Changchug fin de trayecto

TRANSIBERIANO 5. Epílogo. Diluviaba desde la noche anterior. Por la mañana nos habíamos encontrado con que la ducha no funcionaba. El hotel estaba vacío. Nos trasladaron a una suite de un lujo decadente. Baño, sauna, aire acondicionado, salón, vídeo... no faltaba nada. Nos echamos a patear la calle; era un mundo de contrastes esta ciudad; altas vallas y complicados sistemas de reconducción de los peatones pretendían dirigir a los viandantes hacia los pasos a distintos niveles que cruzaban las calles; pero eran los restos de un intento fallido; los responsables municipales debieron desistir enseguida ante la pertinaz costumbre de la población de cruzar la calzada por el primer lugar a mano. Las vallas y los pasos lucían en la calle como una antigualla que recordara un carácter poco dado a doblegarse ante las ordenanzas, centradas en esta parte de Asia, a diferencia de los países occidentales, en organizar el tráfico de los peatones, mucho más que el de los vehículos. Sopesaba lo que podrían ser estas ciudades en el momento en que los chinos pudieran sustituir las bicicletas por un módico utilitario; no habrá entonces ciudad que resista la presión de ese hormiguero humano.

Un diluvio monzónico nos sorprendió camino del hotel. Hacía un calor delirante; desnudarse y caminar por una barroca suite cargada de largos cortinajes de oscuro terciopelo desgastado, de tapices con representaciones de amanerados floripondios, de esponjosa moquetas color vino burdeos, era tan exótico como imaginarse de Adán en algún salón decimonónico . Todo parecía estar dispuesto para inventar algún tipo de diablura. De entre sus muchas excentricidades sobresalía, sin lugar a dudas, una sauna que en seguida me sugirió la posibilidad de algún acto ritual. Era placentero llegar del hervor de la calle y tumbarse desnudo en el ambiente tibio del aire acondicionado y, contemplando ese lujo de puterío, dejarse acariciar por la suavidad de las moquetas, el satén de las colchas, la blandura de los sillones. Me llevé las manos allí abajo; me gustaban, así, llenos de calor; nada más suave que ellos, me decía, y recordaba mis siestas, siempre desnudo por la casa a partir de mitad de mayo; una constante cada primavera que recordaba con placer. En la mano izquierda sostenía el cuaderno del diario, en él aparecían tres o cuatro páginas de árida teoría en torno a ese medio mundo por el que empezábamos a transitar. Repasaba aquellas líneas cuando descubrí una cierta agitación entre mis piernas, retiré el libro; en la punta había una humedad de rocío, una gota brillante asomaba la naricilla en la parte más prominente de mi volcancito. Me llevé la humedad a los labios, me gustaba, era una humedad que se hacía lágrima cuando la ternura y las caricias se congregaban alrededor de mi cuerpo; una hermosa lágrima afloraba entonces, brillante y cristalina, en el medio de su cumbre. La lágrima era viscosa y transparente, reflejaba en su esfera el rectángulo de luz de la ventana, la oscuridad huidiza del fondo de la habitación. Las lágrimas salían a poquitos y yo las iba recogiendo con la yema del dedo y me las iba llevando a la lengua. A mi volcancito también le gustaba eso, era evidente, se ponía contento, se alzaba un poco y quedaba estirado mirando para arriba como niño que se empinara sobre las puntas de sus pies para mirar más de cerca la cara de papá o mamá.

Los años habían matizado mi sexualidad hasta convertirla en un pozo de ternura. ¡Qué lástima esa guerra contra el sexo en la que tanto empeño habían puesto siempre popes y moralistas trasnochados! Neuróticos empeñados a fondo en reducirlo, expoliarlo y encerrarlo en una cama bajo cuatro paredes. Ellos, “protegiéndonos” desde el nacimiento de los llamados “estragos” del sexo. El Señor nos coja confesaos...

Continuaba diluviando, más fuerte incluso ahora; se oía el grueso chapoteo lejano. Junto a la cama había una gran ventana, la vista desde ella era fea: fachadas interiores con escaleras de incendios, chatarra, suciedad. Habíamos encontrado el ambiente y el momento preciso para esas labores tranquilas de escribir, leer o darle tiempo al cuerpo para expresarse. Era grato pararse y dejar sedimentar las impresiones, descubrir lo que el presente dejó pasar inadvertido, recrear paisajes o rostros. Y así llegaba el recuerdo de Li Piao; Li Piao sentada en la madrugada en el pasillo del tren, esperando, aguardando a que llegara esa oportunidad que se esfumaba poco a poco con la claridad del alba; Li Piao enfrente sonriendo sin paliativos, ella misma sorprendida, quizás, de ese descaro en una curiosa mezcla de sentimientos que necesitaban recomponerse como las piezas de un puzzle, quieta y sin saber qué hacer (¡es tan limitado un compartimento de tren!)... y el tren acercándose a su destino, irremisiblemente acabando con todas las posibilidades a cada instante.

Y como otras tantas veces el tenue calor entre las piernas volvió. En esta ocasión apenas toqué a Li Piao, miré en su lugar a los ojos de la china menuda que encontramos en la frontera; llevaba un gracioso peinado cortado como a trompicones. Miré en sus ojos curiosos y vivaces. Y así se me fue un trozo más de tarde entre caricias y miradas. Al final, cuando ya la luz entraba muy tenue en la habitación, mi volcancito se convulsionó y organizó una improvisada hecatombe de fuegos artificiales. Luego todo volvió a su sitio. Me doblegaba sumisamente a lo que la tarde y el ánimo me traían. Pensé brevemente en El amante, de la Duras, amor apenas más allá de la adolescencia, impregnando su cuerpo con la temprana fuerza de la energía primera; el agua convirtiéndose en torrente, remansándose, fluyendo, volviéndose a derrumbar, adaptándose a la pendiente, a la suavidad de las flores, rodeando los cantos y suavizando las aristas; el viento doblando y meciendo el trigo y la cebada, suave y amorosamente; el sol despertando el alma de las cosas. El deseo de conducir mi intimidad a un alejado rincón de mí mismo me fue encerrando de nuevo en los límites de mi cuerpo.

Imposible saber por donde andaban los pensamientos de Berta. Era su día de cumpleaños, pero ninguno de los dos hacíamos ganas para salir a celebrarlo. Al final de la tarde ella debió de considerar que iba a ser difícil sacarme de mi estado de aislamiento y decidió vestirse para ir a por algo de cena; cena de cumpleaños, aunque yo hubiera caído tardiamente en la cuenta de ello. Un rato después oí el resbalón de la puerta. Hice un esfuerzo por trasladarme a la otra realidad de la habitación, me agradaba esa intimidad personal que habíamos empezado a disfrutar ambos, amparados en la necesidad de hacer compatible la soledad en este viaje compartido que se prolongaría durante meses. Hoy, mientras la tarde se iba pasito a pasito, ella, al tanto de todo lo que sucedía en el barroco espacio de la habitación, escribía y escribía; imposible no mirar, no ver, no oír. Sucedía de tanto en tanto; mientras uno alimentaba su fuego interior otro podía actuar de testigo mudo de los rumbos que iba tomando la tarde. La última vez que tuve conciencia de que estaba allí, sobre el satén rojo de la colcha de la cama en el que un dragón echaba lenguas de fuego amarillo, la luz final del día entraba ya mortecina por la ventana; a ella la tarde se le había ido pasando lentamente entre algunas notas y las páginas de Demonios, que compartíamos en aquellos días. Dostoievski, desmesurado siempre, sacándoles el alma a sus personajes a cada página; ese Stepan Trofimovich, como un niño entre los dedos de su patrona. Ahora ella se había escurrido misteriosamente hacia la calle sin previo aviso.

Quince minutos más tarde, los nudillos de Berta golpeaban en la puerta de la suite. Irrumpió en la habitación con un pastel en alto cantando el cumpleaños feliz. Caí de golpe en la cuenta. Espera, espera, le dije y salí disparado a por la cámara fotográfica. Besos de cumpleaños y sesión obligada de fotos: orgullo de mujer madura, sonrisa pícara apuntando hacia la desnudez del fotógrafo, sensibles los pezones bajo la camiseta verde. Mi volcancito presidió la cena de cumpleaños echado sobre la bandeja como un perrazo a los pies de su amo. Frente a nosotros una mezcla colorista de verduras y oreja de cerdo y un plato de ternera en lajas bañada en una salsa indescifrablemente exquisita. Todo acompañado de cerveza. Mangos de postre. Puse un collar anaranjado a mi volcancito para hacerle participar en el ágape, pero el fruto resbalaba sin remedio y se precipitaba hacia la bandeja de poliuretano. Continuamos la celebración en la cama. Mi chica estaba muy seria y muy tierna. ¡Feliz cumpleaños!, dijo, y alzó un vaso de cerveza en alto. Después el día se fue terminando entre sorbo y sorbo de té frío.


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