Junto al estrecho de Magallanes

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CHILE. TIERRA DEL FUEGO. Nos encontramos en el extremo sur del subcontinente americano, algo al norte del estrecho Magallanes. Después de visitar Tierra del Fuego y regresar en corto vuelo a Río Gallegos atravesamos la Patagonia en dirección oeste en autostop. El coche en el que viajábamos derrapó en una curva, todo pistas de arena, y dio varias vueltas. El carro que dicen aquí quedó echo una pena, nosotros sólo salimos con algunos rasguños. La inmensidad del páramo se abría solitaria ante nosotros; decidimos seguir el camino a pie. En un mojón de la pista rezaba: km. 4578. Estábamos en la pista andina que recorre la parte oriental de los Andes hasta San Carlos de Bariloche. En seis horas no pasa más que un automóvil; no para. Hace frío y el cielo es intensamente azul. Hacia el atardecer vemos acercarse un autobús en el horizonte. Llegaremos a Puerto Natales de madrugada.

Dos días después embarcamos rumbo a Puerto Montt. Los alrededores tienen el aspecto salvaje de una tierra jamás surcada. Pienso en los primeros navegantes. A cuatrocientos, quinientos años de distancia, la historia de aquellos hombres parece digna de seres de otro planeta. Transitar por los cientos de canales llenos de hielo con rudimentarios conocimientos geográficos, un laberinto sin referencia a meses de distancia de la civilización, me parece hoy una gesta imposible. Paisaje columbrado de glaciares, montañas solitarias rodeadas de aguas oscuras. Siempre el gris de la niebla y las nubes o el viento salvaje. Lo poco agradecidos que somos a los esfuerzos de los pioneros que nos precedieron, casi siempre para el hombre de hoy una abstracción, porque el esfuerzo y la valentía de aquellos que impulsaron la civilización un poco más allá no son más que nombres en el trasfondo de la historia; es necesario constatar in situ la dimensión de las obras que hicieron para acercarse siquiera a su grandiosa dimensión.

Una sensación que se acrecienta más y más frente al paso lento del paisaje, de la soledad, del frío. Emoción pura y simple. Me encuentro fuertemente excitado por las sensaciones que vienen de la navegación, un carguero con sólo siete pasajeros a bordos. Dormí bien, acunado por el runrún de los motores. Desperté al amanecer cuando la luz turbia de la mañana apenas entraba por el ventanillo de la cabina. Levantarse, pasear por cubierta, asomarse al laberinto de los canales entre las montañas, descubrir un rayo de sol naranja filtrándose hasta posarse sobre las laderas nevadas. Día de reflexión y lectura. Me admira nuestra capacidad para hablar de la cultura, de los avances técnicos, de los descubrimientos geográficos como hechos dados, como nacidos así, por arte de magia, sin que sepamos reconocer a cada paso que damos en este mundo el esfuerzo de los hombres que nos precedieron. Uno se siente tentado a guardar reverenciado silencio de agradecimiento por el hermoso mundo en que vivimos.

Y continúan las montañas, tierra inhabitada e inhóspita, gélida. Las cumbres están ocupadas por densas masas de niebla, en alguna ensenada grandes hilachas alargadas cruzan el ancho de la costa, descienden sobre el agua espesa y plomiza de la mañana.

Me siento como investido por la presencia de lo extraordinario, el invierno, el frío, lo excepcional del lugar, la soledad; pero también sucede lo contrario una especie de encogimiento que proviene de la admiración de la fortaleza de esos otros hombres, y entre ellos hoy recuerdo a Julio Villar, el autor de ¡Eh, petrel!, que dio la vuelta al mundo en un embarcación de siete metros de eslora hace algunos años... me siento sombra atónita de ellos. De quien sea el mundo realmente -quien lo vive, lo recorre palmo a palmo, lo suda-... no hay duda, de aquellos que lo viven con intensidad —aventureros, alpinistas, navegantes, gente intrépida—; no hay duda. Uno siente la medida de su insignificancia cuando echa mano de la historia de la Humanidad o recorre la trayectoria de la gente que se puso el mundo por montera.

Si miro el paisaje recordando a Magallanes o a Julio Villar, no dejo de aparecer como un turista simplón que mira distraídamente desde la cabina los paisajes agrestes que pasan más allá cargados de hielo y soledad; si leo, sucede algo parecido, uno queda maltrecho ante sus limitaciones. Me sucede hoy leyendo a Ciorán, al que le surgen como flores en primavera los pensamiento y los matices, en esta ocasión una avalancha imparable de sonidos posibles, necesarios al pensamiento, que arrastrara consigo a otros en su caída o en su desarrollo; la exuberancia del pensamiento y la palabra. Y sin embargo, qué fuerza en tantas ocasiones, como esto que leí ayer, por ejemplo: “Tiene que haber alguien que rompa los silencios de la naturaleza y los entierre dentro de sí mismo”. ¿A dónde vamos? Pregunta retórica destinada a perderse en la noche de los tiempos, pero que siempre produce vértigo pensar, quizás porque amamos el peligro que tensa nuestros nervios o porque añoramos lo mejor y más genuino que puede darnos nuestro organismo. Decir dónde es buscar más allá de nuestra propia existencia diaria, reafirmar otras vocaciones, husmear otra existencia al otro lado de lo que impone la rutina y la seguridad cotidiana. Enterrar dentro de uno mismo tanto silencio como sea posible; que fermenten los silencios dentro del pecho, que susurren su misterio.

A la mañana del segundo día atracamos en Puerto Edén, una pequeña población perdida en el laberinto de los canales. Este barco es su única conexión con el mundo. Es grato este espacio limitado del barco, un rincón del salón comedor desde donde se ven pasar los canales, las islas, las montañas, la intemporalidad, la cadencia de los horarios regidos por las comidas, el paseo periódico a la cubierta para descubrir un trazo de luz o una perspectiva nueva, algunas formas agradables y exóticas del paisaje.

Puerto Edén ¿un lugar para vivir? Esa necesidad de profundizar en la complejidad de la vida. Descubrimientos sucesivos, quizás la búsqueda de la armonía con la naturaleza y con uno mismo. Nuestra forma de vida nos induce a considerar ajenos y extraños otros modos de hacer y vivir, pero el hecho de viajar induce sin embargo a la duda, el contacto con otras experiencias es un antídoto para salvarnos de la creencia de la exclusiva bondad del mundo que vivimos a diario. Las necesidades: ¿entidades autónomas impuestas por la biología, la psicología, la vida social, la economía? Navegando por estas tierras la palabra necesidad suena a grillete de preso, no poder prescindir de bienes, de medios, de comodidades, un atado como aquel que retiene al perro guardián frente a la casa de los amos. Algo que obliga, mediatiza la libertad y ralentiza nuestra capacidad de vivir en y de acuerdo con nuestra naturaleza.

Viajar es un modo de meditar; algo que recolecta los silencios de la naturaleza y los encierra dentro de nosotros mismos. El mundo de los canales que atravesamos se cierra como una masa pesada sobre nuestra ruta tras Puerto Edén; aparecen pequeñas islas cubiertas de arbustos diseminadas a los costados del buque.

Acabamos de atravesar la Angostura Inglesa, un estrechísimo canal sembrado de islas boscosas y solitarias. Hemos entrado en la intemporalidad permanente, el barco apenas se mueve, no hay olas, los alrededores se cubrieron de niebla y frío y sólo se siente un débil ronroneo bajo los pies. Es estar como en el limbo. Por lo demás es muy agradable, se come bien, se está caliente, leemos, salimos de tanto en tanto a hacer fotos; hoy menos porque los vientos sobrepasan los 50 kms/h. A veces llueve con gran intensidad.

Día luminoso de nieblas brillantes cruzando en hilachones sobre los perfiles azulados y serrados de las montañas. Diseminación de islas, cormoranes, toninas saltando junto al barco, día de sol de invierno. Todo después de una tarde y una noche de agitación en la que era difícil no salir despedido de la litera, una perfecta montaña rusa durante las diez o doce horas que el barco demoró en atravesar el Golfo de Penas. Después todo volvió a ser una balsa de aceite de nuevo, la calma retornó al lugar.

Llegaríamos a Puerto Montt hacia el mediodía.

Viajando por el Karakórum

PAKISTÁN. Hacíamos la ruta del Karakorum, al norte del Pakistán, un territorio que en aquellos días se disputaban India y Pakistán. Tratábamos de alcanzar la localidad de Skardú, al norte del Nanga Parbat, partiendo de Astor; dos o tres días de viaje en todo terreno a través de los salvajes valles del Himalaya que se levantan a las orillas del río Indo. En una camioneta desvencijada superaremos en cuatro horas la primera parte del valle. Más arriba seremos veintidós personas en un jeep; el camino será a veces una senda, en otras una pisa excesivamente inclinada hacia el vacío. En algún momento aparece la imponente mole del Nanga Parbat envuelta en grandes cumulonimbos. Paisaje adusto, polvoriento, siempre laderas desmesuradas a ambos lados del valle. Empotrado contra las barras de hierro de la caja del jeep y con los pies inmovilizados en un reducido espacio, hago complicados esfuerzos para poder hacer alguna toma. El rostro de Victoria, sobresaliendo entre un montón de rostros morenos y viriles, ofrece una interesante perspectiva para mi cámara; frente a mi objetivo desfilan los rostros de los otros pasajeros. Miro todo esto como si me estuviera comiendo un gran plato de vida; la sensación de una cotidianidad inaugurada ya en los días en que viajamos por el norte la provincia de Yunnan, al sur de China. Viajar y dejar vagar la mente por el universo temático que me trae la mañana, se convierte en una preciosa experiencia. Viajar ya no son las montañas, este gentío enlatado en un vehículo que en cualquier momento puede precipitarse montaña abajo, son las conexiones que mi cerebro crea, una extraña mezcla en la que me sumerjo y que llena mi cuerpo de sensaciones intensas. Pienso en Guillermo, en este momento trabajando en Irlanda, imagino su cuartucho rebosante de los cuadernitos de sus diarios, unos junto a otros, como los años de la vida; lleno de los sonidos barrocos de Bach y sus conmilitones; sonidos hoy se me antojan, desde aquí, en los confines de estas montañas que me rodean, entrañables. ¡Qué ganas de volar a Irlanda! Entre zarandeo y zarandeo, las barras de hierro del jeep clavadas en los glúteos, una nube de polvo envolviendo a esta masa humana (calculo 22 personas, a 70 kg./por unidad humana, siete por dos catorce, me llevo una, siete por dos catorce y una quince; mil quinientos cuarenta kilos más el equipaje. No está mal para un coche que no supera el largo corriente de un turismo. A veces la pendiente hace que todos nos vayamos de narices hacia adelante o atrás, a punto de salir despedidos por encima de la cabina. Sigo calculando ¿Qué densidad será esta, 21 tíos y una tía de pie embutidos en una caja de hierro rebosante y saltante que no debe de sobrepasar el metro cuadrado?); entre zarandeo y zarandeo, decía (¡esto de los paréntesis...!) recuerdo a la Gorda, mi hija, me digo que cuando la vea en Delhi sí voy a tener que darle un buen abrazo (crac, crac, craccrac), me hacen sonreír recuerdos livianos, cómo las relaciones cotidianas de aparente simplicidad son recordadas con especial ternura. La Gorda llorona que desde el 0,7 % (un tiempo de reivindicación acampados en la Castellana) hasta nuestros días sigue todavía algo despistada, pero que poquito a poquito le va hincando los piños a la vida. Me hacen sonreír los caminos inescrutables hacia donde van derivando últimamente sus inquietudes.

El jeep se inclina peligrosamente hacia el abismo del río, marrón, ensordecedor, tengo miedo, se bambolea, a un palmo de la rueda veo el río cien o doscientos metros mas abajo ¿A qué altura estará el centro de gravedad de este cacharro con tonelada y media de carne humana continuamente moviéndose a ambos lados como un velero en día de viento? Calculo la inclinación que debe tomar para que todo se vaya al garete. A veces me parece que es cosa de suerte, ni siquiera tendríamos el honor de aparecer en la prensa. Como además estoy en la parte mas peligrosa, aunque cayéramos en un miserable talud tendría encima esa tonelada y media de carne (crac, crac, crac, todos los huesos al carajo, estrujaditos, hechos añicos). En el traqueteo del jeep muchas de mis divagaciones tienen contornos de preguntas, mi hijo Mario tiene forma de admiración e interrogación. Una esperanza, hermosa esperanza campea en torno a esta familia de cinco mientras el polvo, el cielo, la montaña, el río terrible ¾abiertas sus fauces como si se pudiera tragar toda la vida en un visto y no visto¾ gorjea y ruge en el fondo; mientras, de entre las cabezas de barbudos pakistaníes veo aparecer de vez en cuando la cabeza de Victoria, hoy con las gafas de sol que nuestro ultimogénito ganó en cierto concurso radiofónico.

Un alto en el camino para tomar un refrigerio. Un toldo y té para todo el que quiera tomar algo caliente. El río, oscuro y pastoso, ruge ensordecedor en el fondo, doscientos o trescientos metros más abajo de la pista, de un cortado. Sobre el borde del talud hay montada una tirolina que sirve para abastecer de agua a los viajeros. El sistema recuerda a los cangilones de una noria. Hacemos turno para tirar de la cuerda y llenar nuestras cantimploras con el agua-chocolate del río. La probamos, no está mal. Ya lo dice el refrán: allá donde fueres haz lo que vieres. En esta parte del mundo no hay un chiringuito donde se pueda comprar una botella de agua mineral.

Chilin Gha. Las dificultades para entendernos con las gentes del lugar y la caradura del propietario de un todoterreno provocan esta tarde mi mal humor. Quedamos abandonados en una pequeña aldea al arbitrio del conductor, que deberá atender un buen puñado de asuntos antes de que podamos continuar viaje. Así que nos solazamos junto a un río, cuatro casuchas al lado, alguna de ellas “hoteles” (eso dice un ostentoso cartel colocado en la parte superior de la puerta). Después averiguaríamos que había dos posibilidades hoteleras, una, el hotel, consistente en una larga habitación ocupada en sus dos tercios por una alta tarima sobre la que hay extendidas esterillas y en donde pueden dormir hasta treinta personas, y dos, un cuchitril que apesta humedad. Nuestro poco sentido de la sociabilidad hizo que nos decantáramos por éste último; una reducida estancia con una esterilla en el suelo, eso era todo; ni siquiera un pequeño ventanuco.

Por la tarde departimos con el militar responsable del campamento que ocupa el pueblo en su totalidad. Nos invita a té, está encantado de tener a unos viajeros con los que departir. La guerra con India en esta parte de la frontera puede en cualquier momento convertir la zona en un polvorín. Mirando aquel miserable campamento a uno la guerra le parece un juego de mal gusto entre unos pocos paranoicos.

Al día siguiente el paisaje se suaviza y se llena de prados y laderas salpicas de terrazas donde apunta algún cultivo; mujeres trabajando en los campos, borriquillos cargados de hierba que son conducidos por niños o ancianos. Nos cruzamos con jeeps rebosantes de pasajeros, todos de pie sobre la caja. Saco alguna toma filtrada por el polvo espeso de la pista. Recuerdo la cara sorprendida de tres escolares uniformados de corbata y camisa a rayas rojas y blancas; su pulcritud contrasta con el ambiente de la calle, adultos sucios y de pelos enmarañados que se quitan las legañas en un par de grifos públicos. Sus uniformes en un lugar así parecen dar dignidad a la escuela.

Es extrema la fraternidad entre los hombres. ¿Qué hay detrás de este puro mundo de hombres agarrados de la mano que uno ve de continuo en este mundo donde tan difícil ver una mujer? ¿Fraternizados por mor de las circunstancias? ¿Qué son realmente las mujeres para estos hombres? ¿Y las mujeres, qué hay en la cabeza de todas estas niñas, jóvenes, madres, ancianas? Adivino que en su caso ni siquiera sumisión al destino, pájaros que nacidos en una jaula, acaso no hayan desarrollado siquiera la capacidad de someterse, porque las cosas no son de otra manera que así. Es extremosamente triste pensar en las mujeres cuando se viaja por esta parte de Pakistán.

Valle arriba del río Hunza, la grandeza y la vastedad descarnada del paisaje me hicieron volver a sentir esa inmensa pequeñez del tiempo que duran nuestras vidas. Las montañas se levantan, se abren grandes tajos por efecto de la erosión, miles de años, los valles se elevan con sus anchas capas de sedimentos, que son cortados de nuevo por la violencia y la perseverancia de los ríos; quedan al descubierto las entrañas de la tierra, que durmieron miles, millones de años antes de ser rajadas por el rumor cantarín del agua. Y mientras, la vegetación inunda los valles se agosta, desaparece; la geología manda, la tierra se convulsiona, los glaciares vuelven a crecer y vuelven a dejar para espectáculo de milenios después la señal de su paso en las morrenas. Y el hombre, de pie sobre un canto rodado, orgulloso, creador de cultura y dioses eternos ve achicarse su orgullo hasta el punto cercano a la nada. La pequeñez, la extrema insignificancia de un hombre en medio de estos valles, de la historia que mana de las inmensas pedreras, de los sedimentos, de las cumbres por doquier, es indecible.

Nuestro hotel, una tarima tres palmos sobre el suelo, lecho común para todos los huéspedes. Cuando ya no se puede leer fuera entramos, hay tres o cuatro personas desperdigadas, una hace los rezos de la tarde, dos discuten, se turnan la alfombrilla de los rezos, encienden la televisión, sirven té con leche, entran militares con cara de frío. En la televisión parlotea una mujer, Victoria comenta que para ver mujeres pakistaníes hay que encender la tele.

Leo a Torrente Ballester, el local se ha llenado de gente; formamos dos filas; nosotros ocupamos un banco y, enfrente, en la tarima toma asiento un grupo numeroso de hombres; ven una comedia pakistaní que copia los esquema ya universales de los culebrones con risas de fondo cada dos o tres palabras. Miro sus ojos, la mirada de esta gente es vivaz, despierta, hay una sonrisa permanente mientras miran el televisor. La mismidad se extiende como una mancha de aceite por todo el planeta.

Los modelos de vida. La apisonadora de nuestro modelo es un corsé para la percepción, siempre intenta ubicar otros modos en la órbita de sus propias concepciones. Viviendo de cerca las condiciones de vida de la gente me siento estos días más próximo a comprender la heterogeneidad; los parámetros en los que la gente vive, se quiere, come o fornica. Esa visión cuasi geológica representa un elemento más de compresión de la liviandad de nuestra existencia.

Aquella noche aliviamos nuestro sueño en nuestro hotel particular. A nuestro lado el posadero roncaba como el demonio. Un individuo que ejercía las funciones de encargado de la oficina de correos; la “posada” donde dormimos era la dependencia principal de esa oficina.

El trayecto del día posterior: tierra de osos y viento. Recogemos por el camino a un niño con el oído destrozado. Su padre lo lleva al hospital en nuestro jeep, no parecen tener nada más que lo puesto, aceptan sin rechistar toda la comida que les pasamos durante el camino. Le proporcionamos algunos antibióticos.

Nuestro viaje termina en Skardú, una remota y polvorienta ciudad en los confines del país lindando con Cachemira. Una larga calle polvorienta encajonada entre grandes montañas, y un ancha llanura fluvial por donde discurren los numerosos brazos del río. Un agradable motivo fotográfico para mi cámara cuando caiga la tarde.