De la mano de Borges y Poe

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BARILOCHE, ARGENTINA. Me levanto, me doy una carrera de media hora —el campo está hermoso en esta mañana ya de invierno—, y un rato después me encuentro sentado frente a la ventana de mi cabaña dispuesto a tomar la decisión de ver a dónde viajo hoy. Antes, mientras hacía reiki, ya me había visto en una madrugada en un rincón de los Andes. Alenté mientras desayunaba mis sensaciones de aquellos días.

En Bariloche terminaba definitivamente el otoño, nuestra primavera de Madrid. Repaso mis anotaciones. También en mi cabaña hace frío; dejo el ordenador y busco el sol que entra ya hasta el fondo de la habitación; me siento en un sillón, ahora ya bañado por la luz matinal, y leo mis notas de entonces. Hacía un frío del carajo en la buhardilla donde dormíamos con la ventana abierta —un capricho que llenaba el cuerpo de rocío y los ojos del brillo de las estrellas—. Un rústico cuarto de baño revestido de madera, el cálido chorro de la ducha, la nieve cayendo despaciosa tras el ventanuco frente a la ducha.

Por fin, frente a unas tostadas y un té humeante, junto a la estufa de leña de nuestra buhardilla barilochana, podía, descansado, echar la vista atrás. Habíamos viajado durante doce horas continuadas desde el Parque Nacional de Lihue Calel, en la Pampa; distancias increíblemente dilatadas para las que costaba encontrar autobuses que las atravesaran durante el día, con la consecuencia de sólo poder admirar el paisaje en las horas del amanecer y del crepúsculo. Autobuses cómodos como para vivir en ellos, en los que no falta nada y en donde uno se aposentaba como para pasar el resto de sus días en él, soñando, durmiendo o leyendo, como fue mi caso en una gran parte del recorrido. En aquella ocasión era Borges, su relato Pierre Menard, autor del Quijote. La energía que gasta Borges para inducirnos a aceptar “su realidad” en parecidas condiciones de igualdad que eso otro que llamamos, tan seguros nosotros, curiosamente, también realidad, es bastante superior a aquella de que hace empleo García Márquez, que apenas se molesta en montar el escenario y simplemente nos hace observar que en aquel momento Melquiades atraviesa con su alfombra voladora por el hueco de la ventana. Sin embargo a ambos terminamos creyéndoles, quizás porque su realidad está más fundamentada que la nuestra, que sólo es cosa de mirar y palpar, como Santo Tomás, mientras que la de ellos se tiene en pie por obra y gracia de un sofisticado mecanismo que aprovecha de la especial característica de nuestro cerebro para interesarse por un relato bien trabado. Pierre Menard escribe el Quijote, y la única diferencia entre él, Cervantes, y cualquiera otro que publique en volúmenes las etapas de su labor es que él resuelve en todo caso perderlas. La creación es una especie de sortilegio que empieza y termina como un fuego fatuo en los límites de nuestro cerebro. En cualquier caso Pierre Menard no puede imaginar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:

Ah, bear in mind this garden was enchanted!

Nuestra sed de encantamiento es tal, que desearíamos recluirnos en ese jardín y no salir de él más que para atender a las pedestres cuestiones de la vida práctica. A fin de cuentas, el jardín encantado de nuestra imaginación, aun nutriéndose del mundo externo, tiene la enorme ventaja a su favor de ser nuestro en lo que atañe a su organización y expresión; una creación propia, que por el hecho de serlo alimenta y calma nuestra sed de ser.

Antes de llegar a Bariloche, el autobús había rodado sobre el paisaje desértico de la Patagonia, para entrar más tarde en el Valle Encantado (valles y jardines: ¡acogednos!), en cuyo fondo, el río, acompañado por las masas de los sauces dorados corría encajonado entre farallones de color miel. Llegamos definitivamente a Bariloche cuando caía el regalo de una nieve blanda y navideña, la primera nevada del año.

En el hotel buhardilla nos encontramos con Jim, un joven californiano que daba la vuelta al mundo en bicicleta; charlamos hasta caernos muertos de sueño. Las cuatro de la mañana.

La nevada de la noche había dejado el regalo de un hermoso manto blanco en la ciudad y sus alrededores. Como no era cosa de arredrarse, nos abrigamos, metimos unas cuantas cosas en una pequeña mochila y nos fuimos camino de las montañas a dar una vuelta. Una vuelta que se convertiría en una marcha de seis horas a través de la nieve valle del Challhuaco arriba hasta llegar al refugio de Neumeyer, un edificio de madera con dos de sus fachadas cubiertas por una enorme cristalera. Estábamos en medio del Parque Nacional de Nahuel Huapi, un paraíso sembrado de montañas nevadas y lagos de ensueño.

El final de la tarde transcurrió entre mate y mate al calor de la estufa donde se secaban humeantes nuestras botas; al estudiante californiano se sumó un fotógrafo argentino; la tertulia se prolongo nuevamente hasta entrada la madrugada.

Al día siguiente aprovecharíamos un día de sol para pasear por el bosque de Llao Llao. Arrayanes, ñires, un ejemplar de amancay. La luz llegaba débilmente hasta los arrayanes, pero aún así ello no impediría hacer alguna excelente toma de ese rincón de ensueño.

De aquellos días recuerdo esa curiosa necesidad de contar cada noche en largos correos a nuestros hijos las cosas tontas que pasaban a lo largo del día: ese brillo de la mañana sobre las laderas nevadas, las nubes que cabalgaban alargadas sobre el fondo quebrado del lago, la nieve sedosa y mórbida graciosamente asentada sobre las ramas y las rocas.

De aquellos días recuerdo esa curiosa necesidad de contar cada noche en largos correos a nuestros hijos las cosas tontas que pasaban a lo largo del día: ese brillo de la mañana sobre las laderas nevadas, las nubes que cabalgaban alargadas sobre el fondo quebrado del lago, la nieve sedosa y mórbida graciosamente asentada sobre las ramas y las rocas. ..

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