Heathrow Airport

En noviembre de 1999 volvíamos de un largo viaje por Oriente. Recalamos en Londres camino de Cork, Irlanda. Hicimos tiempo en Heathrow Airport.

Antes de amanecer el avión planeaba sobre una magnífica vista de Londres: el Támesis, el Big Ben, todo iluminado como un enorme nacimiento. Ya estábamos en Occidente; el tránsito de las cultura fijó uno de sus baluartes aquí. Este aeropuerto ayudaba a reflexionar aquella mañana sobre nuestra entidad de occidentales; venimos hablando en los últimos días las bondades de este Occidente al que tan a menudo habíamos cargado con las culpas de todos los males del hombre moderno, aunque de la mano de esa oportunidad para ejercer el propio criterio, para observar preceptos, dejar de obsrvarlo, disfrutar del ocio, hacerse mejor o peor, rezar o no, llevar velos o minifalda y, sobre todo, la oportunidad de decidir en función de la propia fuerza, los deseos cambiantes o los proyectos de vida que a uno se le pueden antojar. Poder cambiar, poder equivocarse, no tener que ir al pairo de un gobierno, una mezquita, una casta.

Habíamos viajado durante medio año adentrándonos en Asia siguiendo la ruta del transiberiano y demorándonos algún mes en China, en Pakistán, Bangla Desh, India, Irán, y abrir los ojos en Heathrow una mañana de otoño era un encontronazo agradable. Respirabamos aliviados después de dejar Irán o Pakistán, o la burocrática China ¿Cómo iba a ser de otro modo después de una semana de vivir en Teherán, comprobar la vigencia de las creencias hindúes, las castas, el fundamentalismo de Pakistán, las mujeres tras el shador?

Algunos valores del Islam permanecen teniendo vigencia en relación con nuestra cultura, pero hay graves dislocaciones en el sistema islámico. Puede ser un cepo para la mujer, santifica a la larga el dominio del uno sobre el otro; posibilita la creación dictatorial de una mano de hierro que se erige a sí misma en interpretadora y mediadora de los deseos de Alá.

Aquella madrugada oímos en el avión por primera vez música clásica después de medio año, un violín, un cello, era como respirar un aire nuevo que venía de otro lado de un mundo en precaria evolución; música, literatura, pintura, técnica. Los beduinos viven entre las arenas del desierto, el desierto les conforma; la ciudad también nos conforma a nosotros y posibilita el despertar del espíritu en un medida imposible de alcanzar en otras latitudes; la ciudad como trampolín, en el sentido de que es la misma ciudad, sus posibilidades, la que nos pone en contacto no sólo con la naturaleza y el arte, sino también con la filosofía y los otros sistemas religiosos.

Apreciar mejor las ventajas de vivir en España, en Occidente, era uno de los resultados de ese largo trasiego por el mundo. Apreciar nuestra cultura, nuestra libertad, nuestra capacidad para quitarnos de encima la tutela católica, la tutela moral, cualquier tutela. Y si tenemos que vivir parcialmente bajo alguna de ellas que sea por nuestra propia iniciativa.

Y ya puestos a apreciar por qué no seguir valorando lo que tenemos, la gente. Se sufre del espejismo de creer que lo que está más allá, detrás del monte, es mejor que lo que tenemos en la parte de acá. Tienen que pasar años para que podamos darnos cuenta de ellos. La tarea está ahí: profundizar en nuestra casa, en nuestra gente, en las relaciones, en las percepciones incluso políticas y sociales que nos llegan a través de los medios de comunicación. No todos, pero sí hay mucha gente trabajando para llevar las cosas adelante; también el partidismo político actúa negativamente en nuestras valoraciones de los que están a uno u otro lado de nuestras inclinaciones políticas.

Perdido entre viajeros procedentes de todo el mundo, paseando de aquí para allí en los pasillos atestados, uno sentía que las cosas propias son realmente pequeñas. Sentía una gran sensación de pequeñez. Sin embargo bastaba cerrar los ojos y abrir el cuaderno para que las cosas volvieran a su sitio, para que se volvieran significativas las pocas cosas que pensamos y hacemos. Era agradable encontrarse a uno mismo entre la multitud anónima, los policías armados hasta los dientes, los empleados, las tiendas, los miles de pasajeros de todo el mundo. Después de pasear un rato, me siento: ¡qué alivio encontrarse con ese poquito de si mismo y recuperar la conciencia de ese espacio y sus conexiones! ¡Ya existía un poco más!

Esto también era Occidente, el anonimato, un mundo organizado a la perfección; todos los pasajeros tienen un destino, esperan algo; pasan indiferentes entre otros tal como si lo hicieran entre árboles o piedras. En el aeropuerto todo funciona eficientemente. Todo lo contrario que en algunos de esos países que habíamos atravesado, donde el hecho de que haya muchas cosas que no funcionan deja espacio para los encuentros, los favores, la normalidad para detener a alguien y hacerle una pregunta. ¿Cómo parecería preguntar aquí a alguien por la consigna o los servicios? Imposible, no cuadraría, además de que sería completamente innecesario porque la organización y la eficiencia lo han previsto todo; el mercado marcha ya sobre otras ruedas, los organismos oficiales, la oferta y la demanda ajustan sus márgenes y nadie tiene que vocear en el vestíbulo ¡Cork! ¡Dublín! ¡Delhi! buscando pasajeros para llenar los últimos asientos sin cubrir.

Me aliviaba ver mi espacio disponible más allá, un asiento, nada de carreras ni apretones; y al rato siguiente, tras una hora de vuelo, Cork y Guille esperando nuestra llegada; por la tarde podríamos llamar a casa por teléfono. Alivio también de existir en alguna parte, de ser yo, fulanito, no sólo un nombre, ése cuyo nombre está escrito en el billete de avión. Alivio de encontrarme entre los otros.

Un rato después volábamos sobre el Reino Unido, había nubes bajas y dispersas y el fondo era de un tono azulado muy suave.