cientos de metros más allá de la vertical formando un diluvio que riega permanentemente el bosque.
Cascada de El Ángel, Canaima, Venezuela
Toda la selva inmediata parece formar parte de esta cascada gigantesca, la masa principal de agua se derrumba envuelta en hilachos de niebla. La vista es fantástica. Los turistas somos una panda de extraños en este paisaje grandioso, jugamos sin penetrar el momento, nos hacemos fotos, nosotros y la cascada, nosotros y el letrero donde se la nombra. Hay algo infantil que ronda a los visitantes frente al famoso espectáculo: el documento notarial, el certificado de yo estuve allí.

Cuando regresamos junto a la embarcación, el pollo a la hoguera estaba en su punto. Después sería descender el río a un velocidad que ponía a prueba los nervios cuando atravesamos los rápidos. Todo el recorrido está rodeado de selva impenetrable sobre la que se yerguen montañas y paredes espectaculares. En el campamento llueve, la torrencial lluvia de la tarde cae visto y no visto con violencia sobre los tejados de zinc.

Al final de la tarde me sumergí en la lectura, César Vallejo y Alejo Carpentier eran mis dos acompañantes de esta expedición. Aquella noche se sustituyó en el campamento el whisky por la guitarra. El resultado era óptimo, las voces de los venezolanos se mezclaban con los ruidos de la selva. Me recordaba el ambiente de los refugios italianos allá por los años setenta.

Cascada de El Ángel, Canaima Venezuela

Día tercero. Mi cuerpo, que ese día no tenía deseos, durmió junto a la playa y escuchó a Bach mientras miraba cómo las cascadas de Camaima pintaban en el aire bellos arco iris.

Presente continuo en frecuencia de espera.

Eché cuentas: dos meses y medios que habíamos salido de casa; entre la semana anterior y aquella había transcurrido un pedazo de los Andes y un trozo de selva. Ahora, la otra selva, la grande, la que baja hasta Manaus y sube hacia el Pacífico, aparecía ante mí como un hermoso sueño que atravesar.

Los ríos de América son lentos, no están hechos para nuestras prisas de occidentales. Ni perdidos en la selva deja de oírse el metrónomo:

tic tac tic tac

(las notas tienen su tic tac

los deseos tienen su tic tac

tic tac tic tac.

El viajero tiene su tic tac

el Amazonas es largo y tiene mucho agua

tic tac.

Mi vida no es un río

ni la muerte es un mar,

tic tac tic tac

la muerte no es el mar).

“Nunca, sino ahora, supe que existía

el canto cordial de la distancia”

La necesidad del metrónomo y la distancia:

del calor y el frío,

del tiempo lento de los ríos,

lentos porque hay rápidos,

silenciosos porque un estruendo recorre palpitando

el corazón del agua.

La síntesis de los contrarios:

la sangre del tiempo

fluyendo en la calma mayestática del río dormido,

la quilla abriendo en canal

el espejo sólido en que se miran

las nubes y los árboles.

El misterio de los caminos extraviados:

Los deseos, mariposas locas

revoloteando sobre una zapatilla color fosforito

(it’s the colour, sais the japanees).

El color de unos ojos,

La sonrisa de mi sobrina Alicia

el día que hizo su primera comunión,

que entonces vi en la cara de una niña indígena.

Tarde sin deseos.

Rasca que te rasca (mosquitos mierderos)

rasca que te rasca

de noche estrellada,

de espera.

I’m waiting for...

I don’t know what

I’m waiting, nothing more.

Aspetare.

Forse questa notte...

quizás en el agradable balanceo de la hamaca,

cuando llegue el silencio

y la noche y yo podamos hablar de tú a tú

como amigos en la intimidad.

Quizás.

Día cuarto. “Si estaba ahí era por alcanzar el entendimiento de lo grande” (Alejo Carpentier, El acoso)

La necesidad de lo grande, de lo hermoso corre por las fibras del ser como una corriente encantada que fuera capaz de sacarnos con su llamada de los ciclos de lasa cotidianidad. Cada vez queda menos espacio para lo extraordinario, que se diluyó poco a poco en los caminos de la infancia y juventud; el mundo se estandariza necesariamente y la compañía de la seguridad que aprendimos a llevar a todas partes como condición sine qua non, mediatiza nuestros movimientos; también el mundo se organiza, varios millones de livingstons y stanleys recorriendo cada día el mundo de un lado para otro termina por disolver el halo mágico del misterio, la aventura se expende en sucedáneos que son a punto la justa servidumbre de nuestro arrogante dominio del mundo: aventura enlatada y descafeinada para todo aquel que disponga de unos pocos dólares.

Río Carrao, Canaima, Venezuela

Sigue, no obstante, vigente la cita de Carpentier, el entendimiento de lo grande, si somos capaces de no banalizarlo, puede rondar tanto en las notas de una sinfonía como en el canto del anchuroso río que se deslizaba bajo la lluvia quedo y como de plata en la noche del principio de esta aventura; si somos capaces de meter nuestra carne en la carne de la naturaleza, de la selva; si somos capaces de ver, de oír, de aislarnos en los embates y el fragor del interior de la cascada del Sapo, del turismo organizado; capaces de limpiar nuestros oídos y nuestra mirada, de acercarnos al estado de gracia que exigen los ríos, las selvas, las montañas, los desiertos, para entregarnos al secreto misterio de la naturaleza. Amada por demás que no se entrega como ramera al precio de unos dólares, sino en el amoroso forcejeo de una ternura y una sensualidad sin paliativos.

Quinto día. Mañana de bus. Tras varios días de agua y aire, volvíamos a rodar por la tierra. Sólo faltaba el fuego, el espíritu que activa las otras energías primarias. Lo que está en potencia en nosotros, lo que dormita en nuestro interior, de la misma manera que lo hace el fuego en la médula de un leño, parecía que estuviera aguardando allí el momento de transformarse en espíritu del aire (¿es acaso Ariel, el personaje de La Tormenta, de Shakespeare?).

Nos faltaba el fuego, pero el fuego, como elan, como naturaleza sutil de las cosas, debe ser cosa de uno, no del paisaje, ni del viaje. Quizás pueda ponérsele en el mismo plano que ese otro concepto que de vez en cuando me asalta: gracia, estado de gracia; fuego, disposición anímica para acercarse a la realidad y penetrarla, interpretarla al calor de un empuje interior sensibilizado en el impacto con la realidad exterior. Horas de fuego igual que hay horas de tedio y hastío, periodos de sequedad, jornadas de indiferencia o abulia.

Hacia la cascada de El Ángel

VENEZUELA. CANAIMA. 1. Una ligera tiritona encima era el resultado de dos horas de navegar río arriba bajo la tormenta. El lugar, un campamento en algún indeterminado rincón de la selva a donde llegamos ya con la noche cerrada. La imagen de los tepuyes en negro sobre la niebla azul rasgando el contorno de las laderas, en medio de la lluvia; la embarcación abriendo un violento surco de espuma; algunos relámpagos retumbando en los costados oscuros de las montañas, eran imágenes para las páginas más nobles del álbum de los recuerdos. Un punto culminante entonces en el viaje americano que empezó en Ciudad de Méjico y terminaría en el Machu Pichu.

Primero fueron cuatro horas y media de “Cristo viene ya”, una estrecha carretera al norte de Ciudad Bolívar, con la leyenda del advenimiento de Cristo cada pocos kilómetros, en artísticos carteles de tonos azulados. En esta parte del país en donde no es fácil encontrar un libro, pude observar durante una parada de las de hacer pis a un vendedor de anacardos, mil bolívares la bolsita, leyendo ensimismado una lujosa Biblia de broche metálico encuadernada en cuero. El negocio se atendía solo, el hombre joven leía concentrado. En tiempos como los nuestros Jesús habría optado por planear en el aire del Parque Nacional de Canaima en lugar de pasearse por la superficie del lago Tiberiades. Habría sido una muy buena razón la belleza de estos lugares, aunque no estoy muy seguro de que el Evangelio abogara por razones estéticas.

Canaima, Venezuela

La pequeña avioneta que nos llevaba había sido estibada con sandías, dos decenas de gruesas y alargadas sandías hacían de contrapeso a los cuatro pasajeros que volábamos esa mañana. ¡Demonios, cómo se movía el aparato! ¿No recordáis cómo se hace el avión para que el nené de turno se coma la papilla? Pues así y con las tripas mirando con un ojo a los meandros achocolatados y con el otro pendiente de la cordura del piloto que hacía subir y bajar a ese trasto rozando demasiado de cerca para nuestro gusto la superficie plana de un tepui. Los árboles aparecían como repollos sobresaliendo de una inmensa caja de mercado. En la noche supimos alguien nos contó del piloto. Sí hubiera conocido antes su historial, su alias el Caimán, de apellido Madriz, probablemente no habría volado tan tranquilo pese a los abrazos con que nos recibió; vuelo demasiado agitado para mi estómago poco habituado a los sustos de la montaña rusa.

Cascada del Sapo, Canaima, Venezuela

La avioneta aterrizó sin novedad en Canaima no sin antes sobrevolar la laguna que enmarca la famosa colección de sus grandes cascadas.

Nuestro guía, Cristian, era un hombre extravertido y amante incondicional de estos parajes; un buen admirador también de todos los exploradores que se adentraron durante años en las montañas de Canaima. Antes de pegar la hebra frente a un increíble arco iris que nacía en la oscuridad aceitunada del río como un puente de juguete, poniendo su otro pie en un prominente tepui, habíamos atravesado la cascada del Sapo a pie bajo una impresionante cortina de agua. Hay momentos en que no se ve; en que el agua te tira; el fragor es ensordecedor; en algún instante llega a la cintura mientras se aguantan sus embates agarrados a una pasarela de cuerda que se sigue a tientas. Aquello imponía.

Tras media hora de navegación río arriba, la embarcación remonta un peligroso rápido liberada de los pasajeros; dentro va nuestro equipaje, me acuerdo tarde del dinero y la documentación que no tuve la precaución de rescatar del macuto. Mientras tanto un camino color canela entreverado de vainilla y chocolate, sigue la orilla arraudalada del río. Esperemos que no haya que buscar el pasaporte en el légamo de los meandros.

Sobre el río el cielo se ha cerrado y ha convertido las grandes montañas del fondo en un lóbrego paisaje donde alumbran los flashes de la tormenta. En el lado opuesto, la sabana, el campo abierto, se estrellan contra dos tepuyes de paredes rigurosamente verticales. Presiento que me he quedado corto con mi provisión de diapositivas: los meandros, las coliflores de los árboles desde el aire, las masas de agua desplomándose, el arco iris como un raudal de luz naciendo del lecho del río. Hago unas tomas de una de las columnas del arco volando sobre un suelo de rocas y arenas de suave café con leche; después me subo a la embarcación. Comienza a llover; es divertido, sólo llevamos el pantalón corto y el chaleco salvavidas. Sin embargo río arriba el aire se pone pastoso y como de brea. Desde la proa se suman los raudales que escinden la quilla en forma de cortina de agua que terminan cayéndonos encima empuja dos por el viento y la velocidad.

Canaima, Venezuela

Apenas deja de llover. Las aguas se han vuelto inquietas con la tormenta; hacia el sur aparece el perfil de nuevas montañas cortadas a tajo sobre la profundidad del río; ancladas más allá de la oscuridad, sobresalen entre los panes de niebla que se agarran a las paredes negras próximas. Los azules se apagaron tras la cortina de agua y ahora son pura gama de grises con una línea clara que flota en el río reflejados por los huecos de luz que se abrieron como un boquete hacia el horizonte. Mientras tanto la temperatura desciende, acabo un carrete de diapositivas, miro resignado al frente, tomo algunas fotografías en blanco y negro; llueve y no me atrevo a echar mano a otro carrete de color. Cristian, nuestro guía, que ha empezado a comprenderme, para en algún momento la embarcación para facilitarme la tarea de algunas tomas. Terminamos haciendo cabriolas para poner un nuevo carrete. El perfil del barquero, sentado sobre la proa, deja una sombra sellada bellamente contra los reflejos simétricos que bailan arriba y debajo de la línea de los árboles. Muy poca luz, pero pruebo, coloco las sombras próximas contra el fondo despejado, junto a las montañas, las compongo de manera que sus formas emerjan como contrapeso de la silueta que se sostiene erguida en la proa.

La cortina de agua describe un arco a la altura de mis ojos. Hace frío. El entorno es impresionante, coincidencia plena de un momento de excepción convocado por los juegos de la tormenta, el motor rompiendo la calma del río, la noche cada vez más noche. Parece increíble estar aquí, en el medio de esta cosa compleja y bella, fría, confiados ciegamente en que un motor siga dando vueltas en medio de la oscuridad acuática, confiando en que en algún recodo el río, de la noche, aparezcan las luces de un campamento, una playa, algo que rompa la duda de que no estamos a merced del río, de la oscuridad, de la selva.

Una ráfaga de agua se nos cuela como un bofetón por encima de la borda. Con noche cerrada, en algún momento la embarcación gira a estribor y se adentra por un río menor, el Aonda; pocos metros más allá, las luces del campamento aparecen diseminadas entre los árboles de la orilla.

Canaima, Venezuela

La tertulia se prolongaría por mucho tiempo después de la cena. Cristian disertaba en inglés delante de su grupo sobre el programa para el día siguiente; lo hacía con manos, ojos, cabeza, con el cuerpo entero; se encontraba en su medio, el rey del mambo. Al rato hace un apartado con nosotros y, aunque le decimos que sí hemos entendido, inicia una nueva charla (socorro!) que poco a poco fue subiendo de tono de tono y se ramificaría hasta el infinito fuera del tema que le había traído a conversar con nosotros. Era incapaz de estarse quieto, subrayaba las palabras, les ponía una tilde de metro y medio de ancho. Todo era extraordinario en sus relatos: un ermitaño lituano de los años cuarenta, que vivió sólo aquí y que él conoció de niño; un topógrafo alemán que midió el tepui que corona el centro de Canaima (setecientos cincuenta kilómetros cuadrados), también solo; algún piloto que se tiraba desde el borde superior de la cascada del Angel y remontaba el vuelo a unos pocos metros del suelo; un duelo entre un piloto de helicóptero y un paracaidista que se rifaban a ver quien era capaz de descender más rápido, uno con el motor apagado y el otro con el paracaídas recogido. Cosas así. Hay que decir que entre historia e historia se llenaba un medio de whisky con hielo. Llegó a formar un numeroso corro a su alrededor mientras seguía indefinidamente metiendo su imaginación en la maquinaria de sus palabras. Me miraba de continuo. Habíamos intercambiado algunos puntos de vista sobre escalada e historias relacionadas con la filosofía de la aventura al principio de la tarde y parecía haberse encontrado con un interlocutor que sabía que le va a comprender. No me soltaba. A última hora era incapaz de terminar los temas, se perdía, el whisky había encendido su facundia intempestiva.

En algún momento logré evadirme de la conversación. Cristian cambió entonces de audiencia, se fue a jugar al dominó con un grupo cercano. Me trajeron una vela. Me ocupé entonces de mis anotaciones de este primer día de aproximación a la cascada de El Ángel. En la mesa de al lado se oía ininterrumpidamente la voz de nuestro guía y el golpeteo desmesurado de las fichas de dominó contra la mesa, mientras más allá la selva, envuelta en una oscuridad betunosa desprendía ruidos de animales y rumor de agua.

Las dunas de Chinguetti

MAURITANIA. Llovía. Bendita lluvia en mitad del calor de Chinguetti. Llevaba cuatro días viajando ininterrumpidamente. Por fin podía despertarme plácidamente en la terraza cubierta de un albergue donde todo había sido lavado por la lluvia de la noche. Tras dejarme el tren en un páramo de arena salpicado por unas pocas casas misérrimas, tomé un todoterreno a Atar y otro desde allí a Chinguetti. Me encontraba en uno de los parajes más bellos del desierto mauritano.

En la segunda noche la brisa me trae el gemido continuado de un hombre, un orgasmo que, como la voz del almohacín, se propagaba a los cuatro vientos por encima de las casas de barro del pueblo a modo de doloroso reclamo. Era un lamento a veces desgarrador, tan dilatado, tan sin fin, que al rato pensé que no habría hombre que pudiera resistir aquella infernal orgía. Luego especulé con la posibilidad de que se tratara de uno de esos burritos tan usados en todos los países árabes. Sea lo que fuere, la tibieza de la noche era muy propicia para los ejercicios del amor. Reinaba un silencio y una oscuridad absoluta, sólo el gemido semihumano del burrito rompía la tensa quietud del oasis.

A la mañana siguiente el encargado del hotel atendió sonriente a mis preguntas sobre el misterio de la noche anterior. Había que viajar, parece, para distinguir los suspiros de un camello enamorado, con los de un hombre, o peor, con los de un humilde burrito, simpático y despreocupado que probablemente lo que quiere es dormir la noche entera de un tirón después del duro trabajo de la jornada. Así que aquello era llantina de camello o camella; estaban en temporada baja y debían de aburrirse en sus corrales, por lo que pasaban la noche clamando por lo que claman todos los bichos vivientes de este planeta.

El desierto, infinitamente dilatado, lleno de calor, con un horizonte ancho como el mar, estaba ahí temprano para mi gozo en una mañana en que la lluvia de la noche había bañado la arena oscureciendo débilmente el manto rubio de las dunas. A los pocos minutos de abandonar Chinguetti sólo el paisaje marino de la arena se extendía a mi alrededor. La superficie, endurecida por el agua, sostenía bien el paso. Era agradable caminar viendo perderse entre las dunas la silueta del camello precedida por el hombre de la túnica azul que lo llevaba de la brida.

El desierto siempre fue para mí un tema pictórico de extrema belleza; cuando empezamos a internarnos en las dunas mi cámara busca enseguida las curvas, las ondulaciones, los matices, los graciosos y leves rizos en que se transforman los taludes de arena. En esta ocasión ayudaba la luz, una luz difusa que bajaba de un cielo color añil surcado de nubes azules, un cielo muy especial. A esta hora caminar entre las dunas era una actividad agradable que tenía mucho parecido a un paseo por las salas, pongamos por caso, del Museo de Arte abstracto de Cuenca. Todo el desierto era un museo. Junto a las dunas, en largas depresiones, aparecían extensas superficies pedregosas salpicadas de tonalidad esmeralda que alternaban con variados matices de siena y color tabaco. Junto al delicado azulado marino de algunas depresiones llenas de cantos rodados, algo que recordaba a Zobel, aparecían extensiones de ocres que eran a su vez reminiscencias del trabajo de Antoni Tapies. La colección de texturas, muy extensa ya, que recogía desde tiempo atrás con mi cámara fotográfica, se vio notablemente incrementada por la conjunción de una maravillosa luz nacida de la tormenta de la noche sobre la superficie lavada del desierto. Algún día montaré una exposición con ella, haré un libro, algo que aísle los líquenes y las texturas pétreas o vegetales de su entorno para poder así apreciar la menuda belleza que encierra lo pequeño, esas manchas que pueblan las rocas de una buena parte del mundo.

En los diez días anteriores no había hecho más de veinte o treinta tomas, mientras que en media hora de desierto terminé con una buena remesa de carretes. Sumido en mi entusiasmo fotográfico perdí los rastros del camello en el suelo duro de una depresión, así que me tocó andar de un lado para otro, ya con un cierto temor en el cuerpo, a la búsqueda de las huellas.

Llegando al oasis, a los pies de un promontorio, se abre un ancho valle salpicado de pequeñas extensiones de una roca azulina poblada por resecas acacias que salpicaban el color ambarino de la arena; mirando a través del visor de la cámara se podían recoger suaves composiciones de tonalidad pastel.

En el oasis hubo té y siesta obligada bajo la sombra de las palmeras. Volver sería otro cantar. Hubo que caminar bajo un sol inclemente que calentaba la arena hasta abrasar los pies cuando éstos se hundían en las dunas, ahora ya blandas y difíciles de andar. En el último tramo, como a todo se le puede sacar punta y gusto llegado el caso, me vino en ganas darme una fuerte trotada en las cercanías de Cinguetti bajo el sol de fuego, algo que me sugirió la breve carrera que emprendí años ha llegando a la proximidad de la cumbre del Mont Blanc. Sentir el cuerpo hermosamente fuerte y poder experimentarlo era uno de los genuinos placeres de la vida. En esta ocasión, mis piernas, fortalecidas por mis habituales excursiones a la montaña, funcionaban bien bajo el calor extremo.

Abandoné Chinguetti en la reducida caja de un Toyota donde, sentado sobre el equipaje, apenas había sitio para estirar las piernas. Mujeres con amplios y llamativos vestidos amarillos y azules, una niña, un pequeñajo en los brazos, un anciano, yo. El coche corría a ciento veinte por una pista de tierra de la que se levantaba una gran estela de polvo. Una buena velocidad para meditar y reflexionar sobre la vida, pensaba yo. Había comprobado con frecuencia que estos viajes siempre tenían cierto aire atávico. Uno llega a sentirse por encima, siempre mucho más allá de esas corrientes circunstancias locales en las que las preocupaciones cotidianas se bañan. Viajar a esa velocidad sobre la caja de un vehículo pequeño lleno de pasajeros era un significativo ejercicio de ascesis.

El coche corría mucho más de lo que debiera, sabía que cualquier pequeño incidente, una rueda, un bache no visto podía hacer que todo terminara en drama, y sin embargo ahí estaba, consciente, lo quisiera o no, de la fragilidad de la vida, que era otra cosa que se aprendía cuando se llevaba una vida elemental. Era inevitable hacer la reflexión de que el hombre moderno, como los faraones del antiguo Egipto, parecía afanarse en exceso por un tiempo que no existía más que en su cabeza. La solidez de las casas que construimos, la riqueza que acumulamos sin mucha razón de ser, nuestros enormes deseos de seguridad, tantos aspectos que parecen querer espantar el hecho de nuestra simple finitud. Ver las chozas de barro, la vida del desierto, esa poca agua que irriga el palmeral, invitaba a hacer una síntesis y a considerar la vida desde su vertiente más simple.

Esos eran mis pensamientos mientras el fuerte viento de la velocidad me refrescaba el cuerpo. Bajamos una escarpada pendiente dando unos bandazos que me ponía los pelos de punta pese a mi hábito de viajero experimentado. Estabamos en las manos del Altísimo, Alá era bueno. Un par de horas más tarde comía hígado frito con cebolla, sentado a la puerta de un chiringuito. Esa noche dormiría en Nouakchott.

El tren del desierto

MAURITANIA. A unos pocos kilómetros de Nouadîbou, la primera población importante que encontré en terreno mauritano, una pequeña construcción de tres muros señalaba la estación del ferrocarril. Un desierto racheado por el viento, una vía de tren y un centenar de metros de arena ocupado por los enseres propios de la supervivencia, entre los que se movían las cabras viajeras y los niños pequeños jugando entre la impedimenta. El tren, pacientemente esperado entre la una y las tres de la tarde, no paró; pasó a buena marcha sin decir ni mu, dos kilómetros y medio de tren, un orgullo para los mauritanos, el tren más largo del mundo, decían. Transporta mineral de hierro desde el interior del desierto hasta la costa, en Nouadîbou. Quizás el de las once de la noche pare, comentaron unos pasajeros, quizás. En caso contrario habría que esperar al día siguiente o hasta el otro. Paciencia africana, me dije, a ver si aprendemos. En vista de lo cual después de comer un bocadillo, busqué un lugar en el suelo y me eché a dormir entre los hatos de los pasajeros, ocupados muchos de ellos en hacer té y en beberlo a pequeños sorbos. Los versos del Corán se iban desgranando reiterativos y monótonos desde un altoparlante con excesivos decibelios encima. Busqué mis tapones de cera, me los coloqué y, minutos después quedé dormido como un bendito.

Cuando me desperté, mis vecinos, unos beduinos que habían arrimado arena junto a la manta donde yacían para prender unos puñados de carbón, consumían las últimas brasas de un fuego de campaña en cuya picorota la tetera era el centro de atención. Los ritos del té exigían continuos trasvases entre los vasos y la tetera; lo escancian sobre los recipientes como si de sidra se tratara; da una espuma abundante como la cerveza. Un té dulzón a la menta que quita la sed y hace que la tarde sea un agradable paseo de charla y mirar las dunas.

Atardecía. De repente todos los hombres, un centenar acaso, se agruparon en dos largas filas mirando a La Meca e iniciaron sus oraciones sobre la arena con la luz extinguiéndose en el horizonte. Esperaban en la oscuridad la llegada del monstruo de hierro. Aparecieron las estrellas y una débil tira de luna se posaba por encima de los hombres de La Meca que se reclinaban y postraban su cuerpo ante la benignidad del Altísimo.

En la espera ondulada de la tarde

arrastra el viento su cabello rubio

y ardiente sobre la arena.

En la espera ondulada de la tarde

versos del Corán

sombras postradas hacia La Meca

cruzan la arena.

En la espera ondulada de la tarde

bajo un cuarto de luna

y alguna estrella

una larga fila de hombres

eleva sus plegarias al Altísimo

en este tiempo de espera.

Al fin, cerca de las doce de la noche el ojo de luz de cíclope del monstruo apareció en la nada de la oscuridad iluminando la masa de pasajeros y sus bultos de color con un poderoso chorro de luz. Transcurrieron varios minutos antes de que la cabecera del tren, dos kilómetros más allá, se detuviera. Después fue orientarse a tientas en la avalancha de los pasajeros, una lucha entre la multitud por conseguir trepar a una de las dos únicas puertas del vagón. Un señor gordo empujaba del culo a su fondona señora esposa, que arremetía la escalada con un peque en el brazo derecho, mientras con el izquierdo trataba de alcanzar un asidero para alzarse sobre el primer escalón, ya ocupado por cuatro o cinco personas. Una lucha desigual en la que ganaban las mujeres, que no se cortaban un pelo en meter sus abundantes cuerpos entre el pelotón que pujaba por alcanzar la puerta. Mientras tanto los paquetes pasaban por encima de los pasajeros izados por los que ya habían llegado arriba. Me aposté en medio de la muchedumbre, pero la presión de la masa me podía; el pelotón se movía elástico de un lado para otro como el extremo de una salchicha que sobresaliera del pan a punto de salir disparada.

En ésa estaba cuando divisé en la oscuridad el gorro de un policía asomando por la otra puerta. Dejé de forcejear en la primera y abriéndome paso con mi equipaje, se lancé hacia el gorro que asomaba entre la gente.

-¡Premier classe, couchette! ¡Premier classe, couchette!- grité al poli que aparecía junto a la puerta; lo repetía insistentemente convencido de que era el santo y seña necesario para arrogarme el derecho de una litera por encima de centenares de viajeros nativos.

Me daban ganas de reír pensando en lo que podía ser eso que allí llamaban primera clase. El policía me indicó una puerta al fondo que no había visto hasta ahora. También allí había mogollón de gente, aunque una multitud menos salvaje que la del otro extremo, que lo único que pretendía era ganar un lugar en la superficie diáfana de un vagón de ganado para poder ir sentados. Según me encaramaban a las escaleras me sacudió un hedor a orines que se masticaba. No había ninguna luz en este monstruo de hierro, así que con la linterna en la mano me abrió paso. Torcí a la derecha y me encontré con el estrecho pasillo de un tren convencional, pero con un uso tras de sí de un par de milenios; tampoco el vagón debió ver una escoba en ese tiempo. En los dos primeros compartimentos faltaban algunas de las literas, en ellos se habían instalado ya sendos campamentos en donde los enseres y las personas forman un revoltijo extremadamente colorista a la luz de la linterna. Atravesando dificultosamente entre la gente y sus bártulos con el macuto puesto, terminé asomando la cabeza en un habitáculo en el que parecían estar esperándome. Me señalaron gentilmente la litera de arriba. Se masticaba la arena en el aire, el polvo alfombraba espesamente la superficie de las literas, a las couchettes se le salían los muelles por las tripas, el suelo estaba ocupado por atajos y bultos de todo tipo y condición. Alumbré con la linterna mi litera del gallinero y lo que vi me dio un tanto grima; pero sólo duró unos segundos. El muchacho de enfrente me ofreció enseguida un paquete de klinex a modo de instrumento de limpieza. Merçi, dije, e intenté corresponder a mi compañero con una agradecida sonrisa. Me acomodé. Uufff, había tenido suerte a fin de cuentas. Pasajero de primera clase aunque fuera subido en el palo de un gallinero... estaba en el desierto africano, la cosa no daba para más.

Unos metros más allá de mi compartimento, una masa humana de doscientas o trescientas personas buscaba todavía un trozo de suelo para colocar sus posaderas y sus pertenencias, en un espacio que recordaba los atestados vagones de refugiados o prisioneros de guerra. Cuando a la mañana siguiente bajé a hacer unas fotos de esta segunda clase, tendría alguna dificultad. ¡Monsieur!, me dijeron desde el fondo, moviendo significativamente las manos, rien de photos. Pobres pero dignos, mostraban sin dar lugar a dudas su negación a ser fotografiados. Una masa de hombres, mujeres y niños llenaría al completo el suelo. Los vestidos de las mujeres eran una extraña fiesta de color en aquel apelotonamiento humano.

Los muelles se hincaban en los riñones. El vagón, a la cola del convoy, daba continuos bandazos, los pasajeros, un decir, hablaron a gritos durante toda la noche... pero no se podía pedir más, me sentía agradablemente instalado para atravesar esos quinientos kilómetros de desierto nocturno. Además, muy previsor yo, no olvidé mi orinal de campaña. Nada más dificultoso que imaginarse dos, tres veces atravesando en la oscuridad por encima del gentío y sus enseres, para dar con el agujero negro de los orines y las deyecciones, que ya me había golpeado la nariz con su aviso de averno tenebroso nada más alcanzar el estribo de la puerta del vagón. Así que con mi botella de agua y mi pipiómetro al lado, contento ya, me dispuse a dormir.

Y dormí como bendito, pese a los muelles y a los bandazos, dentro de la oscuridad neta de ese monstruo que atravesaba la noche del desierto como un fantasma de hierro.

Por la mañana, en el patio de butacas, se hacía té, un desayuno improvisado sobre una cocinilla de carbón que se repartía religiosamente entre todos los pasajeros. El té se alternaba con el líquido espeso de una sopa color pardo que bailaba en un barreñillo; el recipiente pasa de unas manos a otras, diez, doce personas. Tras el fresco de la noche, en el ático, el calor empezaba a subir alarmantemente después de las nueve. Me dirigía a Choum siguiendo el límite fronterizo con Marruecos, un trazado recto dibujado sobre el mapa con un tiralíneas.

Changchug fin de trayecto

TRANSIBERIANO 5. Epílogo. Diluviaba desde la noche anterior. Por la mañana nos habíamos encontrado con que la ducha no funcionaba. El hotel estaba vacío. Nos trasladaron a una suite de un lujo decadente. Baño, sauna, aire acondicionado, salón, vídeo... no faltaba nada. Nos echamos a patear la calle; era un mundo de contrastes esta ciudad; altas vallas y complicados sistemas de reconducción de los peatones pretendían dirigir a los viandantes hacia los pasos a distintos niveles que cruzaban las calles; pero eran los restos de un intento fallido; los responsables municipales debieron desistir enseguida ante la pertinaz costumbre de la población de cruzar la calzada por el primer lugar a mano. Las vallas y los pasos lucían en la calle como una antigualla que recordara un carácter poco dado a doblegarse ante las ordenanzas, centradas en esta parte de Asia, a diferencia de los países occidentales, en organizar el tráfico de los peatones, mucho más que el de los vehículos. Sopesaba lo que podrían ser estas ciudades en el momento en que los chinos pudieran sustituir las bicicletas por un módico utilitario; no habrá entonces ciudad que resista la presión de ese hormiguero humano.

Un diluvio monzónico nos sorprendió camino del hotel. Hacía un calor delirante; desnudarse y caminar por una barroca suite cargada de largos cortinajes de oscuro terciopelo desgastado, de tapices con representaciones de amanerados floripondios, de esponjosa moquetas color vino burdeos, era tan exótico como imaginarse de Adán en algún salón decimonónico . Todo parecía estar dispuesto para inventar algún tipo de diablura. De entre sus muchas excentricidades sobresalía, sin lugar a dudas, una sauna que en seguida me sugirió la posibilidad de algún acto ritual. Era placentero llegar del hervor de la calle y tumbarse desnudo en el ambiente tibio del aire acondicionado y, contemplando ese lujo de puterío, dejarse acariciar por la suavidad de las moquetas, el satén de las colchas, la blandura de los sillones. Me llevé las manos allí abajo; me gustaban, así, llenos de calor; nada más suave que ellos, me decía, y recordaba mis siestas, siempre desnudo por la casa a partir de mitad de mayo; una constante cada primavera que recordaba con placer. En la mano izquierda sostenía el cuaderno del diario, en él aparecían tres o cuatro páginas de árida teoría en torno a ese medio mundo por el que empezábamos a transitar. Repasaba aquellas líneas cuando descubrí una cierta agitación entre mis piernas, retiré el libro; en la punta había una humedad de rocío, una gota brillante asomaba la naricilla en la parte más prominente de mi volcancito. Me llevé la humedad a los labios, me gustaba, era una humedad que se hacía lágrima cuando la ternura y las caricias se congregaban alrededor de mi cuerpo; una hermosa lágrima afloraba entonces, brillante y cristalina, en el medio de su cumbre. La lágrima era viscosa y transparente, reflejaba en su esfera el rectángulo de luz de la ventana, la oscuridad huidiza del fondo de la habitación. Las lágrimas salían a poquitos y yo las iba recogiendo con la yema del dedo y me las iba llevando a la lengua. A mi volcancito también le gustaba eso, era evidente, se ponía contento, se alzaba un poco y quedaba estirado mirando para arriba como niño que se empinara sobre las puntas de sus pies para mirar más de cerca la cara de papá o mamá.

Los años habían matizado mi sexualidad hasta convertirla en un pozo de ternura. ¡Qué lástima esa guerra contra el sexo en la que tanto empeño habían puesto siempre popes y moralistas trasnochados! Neuróticos empeñados a fondo en reducirlo, expoliarlo y encerrarlo en una cama bajo cuatro paredes. Ellos, “protegiéndonos” desde el nacimiento de los llamados “estragos” del sexo. El Señor nos coja confesaos...

Continuaba diluviando, más fuerte incluso ahora; se oía el grueso chapoteo lejano. Junto a la cama había una gran ventana, la vista desde ella era fea: fachadas interiores con escaleras de incendios, chatarra, suciedad. Habíamos encontrado el ambiente y el momento preciso para esas labores tranquilas de escribir, leer o darle tiempo al cuerpo para expresarse. Era grato pararse y dejar sedimentar las impresiones, descubrir lo que el presente dejó pasar inadvertido, recrear paisajes o rostros. Y así llegaba el recuerdo de Li Piao; Li Piao sentada en la madrugada en el pasillo del tren, esperando, aguardando a que llegara esa oportunidad que se esfumaba poco a poco con la claridad del alba; Li Piao enfrente sonriendo sin paliativos, ella misma sorprendida, quizás, de ese descaro en una curiosa mezcla de sentimientos que necesitaban recomponerse como las piezas de un puzzle, quieta y sin saber qué hacer (¡es tan limitado un compartimento de tren!)... y el tren acercándose a su destino, irremisiblemente acabando con todas las posibilidades a cada instante.

Y como otras tantas veces el tenue calor entre las piernas volvió. En esta ocasión apenas toqué a Li Piao, miré en su lugar a los ojos de la china menuda que encontramos en la frontera; llevaba un gracioso peinado cortado como a trompicones. Miré en sus ojos curiosos y vivaces. Y así se me fue un trozo más de tarde entre caricias y miradas. Al final, cuando ya la luz entraba muy tenue en la habitación, mi volcancito se convulsionó y organizó una improvisada hecatombe de fuegos artificiales. Luego todo volvió a su sitio. Me doblegaba sumisamente a lo que la tarde y el ánimo me traían. Pensé brevemente en El amante, de la Duras, amor apenas más allá de la adolescencia, impregnando su cuerpo con la temprana fuerza de la energía primera; el agua convirtiéndose en torrente, remansándose, fluyendo, volviéndose a derrumbar, adaptándose a la pendiente, a la suavidad de las flores, rodeando los cantos y suavizando las aristas; el viento doblando y meciendo el trigo y la cebada, suave y amorosamente; el sol despertando el alma de las cosas. El deseo de conducir mi intimidad a un alejado rincón de mí mismo me fue encerrando de nuevo en los límites de mi cuerpo.

Imposible saber por donde andaban los pensamientos de Berta. Era su día de cumpleaños, pero ninguno de los dos hacíamos ganas para salir a celebrarlo. Al final de la tarde ella debió de considerar que iba a ser difícil sacarme de mi estado de aislamiento y decidió vestirse para ir a por algo de cena; cena de cumpleaños, aunque yo hubiera caído tardiamente en la cuenta de ello. Un rato después oí el resbalón de la puerta. Hice un esfuerzo por trasladarme a la otra realidad de la habitación, me agradaba esa intimidad personal que habíamos empezado a disfrutar ambos, amparados en la necesidad de hacer compatible la soledad en este viaje compartido que se prolongaría durante meses. Hoy, mientras la tarde se iba pasito a pasito, ella, al tanto de todo lo que sucedía en el barroco espacio de la habitación, escribía y escribía; imposible no mirar, no ver, no oír. Sucedía de tanto en tanto; mientras uno alimentaba su fuego interior otro podía actuar de testigo mudo de los rumbos que iba tomando la tarde. La última vez que tuve conciencia de que estaba allí, sobre el satén rojo de la colcha de la cama en el que un dragón echaba lenguas de fuego amarillo, la luz final del día entraba ya mortecina por la ventana; a ella la tarde se le había ido pasando lentamente entre algunas notas y las páginas de Demonios, que compartíamos en aquellos días. Dostoievski, desmesurado siempre, sacándoles el alma a sus personajes a cada página; ese Stepan Trofimovich, como un niño entre los dedos de su patrona. Ahora ella se había escurrido misteriosamente hacia la calle sin previo aviso.

Quince minutos más tarde, los nudillos de Berta golpeaban en la puerta de la suite. Irrumpió en la habitación con un pastel en alto cantando el cumpleaños feliz. Caí de golpe en la cuenta. Espera, espera, le dije y salí disparado a por la cámara fotográfica. Besos de cumpleaños y sesión obligada de fotos: orgullo de mujer madura, sonrisa pícara apuntando hacia la desnudez del fotógrafo, sensibles los pezones bajo la camiseta verde. Mi volcancito presidió la cena de cumpleaños echado sobre la bandeja como un perrazo a los pies de su amo. Frente a nosotros una mezcla colorista de verduras y oreja de cerdo y un plato de ternera en lajas bañada en una salsa indescifrablemente exquisita. Todo acompañado de cerveza. Mangos de postre. Puse un collar anaranjado a mi volcancito para hacerle participar en el ágape, pero el fruto resbalaba sin remedio y se precipitaba hacia la bandeja de poliuretano. Continuamos la celebración en la cama. Mi chica estaba muy seria y muy tierna. ¡Feliz cumpleaños!, dijo, y alzó un vaso de cerveza en alto. Después el día se fue terminando entre sorbo y sorbo de té frío.


Manchuria

TRANSIBERIANO 4. Los dos chinos del compartimento demoraron aquella noche en acostarse, era evidente que preparaban algún lance con la chinita de ojos parlanchines. Sus largos parlamentos no parecían tener otro objeto que entretener las horas que les separaba de la noche avanzada, aquella en que sólo el traqueteo suave de la máquina de hierro, como una sonaja guardaba en su interior el sueño profundo de los pasajeros. Me producían envidia aquellos escarceos; miraba a mi timidez con rechifla, como quien tiene que aguantar la cercanía de un acompañante poco simpático para la ocasión y se dedica a hostigarlo con palabras irónicas; luego volvía la cabeza hacia el paisaje y me decía que no debía ser el destino de los tímidos participar en estos juegos que requieren algo más que sobreentendidos y miradas furtivas. ¿Tú qué sabes lo que quiere la chinita, bromeaba yo con Berta durante la cena, a lo mejor va en busca de un occidental estrábico como yo?

Ella se reía, le excitaba esa mirada cruzada que había descubierto aquella tarde entre Li Piao y yo, el único eslabón hasta ahora que bailaba en mis expectativas y que conseguía que mi sistema nervioso sufriera un cierto estremecimiento cada vez que lo recordaba. Apenas había durado el corto fragmento de unas décimas de segundo, pero no había duda, la medio sonrisa de Li Piao había dejado una ventana abierta; sólo tendría que encontrar la ocasión. Si es que había tiempo. La velocidad del tren se me antojaba excesiva, probablemente no quedaba más que unas horas por medio; después todo habría sido un sueño. Era medianoche, Li Piao daba conversación a Han, el pasajero gordinflón de la litera superior, y a otros dos más.

A mí me había levantado dolor de cabeza la estúpida partida de ajedrez de después de la cena, así que allí andaba sin hacer nada mirando de hito en hito a esta mujer menuda. Ahora hablaban de cosas serias, su aspecto se había vuelto adusto y circunspecto. A las dos de la mañana Berta todavía leía; yo hacía guardia en la litera de enfrente esperando el desarrollo de los acontecimientos. Movimientos en la retaguardia, el mundo de los sobreentendidos trataba de abrirse paso entre el follaje. El suave traqueteo acompañaba las miradas y los gestos. Cuarto menguante en el cielo, viajábamos envueltos en un apacible balanceo. Berta y yo éramos los únicos ocupantes del compartimento. La luz de la cabecera caía directamente sobre un libro abandonado; entró Han, echó un rápido vistazo al interior: se le puso una sonrisa boba en los labios al comprobar que estaba despierto; cogió la cazadora, hacía frío en el pasillo. Fuera, frente a la puerta, se oía el susurro de una voz de mujer. Me incorporé ligeramente y le indiqué por señas que podía llamar a su amiga, pero le señalé mi propia litera de manera que no cupiera la menor duda sobre la poca gratuidad de mi ofrecimiento. Han me miró escéptico, entendió rápidamente. Se le fue la cara de broma, movió la cabeza negativamente.

La conversación en el pasillo se prologó durante horas en el silencio de la noche. Al compartimento llegaba sólo el hilo fino de la voz de un hombre y una mujer. Li Piao y Han aguantaban impertérritos el frío nocturno del corredor. Me pareció estar haciendo guardia en vano. Dos veces más se abrió la puerta del compartimento, la luz procedente del exterior me sacudió en ambas ocasiones en los ojos. Han volvía a echar un vistazo rápido para comprobar si estábamos dormidos. Veía mis ojos, mi gesto invitando a su amiga, volvía a cerrar. Nada. Yo no estaba dispuesto a ceder, si Li Piao entraba, tendrían que compartirla. No sabía cómo, pero eso no importaba de momento. Mi excitación yacía paciente junto a la decidida resolución de la espera. Mi cuerpo había empezado a exudar una ternura perturbadora, el aire estaba saturado de mujer; tenso por la expectativa, podía sentir todo aquello entrando por las ventanas de la nariz con la misma intensidad con que la madreselva era capaz de inundar de fragancia los recuerdos de un pedazo de adolescencia. ¿Y el nombre de aquello? ¿Cuál sería su nombre? ¿Cómo se llamaba eso que llenaba el compartimento con el deseo del cuerpo de Li Piao? Una rendija de luz osciló indecisa en la oscuridad, dos manos que no estaban de acuerdo parecían ejercer una presión contraria sobre el pomo; terminé por levantarme guiado por la luz que se filtraba por la rendija. La puerta quedó libre, la abrí con una resolución que no me reconocía. Enfrente, Li Piao pretendía hacer creer que miraba el paisaje, una primera luz del amanecer que asomaba lívida tras los cristales como cargada con el peso de la indolencia. Hacía frío, ambos guardaban silencio. La tomé del brazo, la invité a pasar al compartimento, la atraje ligeramente hacia dentro, intenté animarla con el gesto. Después supe que habría tenido que ser más resuelto, pero entonces no fui capaz. Li Piao señalaba los extremos del pasillo, como si las puertas dormidas del vagón tuvieran ojos con que ver. Yo sabía que estas situaciones se resuelven de una manera más expeditiva, pero no pude hacer otra cosa. Solté su brazo, Li Piao me dio la espalda. La suerte estaba echada.

Transcurrieron algunos minutos de silencio. El calor me fue arropando definitivamente después de que a una larga espera siguiera el ruido cercano de una puerta que se abría y volvía a cerrarse, después de que se produjera un silencio definitivo en el pasillo. Era la señal de que las circunstancias habían apostado por una noche de soledad; me tendí en la cama, mis sentidos se relajaron, se concentraron sobre mi cuerpo, la espera había concluido. Eran las tres de la mañana. Mi anhelo quedó a merced del balanceo del tren; tendido anhelante en la oscuridad, escrutaba el camino de las sensaciones que llegaban con su vaivén de olas hasta mi piel. Todavía transcurrió una hora de apacible suavidad. Desde la cama levanté una punta del visillo, un campo verde e inundado se extendía hasta el horizonte. El tren aminoraba la marcha y pasaba lentamente frente a un grupo de peones camineros desarrapados y sucios, que miraban indiferentes el paso del comboy. Apareció un letrero: kilómetro 6579.

A la siguiente mañana a Shasha no le dio tiempo a pasar el aspirador. Entraba y salía en los compartimentos haciendo balance de la ropa de cama de los pasajeros que bajaban en Harbin; repartía los billetes a los que descendían en la siguiente estación, consultaba una larga lista e iba de un lado para otro con aspecto de persona apurada y cumplidora. Por la mañana, ya sin la intranquilidad de la noche por medio, Li Piao pareció reconciliada con nosotros; se presentó en el compartimento como una buena vecina que se despide en el momento previo a iniciar unas largas vacaciones. En esos instantes cualquier nadería había de servir a la fuerza para hacer evidente una familiaridad que no habíamos sido capaces de alcanzar en días previos. Ahora Li Piao se sentó junto a mí, amparada, eso sí, en la compañía de Han y del otro chino; tenía un aspecto relajado, sonreía. Me miraba pero no quitaba ojo a Berta, pendiente de ella como quien no está segura del terreno que pisa. Mesurar los gestos, mirar fijo, espiar lo que viene. Observar, disfrutar de la proximidad, vivir el chisporroteo eléctrico que resultaba del roce de un brazo, el muslo. Tomé el diccionario de chino; luego miré los piñoncitos de mi chinita —casi como los de un conejito frente a una zanahoria—; todavía —¡gran atrevimiento!— osé pasarle la yema del dedo por la sien; ella sonrió levemente. Sacarle la música al cuerpo; eso fue en la noche anterior. Lo de ahora era cosa de los ojos, de estética, de mujer, de ternura. Harbin. Poco después la despedida fue un desmañado beso en la mejilla y un bye bye en un pasillo atestado de pasajeros que llegaban a su destino. La verdad es que se me llenó el cuerpo de ternura después de que Li Piao descendiera del tren en aquella ciudad de Manchuria.

Todo estaba mojado, discurría un paisaje gris inundado por el agua y el barro. Había, sin embargo, una luz suave y agradable. Harbin quedaba atrás.

Por fin había hablado Berta con Shasha. Fue en el andén de Harbin después de despedirnos de Han, Li Piao y del resto de los compañeros de viaje. Shasha la había sorprendido con una enorme y hermosa sonrisa cuando Berta, muy insegura por el resultado de su gestión, le hizo comprender que quería hacerle una fotografía en su chiringuito; Shasha se demoró algunos minutos antes de aparecer de nuevo en la puerta de su compartimento, ella lo miró encantado, allí estaba, peinado, con corbata, guapísimo, presidiendo con cara de satisfacción las puertas de su feudo. Enseguida comenzó a retirar todo lo que había sobre la mesa. Después posó sonriente, sentado frente a su mesa de trabajo, con cara de ferroviario responsable. Berta tuvo que reír tras el objetivo de la cámara para arrancarle una sonrisa. Justo antes de llegar a Changchung pasó por enésima vez el aspirador al vagón.

Una hora más tarde nos despedíamos con un saludo respetuoso y formal, Shasha nos tendió la mano, sonrió y alzó levemente el brazo en señal de despedida. El tren se puso de inmediato en marcha.

Al norte de Mongolia

EN EL TRANSIBERIANO 3. Ahí estaba de nuevo Shasha pasando el aspirador. Muy serio él, muy ruso. Miguita a miguita, concentrándose en su trabajo. Los chinos, aunque fueran comunistas, no tenían nada que ver con el Shasha de Berta, lo tiraban todo por ahí, eran sucios y desordenados; en cambio su Shasha no dejaba miguita sin recoger, era atento, apagaba el cigarro cuando salía de su chiringuito aunque sólo fuera a abrirle a ella la puerta del baño; su Shasha utilizaba la calculadora concienzudamente y cobraba cuatro rublos con veinte céntimos por el agua mineral, y no cinco como hacía su compañero de bigote caucasiano.

Li Piao

El día había comenzado enarbolando en el asta la bandera blanca. Mi mente trabajaba despacio, con excesiva pesadez aquella mañana; fui consciente después de recorrer algunas páginas del libro de Bataille. Su Teoría de la religión se me atragantaba y yo no parecía dispuesto a trabajar en aquel texto como si de la Piedra Roseta se tratara; me rendía a la evidencia de que no sería capaz de digerir aquella obra. La figura de la chinita había vuelto a aparecer en el hueco de la ventana que daba al pasillo, sola, seria, demasiado aparentemente concentrada en el paisaje que se movía afuera. Li Piao, se llamaba; rondaba al chino gordinflón que dormía en la litera superior de mi compartimento. Yo no me había fijado en ella hasta la tarde anterior, tenía una dentadura perfecta, su rostro sonreía sin proponérselo; su aspecto oriental, su rostro ovalado y oscuro, el carmín de sus labios subrayando una mirada que más tenía de mujer del sur que de las tierras septentrionales de China, componían un exótico y placentero cuadro en la mañana de viaje; tenía la misma pose que aquella muchacha de azul frente al mar de Cadaqués, de Dalí. No reprimí el intento de imaginarla con menos ropas de las que llevaba, miraba su cuerpo pequeño, como de niña, la masa clara de la espalda sostenida por unas piernas fuertes y bien moldeadas. Li Piao se apoyaba negligentemente contra la barandilla y hacía que miraba distraídamente el paisaje; sólo unas rápidas ojeada hacia el compartimento, que yo había sorprendido fugazmente en ella, ponían al descubierto su interés por saber en qué momento el chino grandote bajaba de la litera o salía a hacer una excursión por el exterior. Volví al libro de Bataille, eché un vistazo a las páginas que me quedaban por leer . No eran muchas, pero no, aun así no continuaría, quizás debería asimilar la idea de que yo pertenecía a esa categoría de disminuidos a los que estaba vedada la comprensión de determinados textos. Ya me había sucedido con Hegel el año anterior.

Mientras tanto, Berta estudiaba sus lecciones de chino; llevaba ya no menos de cuatro horas pronunciando muy quedamente la grafía de ese idioma. Era las tres de la tarde y el sol que entraba por la ventana recordaba aquel otro de invierno, una caricia para acompañar la digestión. El tren corría a la altura del norte de Mongolia.

La cercanía de Li Piao se hacía cada vez más notoria, en algún momento sentí un ligero desasosiego, lenguaje sin palabras, atisbos de aproximación, ¿cómo encontrarse con el otro, tocarlo, mirarlo? Las voces adquirían una calidad cristalina y magnética. Llegaban los sonidos como el roce de una sonrisa, ritmo de baile, paisajes lentos como recorriendo con la vista una partitura; así la vida, música, música de muchas voces que sonó, quién sabe, tantas veces, que está en el aire en frecuencias todavía inaudibles esperando a despertar los sentidos agazapados, dormidos. Encontrarse una mañana con un buen pedazo de ternura entre las manos, y volverse como loco en medio de ella; y convertir esa ternura en el motor de nuestra creatividad, las cuerdas de un instrumento que habla y canta en las manos. El campo se adornaba con pequeñas nubes blancas, un rayo de sol. Belleza fugaz. Li Piao pasó y levantó, deslizó desenfadadamente, un dedo por el borde de la litera de arriba; en su cara había una sonrisa espléndida, pero la litera estaba vacía. El chino de arriba había salido. Se le deshizo la sonrisa en la boca, siguió pasillo adelante. Llegó el chino gordinflón, se distrajo con un mapa y salió de nuevo; se apostó frente a la ventanilla del pasillo, ella estaba un metro más allá pero la oportunidad había pasado, las fuerzas que tuvo que reunir para acercarse a la litera no volvieron. Allí se encontraban uno al lado del otro separados por dos míseros metros de distancia. ¿Cómo entrar ahí, meter el cazo diría yo más gráficamente, en ese plato que se estaba cocinando a fuego lento desde el día anterior frente a mis narices? Demasiados obstáculos para mi timidez, parecía decir mi mirada llena de escepticismo; sin embargo en esta ocasión, sin saber muy bien por qué, me sentí más decidido a hacer cualquier cosa si llegaba el momento propicio. Los kilómetros iban pasando y el fin del viaje se aproximaba con excesiva rapidez. El cuerpo de Li Piao empezaba a convertirse en el motivo suficiente para un viaje en tren que yo no dudaría en prolongar hasta ver en qué paraba mi capacidad de decisión junto a la reacción de la chinita de ojos oscuros y mirada risueña.

Los días primeros no había notado su presencia en los pasillos, pero desde la tarde anterior su presencia se había hecho ostentosa frente a la ventanilla de nuestro compartimento. Li Piao no lee, no juega, deja pasar ominosamente el tiempo si hacer hada. Atravesamos junto al lago Baikal, el paisaje era ahora de lomas arboladas y grandes prados alpinos con masas de abedules dispersos hacia el horizonte. Desfilaba un ancho río frente a la ventanilla. Recordé una película, El imperio de los sentidos; no había reparado hasta ahora en la fuerza de la palabra imperio. De una manera u otra vivimos bajo los auspicios de algún imperio, me decía. Pensaba oscuramente en aquella película, la muerte en un pozo, la exuberancia de la naturaleza, el sexo, los sentidos. Las pasiones tenían una importancia primera en ese reino de los excesos, la vida palidecía ante el magnífico fuego primero.

El tren se había detenido en la frontera china. Adelantamos los relojes cinco horas y volvimos así a la normalidad horaria. Una larga y tediosa mañana para sortear los trámites burocráticos. Los vagones quedaron varados en una vía muerta; un empleado se había llevado los pasaportes, pasaban las horas y los corrillos de pasajeros parecían reuniones en la plaza del pueblo; un par de turistas paseaban luciendo su indumentaria de calzones cortos y chaqueta de matar tigres. Nadie daba ninguna explicación. Nuestras indagaciones en pos del paradero de los pasaportes fueron infructuosas. Misterio. Quién sabía las horas que podría durar aquello... ¿Estarían en manos seguras nuestra documentación? Los chinos se habían esfumado; un largo edificio se alzaba paralelo al andén de la estación; en su interior corría un largo pasillo al que asomaban puertas tras las cuales parecía que se escondiera algún misterio incomprensible. Quizás transcurrieron tres, cuatro horas. El tren hizo alguna maniobra, retrocedió algunos cientos de metros, cambió de vía, se aproximó hasta los galpones de la estación y volvió a pararse. Todo volvió a la calma. Nos sentamos en un escalón junto a la vía, una muchacha de ojos saltarines se dirigió a nosotros con el consabido where are you from. Trabajaba en una agencia de viajes en alguna ciudad de Manchuria. Las cosas en China eran así, no teníamos que preocuparnos, nos dijo, cuando le expresamos nuestra preocupación por el paradero de los pasaportes. Una hora después el tren volvía a ponerse en marcha.

Más allá de la frontera, la grisura de las estaciones rusas fue sustituida por coloristas edificaciones y chiringuitos por donde trajinaba gente animada. Consultamos los horarios de los trenes, ¡ni una palabra en cristiano! Empezaba a confirmarse la sospecha de que el galimatías del idioma podría convertir aquel viaje en un via crucis. Berta hacía días que había comenzado a hacer sus pinitos con el chino, practicaba el idioma con un grupo de hombres que se pasaban divertidos el diccionario chino-español intentando seguir el hilo de conversaciones rudimentarias. Ella se afanaba en reproducir las inflexiones tonales de algunos vocablos corrientes. La vida cotidiana se había construido sobre la base de unos pocos actos en los que también tenía cabida parte de la comunidad china de los compartimentos vecinos. Berta encontraba maestros pacientes y divertidos que le ayudaban a descifrar las palabras comunes; había empezado a construir fonéticamente un pequeño elenco de frases útiles.