Junto al estrecho de Magallanes

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CHILE. TIERRA DEL FUEGO. Nos encontramos en el extremo sur del subcontinente americano, algo al norte del estrecho Magallanes. Después de visitar Tierra del Fuego y regresar en corto vuelo a Río Gallegos atravesamos la Patagonia en dirección oeste en autostop. El coche en el que viajábamos derrapó en una curva, todo pistas de arena, y dio varias vueltas. El carro que dicen aquí quedó echo una pena, nosotros sólo salimos con algunos rasguños. La inmensidad del páramo se abría solitaria ante nosotros; decidimos seguir el camino a pie. En un mojón de la pista rezaba: km. 4578. Estábamos en la pista andina que recorre la parte oriental de los Andes hasta San Carlos de Bariloche. En seis horas no pasa más que un automóvil; no para. Hace frío y el cielo es intensamente azul. Hacia el atardecer vemos acercarse un autobús en el horizonte. Llegaremos a Puerto Natales de madrugada.

Dos días después embarcamos rumbo a Puerto Montt. Los alrededores tienen el aspecto salvaje de una tierra jamás surcada. Pienso en los primeros navegantes. A cuatrocientos, quinientos años de distancia, la historia de aquellos hombres parece digna de seres de otro planeta. Transitar por los cientos de canales llenos de hielo con rudimentarios conocimientos geográficos, un laberinto sin referencia a meses de distancia de la civilización, me parece hoy una gesta imposible. Paisaje columbrado de glaciares, montañas solitarias rodeadas de aguas oscuras. Siempre el gris de la niebla y las nubes o el viento salvaje. Lo poco agradecidos que somos a los esfuerzos de los pioneros que nos precedieron, casi siempre para el hombre de hoy una abstracción, porque el esfuerzo y la valentía de aquellos que impulsaron la civilización un poco más allá no son más que nombres en el trasfondo de la historia; es necesario constatar in situ la dimensión de las obras que hicieron para acercarse siquiera a su grandiosa dimensión.

Una sensación que se acrecienta más y más frente al paso lento del paisaje, de la soledad, del frío. Emoción pura y simple. Me encuentro fuertemente excitado por las sensaciones que vienen de la navegación, un carguero con sólo siete pasajeros a bordos. Dormí bien, acunado por el runrún de los motores. Desperté al amanecer cuando la luz turbia de la mañana apenas entraba por el ventanillo de la cabina. Levantarse, pasear por cubierta, asomarse al laberinto de los canales entre las montañas, descubrir un rayo de sol naranja filtrándose hasta posarse sobre las laderas nevadas. Día de reflexión y lectura. Me admira nuestra capacidad para hablar de la cultura, de los avances técnicos, de los descubrimientos geográficos como hechos dados, como nacidos así, por arte de magia, sin que sepamos reconocer a cada paso que damos en este mundo el esfuerzo de los hombres que nos precedieron. Uno se siente tentado a guardar reverenciado silencio de agradecimiento por el hermoso mundo en que vivimos.

Y continúan las montañas, tierra inhabitada e inhóspita, gélida. Las cumbres están ocupadas por densas masas de niebla, en alguna ensenada grandes hilachas alargadas cruzan el ancho de la costa, descienden sobre el agua espesa y plomiza de la mañana.

Me siento como investido por la presencia de lo extraordinario, el invierno, el frío, lo excepcional del lugar, la soledad; pero también sucede lo contrario una especie de encogimiento que proviene de la admiración de la fortaleza de esos otros hombres, y entre ellos hoy recuerdo a Julio Villar, el autor de ¡Eh, petrel!, que dio la vuelta al mundo en un embarcación de siete metros de eslora hace algunos años... me siento sombra atónita de ellos. De quien sea el mundo realmente -quien lo vive, lo recorre palmo a palmo, lo suda-... no hay duda, de aquellos que lo viven con intensidad —aventureros, alpinistas, navegantes, gente intrépida—; no hay duda. Uno siente la medida de su insignificancia cuando echa mano de la historia de la Humanidad o recorre la trayectoria de la gente que se puso el mundo por montera.

Si miro el paisaje recordando a Magallanes o a Julio Villar, no dejo de aparecer como un turista simplón que mira distraídamente desde la cabina los paisajes agrestes que pasan más allá cargados de hielo y soledad; si leo, sucede algo parecido, uno queda maltrecho ante sus limitaciones. Me sucede hoy leyendo a Ciorán, al que le surgen como flores en primavera los pensamiento y los matices, en esta ocasión una avalancha imparable de sonidos posibles, necesarios al pensamiento, que arrastrara consigo a otros en su caída o en su desarrollo; la exuberancia del pensamiento y la palabra. Y sin embargo, qué fuerza en tantas ocasiones, como esto que leí ayer, por ejemplo: “Tiene que haber alguien que rompa los silencios de la naturaleza y los entierre dentro de sí mismo”. ¿A dónde vamos? Pregunta retórica destinada a perderse en la noche de los tiempos, pero que siempre produce vértigo pensar, quizás porque amamos el peligro que tensa nuestros nervios o porque añoramos lo mejor y más genuino que puede darnos nuestro organismo. Decir dónde es buscar más allá de nuestra propia existencia diaria, reafirmar otras vocaciones, husmear otra existencia al otro lado de lo que impone la rutina y la seguridad cotidiana. Enterrar dentro de uno mismo tanto silencio como sea posible; que fermenten los silencios dentro del pecho, que susurren su misterio.

A la mañana del segundo día atracamos en Puerto Edén, una pequeña población perdida en el laberinto de los canales. Este barco es su única conexión con el mundo. Es grato este espacio limitado del barco, un rincón del salón comedor desde donde se ven pasar los canales, las islas, las montañas, la intemporalidad, la cadencia de los horarios regidos por las comidas, el paseo periódico a la cubierta para descubrir un trazo de luz o una perspectiva nueva, algunas formas agradables y exóticas del paisaje.

Puerto Edén ¿un lugar para vivir? Esa necesidad de profundizar en la complejidad de la vida. Descubrimientos sucesivos, quizás la búsqueda de la armonía con la naturaleza y con uno mismo. Nuestra forma de vida nos induce a considerar ajenos y extraños otros modos de hacer y vivir, pero el hecho de viajar induce sin embargo a la duda, el contacto con otras experiencias es un antídoto para salvarnos de la creencia de la exclusiva bondad del mundo que vivimos a diario. Las necesidades: ¿entidades autónomas impuestas por la biología, la psicología, la vida social, la economía? Navegando por estas tierras la palabra necesidad suena a grillete de preso, no poder prescindir de bienes, de medios, de comodidades, un atado como aquel que retiene al perro guardián frente a la casa de los amos. Algo que obliga, mediatiza la libertad y ralentiza nuestra capacidad de vivir en y de acuerdo con nuestra naturaleza.

Viajar es un modo de meditar; algo que recolecta los silencios de la naturaleza y los encierra dentro de nosotros mismos. El mundo de los canales que atravesamos se cierra como una masa pesada sobre nuestra ruta tras Puerto Edén; aparecen pequeñas islas cubiertas de arbustos diseminadas a los costados del buque.

Acabamos de atravesar la Angostura Inglesa, un estrechísimo canal sembrado de islas boscosas y solitarias. Hemos entrado en la intemporalidad permanente, el barco apenas se mueve, no hay olas, los alrededores se cubrieron de niebla y frío y sólo se siente un débil ronroneo bajo los pies. Es estar como en el limbo. Por lo demás es muy agradable, se come bien, se está caliente, leemos, salimos de tanto en tanto a hacer fotos; hoy menos porque los vientos sobrepasan los 50 kms/h. A veces llueve con gran intensidad.

Día luminoso de nieblas brillantes cruzando en hilachones sobre los perfiles azulados y serrados de las montañas. Diseminación de islas, cormoranes, toninas saltando junto al barco, día de sol de invierno. Todo después de una tarde y una noche de agitación en la que era difícil no salir despedido de la litera, una perfecta montaña rusa durante las diez o doce horas que el barco demoró en atravesar el Golfo de Penas. Después todo volvió a ser una balsa de aceite de nuevo, la calma retornó al lugar.

Llegaríamos a Puerto Montt hacia el mediodía.

Viajando por el Karakórum

PAKISTÁN. Hacíamos la ruta del Karakorum, al norte del Pakistán, un territorio que en aquellos días se disputaban India y Pakistán. Tratábamos de alcanzar la localidad de Skardú, al norte del Nanga Parbat, partiendo de Astor; dos o tres días de viaje en todo terreno a través de los salvajes valles del Himalaya que se levantan a las orillas del río Indo. En una camioneta desvencijada superaremos en cuatro horas la primera parte del valle. Más arriba seremos veintidós personas en un jeep; el camino será a veces una senda, en otras una pisa excesivamente inclinada hacia el vacío. En algún momento aparece la imponente mole del Nanga Parbat envuelta en grandes cumulonimbos. Paisaje adusto, polvoriento, siempre laderas desmesuradas a ambos lados del valle. Empotrado contra las barras de hierro de la caja del jeep y con los pies inmovilizados en un reducido espacio, hago complicados esfuerzos para poder hacer alguna toma. El rostro de Victoria, sobresaliendo entre un montón de rostros morenos y viriles, ofrece una interesante perspectiva para mi cámara; frente a mi objetivo desfilan los rostros de los otros pasajeros. Miro todo esto como si me estuviera comiendo un gran plato de vida; la sensación de una cotidianidad inaugurada ya en los días en que viajamos por el norte la provincia de Yunnan, al sur de China. Viajar y dejar vagar la mente por el universo temático que me trae la mañana, se convierte en una preciosa experiencia. Viajar ya no son las montañas, este gentío enlatado en un vehículo que en cualquier momento puede precipitarse montaña abajo, son las conexiones que mi cerebro crea, una extraña mezcla en la que me sumerjo y que llena mi cuerpo de sensaciones intensas. Pienso en Guillermo, en este momento trabajando en Irlanda, imagino su cuartucho rebosante de los cuadernitos de sus diarios, unos junto a otros, como los años de la vida; lleno de los sonidos barrocos de Bach y sus conmilitones; sonidos hoy se me antojan, desde aquí, en los confines de estas montañas que me rodean, entrañables. ¡Qué ganas de volar a Irlanda! Entre zarandeo y zarandeo, las barras de hierro del jeep clavadas en los glúteos, una nube de polvo envolviendo a esta masa humana (calculo 22 personas, a 70 kg./por unidad humana, siete por dos catorce, me llevo una, siete por dos catorce y una quince; mil quinientos cuarenta kilos más el equipaje. No está mal para un coche que no supera el largo corriente de un turismo. A veces la pendiente hace que todos nos vayamos de narices hacia adelante o atrás, a punto de salir despedidos por encima de la cabina. Sigo calculando ¿Qué densidad será esta, 21 tíos y una tía de pie embutidos en una caja de hierro rebosante y saltante que no debe de sobrepasar el metro cuadrado?); entre zarandeo y zarandeo, decía (¡esto de los paréntesis...!) recuerdo a la Gorda, mi hija, me digo que cuando la vea en Delhi sí voy a tener que darle un buen abrazo (crac, crac, craccrac), me hacen sonreír recuerdos livianos, cómo las relaciones cotidianas de aparente simplicidad son recordadas con especial ternura. La Gorda llorona que desde el 0,7 % (un tiempo de reivindicación acampados en la Castellana) hasta nuestros días sigue todavía algo despistada, pero que poquito a poquito le va hincando los piños a la vida. Me hacen sonreír los caminos inescrutables hacia donde van derivando últimamente sus inquietudes.

El jeep se inclina peligrosamente hacia el abismo del río, marrón, ensordecedor, tengo miedo, se bambolea, a un palmo de la rueda veo el río cien o doscientos metros mas abajo ¿A qué altura estará el centro de gravedad de este cacharro con tonelada y media de carne humana continuamente moviéndose a ambos lados como un velero en día de viento? Calculo la inclinación que debe tomar para que todo se vaya al garete. A veces me parece que es cosa de suerte, ni siquiera tendríamos el honor de aparecer en la prensa. Como además estoy en la parte mas peligrosa, aunque cayéramos en un miserable talud tendría encima esa tonelada y media de carne (crac, crac, crac, todos los huesos al carajo, estrujaditos, hechos añicos). En el traqueteo del jeep muchas de mis divagaciones tienen contornos de preguntas, mi hijo Mario tiene forma de admiración e interrogación. Una esperanza, hermosa esperanza campea en torno a esta familia de cinco mientras el polvo, el cielo, la montaña, el río terrible ¾abiertas sus fauces como si se pudiera tragar toda la vida en un visto y no visto¾ gorjea y ruge en el fondo; mientras, de entre las cabezas de barbudos pakistaníes veo aparecer de vez en cuando la cabeza de Victoria, hoy con las gafas de sol que nuestro ultimogénito ganó en cierto concurso radiofónico.

Un alto en el camino para tomar un refrigerio. Un toldo y té para todo el que quiera tomar algo caliente. El río, oscuro y pastoso, ruge ensordecedor en el fondo, doscientos o trescientos metros más abajo de la pista, de un cortado. Sobre el borde del talud hay montada una tirolina que sirve para abastecer de agua a los viajeros. El sistema recuerda a los cangilones de una noria. Hacemos turno para tirar de la cuerda y llenar nuestras cantimploras con el agua-chocolate del río. La probamos, no está mal. Ya lo dice el refrán: allá donde fueres haz lo que vieres. En esta parte del mundo no hay un chiringuito donde se pueda comprar una botella de agua mineral.

Chilin Gha. Las dificultades para entendernos con las gentes del lugar y la caradura del propietario de un todoterreno provocan esta tarde mi mal humor. Quedamos abandonados en una pequeña aldea al arbitrio del conductor, que deberá atender un buen puñado de asuntos antes de que podamos continuar viaje. Así que nos solazamos junto a un río, cuatro casuchas al lado, alguna de ellas “hoteles” (eso dice un ostentoso cartel colocado en la parte superior de la puerta). Después averiguaríamos que había dos posibilidades hoteleras, una, el hotel, consistente en una larga habitación ocupada en sus dos tercios por una alta tarima sobre la que hay extendidas esterillas y en donde pueden dormir hasta treinta personas, y dos, un cuchitril que apesta humedad. Nuestro poco sentido de la sociabilidad hizo que nos decantáramos por éste último; una reducida estancia con una esterilla en el suelo, eso era todo; ni siquiera un pequeño ventanuco.

Por la tarde departimos con el militar responsable del campamento que ocupa el pueblo en su totalidad. Nos invita a té, está encantado de tener a unos viajeros con los que departir. La guerra con India en esta parte de la frontera puede en cualquier momento convertir la zona en un polvorín. Mirando aquel miserable campamento a uno la guerra le parece un juego de mal gusto entre unos pocos paranoicos.

Al día siguiente el paisaje se suaviza y se llena de prados y laderas salpicas de terrazas donde apunta algún cultivo; mujeres trabajando en los campos, borriquillos cargados de hierba que son conducidos por niños o ancianos. Nos cruzamos con jeeps rebosantes de pasajeros, todos de pie sobre la caja. Saco alguna toma filtrada por el polvo espeso de la pista. Recuerdo la cara sorprendida de tres escolares uniformados de corbata y camisa a rayas rojas y blancas; su pulcritud contrasta con el ambiente de la calle, adultos sucios y de pelos enmarañados que se quitan las legañas en un par de grifos públicos. Sus uniformes en un lugar así parecen dar dignidad a la escuela.

Es extrema la fraternidad entre los hombres. ¿Qué hay detrás de este puro mundo de hombres agarrados de la mano que uno ve de continuo en este mundo donde tan difícil ver una mujer? ¿Fraternizados por mor de las circunstancias? ¿Qué son realmente las mujeres para estos hombres? ¿Y las mujeres, qué hay en la cabeza de todas estas niñas, jóvenes, madres, ancianas? Adivino que en su caso ni siquiera sumisión al destino, pájaros que nacidos en una jaula, acaso no hayan desarrollado siquiera la capacidad de someterse, porque las cosas no son de otra manera que así. Es extremosamente triste pensar en las mujeres cuando se viaja por esta parte de Pakistán.

Valle arriba del río Hunza, la grandeza y la vastedad descarnada del paisaje me hicieron volver a sentir esa inmensa pequeñez del tiempo que duran nuestras vidas. Las montañas se levantan, se abren grandes tajos por efecto de la erosión, miles de años, los valles se elevan con sus anchas capas de sedimentos, que son cortados de nuevo por la violencia y la perseverancia de los ríos; quedan al descubierto las entrañas de la tierra, que durmieron miles, millones de años antes de ser rajadas por el rumor cantarín del agua. Y mientras, la vegetación inunda los valles se agosta, desaparece; la geología manda, la tierra se convulsiona, los glaciares vuelven a crecer y vuelven a dejar para espectáculo de milenios después la señal de su paso en las morrenas. Y el hombre, de pie sobre un canto rodado, orgulloso, creador de cultura y dioses eternos ve achicarse su orgullo hasta el punto cercano a la nada. La pequeñez, la extrema insignificancia de un hombre en medio de estos valles, de la historia que mana de las inmensas pedreras, de los sedimentos, de las cumbres por doquier, es indecible.

Nuestro hotel, una tarima tres palmos sobre el suelo, lecho común para todos los huéspedes. Cuando ya no se puede leer fuera entramos, hay tres o cuatro personas desperdigadas, una hace los rezos de la tarde, dos discuten, se turnan la alfombrilla de los rezos, encienden la televisión, sirven té con leche, entran militares con cara de frío. En la televisión parlotea una mujer, Victoria comenta que para ver mujeres pakistaníes hay que encender la tele.

Leo a Torrente Ballester, el local se ha llenado de gente; formamos dos filas; nosotros ocupamos un banco y, enfrente, en la tarima toma asiento un grupo numeroso de hombres; ven una comedia pakistaní que copia los esquema ya universales de los culebrones con risas de fondo cada dos o tres palabras. Miro sus ojos, la mirada de esta gente es vivaz, despierta, hay una sonrisa permanente mientras miran el televisor. La mismidad se extiende como una mancha de aceite por todo el planeta.

Los modelos de vida. La apisonadora de nuestro modelo es un corsé para la percepción, siempre intenta ubicar otros modos en la órbita de sus propias concepciones. Viviendo de cerca las condiciones de vida de la gente me siento estos días más próximo a comprender la heterogeneidad; los parámetros en los que la gente vive, se quiere, come o fornica. Esa visión cuasi geológica representa un elemento más de compresión de la liviandad de nuestra existencia.

Aquella noche aliviamos nuestro sueño en nuestro hotel particular. A nuestro lado el posadero roncaba como el demonio. Un individuo que ejercía las funciones de encargado de la oficina de correos; la “posada” donde dormimos era la dependencia principal de esa oficina.

El trayecto del día posterior: tierra de osos y viento. Recogemos por el camino a un niño con el oído destrozado. Su padre lo lleva al hospital en nuestro jeep, no parecen tener nada más que lo puesto, aceptan sin rechistar toda la comida que les pasamos durante el camino. Le proporcionamos algunos antibióticos.

Nuestro viaje termina en Skardú, una remota y polvorienta ciudad en los confines del país lindando con Cachemira. Una larga calle polvorienta encajonada entre grandes montañas, y un ancha llanura fluvial por donde discurren los numerosos brazos del río. Un agradable motivo fotográfico para mi cámara cuando caiga la tarde.

De peregrinación al Machu Picchu

PERÚ. CUZCO. Por la noche, en Aguas Calientes, tras la ascensión al Putucusi, oía a Sabinas mientras me tomaba un café con leche. No entendía por qué no oía yo a Sabinas con más atención y con más frecuencia; a veces es sencillamente genial, me gusta esa manera de pintar los detalles y de hacer bailar en el centro del escenario cualquier historia cotidiana.

Revisaba mis notas de la mañana, un artículo que escribí pensando en colocarlo en algún periódico local de Cuzco, y que fue publicado al día siguiente en El Diario del Cusco, el periódico de mayor tirada de Cuzco; algo así como las elucubraciones de un viajero contrariado. Me gustaba. Esa mañana, influenciado por nuestra aventura para acercarnos al Machu Picchu sin pagar el canon ferroviario de treinta y cinco dólares, pensé que era oportuno escribir un artículo de opinión sobre el asunto; pero después de reunir más información vimos que los ladrones eran tantos que no tenía objeto. Era una vergüenza tratar así a los viajeros, como si cada uno de nosotros fuera exclusivamente un buen puñado de dólares: recorrido en tren de 109 kms.: 35 dólares; hacer el Camino del Inca: 50 dólares; bus entre el ferrocarril y las ruinas: 9 dólares; entrada a las ruinas veinte dólares... interminable. Están metidos todos en el robo institucionalizado. ¡Un puro aburrimiento! Victoria levanta la vista de su libro, Todas las sangres, de José María Arguedas y lee en alto lo que alguien dice a un terrateniente: “Tienen cogido al mundo como pulgas”.

Subir hasta Aguas Calientes sin pagar el canon ferroviario, el importe por el que los señoritos de Lima compraban a los ganaderos de Ayacucho una vaca, fue una aventura que no voy a relatar. Nos bochornoso pasar por las condiciones que imponían los cuatro ladrones del lugar, los propietarios de la línea férrea que hacían el servicio entre Cuzco y la base del Machu Picchu, así hicimos de aquello una cuestión de honor y evitamos pagar el canon fijado.

En Aguas Calientes, alguien, después de charlar un rato amigablemente en la estación, nos indica una excelente excursión alternativa a la multitudinaria Machu Picchu, un pico espectacular frente a las ruinas incas, el Putucusi, que arranca en las cercanías del Machu Picchu, pero dejando entre él y las ruinas el fondo de la quebrada por donde discurre el río. Las nubes emergen entre las montañas, altas, picudas, cubiertas de vegetación desde la base hasta la cumbre. Caminamos por la vía del tren un tiempo y luego el camino se eleva rápidamente por la abrupta ladera. Es umbrío, cerrado; me pregunto cómo salvará el sendero las rocas verticales del tramo siguiente. Después de varias revueltas aparece una larga pared casi vertical por la que se eleva una larguísima escalera hecha de troncos. Impone respeto, un grupo que nos sigue se da la vuelta en este punto. El tramo me trae el recuerdo de las espectaculares vías ferratas de las Dolomitas, en Italia, aquella última que hice con Mario en Brenta. Victoria sube despacio pero segura, miro entre mis piernas a la pareja peruana que nos sigue. Al salto casi vertical de unos cien metros, siguen tramos que se salvan con cables de acero, con más escaleras, con un puente. El valle y el pueblo van quedando en el fondo bajo nuestros pies como si nos eleváramos verticalmente en un globo aerostático. La humedad del aire y el sudor han empapado mi camiseta, chorrea como si la hubiera metido en el río. Es agradable subir ininterrumpidamente, sentir el cuerpo fuerte y sano; el mal sueño del sorocho ha desaparecido, es cansado subir pero el aire llega a los pulmones con toda regularidad. Ascender en torno a la cota de 2400 metros se convierte así en un placer. El gran meandro del río rodea el Putucusi casi totalmente y podemos ver desde esa especie de istmo de altura, a nuestros pies y a la izquierda y derecha bajar tumultuosas las aguas marrones del río, y junto a él la diminuta vía del ferrocarril.

La vegetación, ya sin grandes árboles, sigue siendo ubérrima en las cercanías de la cumbre. Rodeamos una gran roca, subimos un estrecho pasillo y... cumbre. Entre el paisaje salvaje y agreste del frente, destaca sobre un amplio collado, al otro lado de un vuelo que atraviesa la profunda quebrada del río, los restos más notable de la civilización incaica. Montones de bucles dibujan en la ladera opuesta el trazado de carretera que usan los buses de los turistas; a la derecha los restos de las terrazas que construyeron generaciones de campesinos; y arriba, sobre los bucles, sobre las terrazas, las ruinas del Machu Picchu.

Nuestra montaña es mucho más bella y prominente que esa verbena que sirve de disculpa para exprimir a los turistas como cítridos en agraz. La niebla y las nubes quedan a un centenar de metros sobre nuestras cabezas, suben y bajan por los cerros grises y de verde intenso. A nuestro alrededor el abismo se hunde por setecientos metros bajo nuestros pies.

Hacemos algunas tomas antes de que el sudor deje de brotar de nuestro cuerpo. Mi chica está muy guapa. Me gustan nuestros rostros sudorosos sobre el fondo aéreo de las ruinas, sobre las oscuridad surcada de nubes.

Celebraremos nuestro retorno al valle con un litro de cerveza junto a una capilla de Santa Rosa de Lima, al pie de la estación de ferrocarril. Miramos a los centenares de pasajeros que se agolpan esperando al tren, mientras sorbito a sorbito nos vamos ventilando la cerveza.

Hoy dormiremos en Aguas Calientes.

Incluyo a continuación el artículo que apareció en la prensa local al día siguiente:

MACHU PICCHU Y USURA

(En defensa del viajero)

El pasado día diez, los campesinos de Ayacucho comenzaban una huelga de cuarenta y ocho horas. Como consecuencia de la misma el bus en el que viajaba, haciendo el trayecto Lima-Ayacucho, quedó bloqueado a las doce de la noche entre dos piquetes de huelguistas que habían cubierto la carretera con grandes bloques de roca. Todo el pasaje hubo de pasar la noche, y la mitad del día siguiente, en la puna. Tuve tiempo de hablar con algunos campesinos, durante esas horas, sobre los temas de malestar que les llevaba al paro. Su principal queja: el producto de su trabajo se lo llevaban las especulaciones de los intermediarios; una vaca se la compraban por cien soles, decían, y añadían: ahora, pregunte usted cuánto cuesta una vaca en Lima. Y así todo el producto de su trabajo. Peruraíl, S.A. cobra a los pasajeros no locales ¡ciento veintiséis soles! por un trayecto de ciento nueve kilómetros, el equivalente a una vaca ayacuchina comprada a los campesinos de la puna.

Me pregunto si es ésa parte de la filosofía económica del país. Que haya de pagarse el equivalente al importe de una vaca comprada a los ganaderos, para hacer el trayecto Cuzco-Aguas Calientes, dice mucho del desprecio con que los que tienen dinero tratan al resto de los ciudadanos. No sería de extrañar que los que compran la vaca en Ayacucho fueran los mismos que los que imponen sus tarifas en el ferrocarril. Siempre fueron los mismos los que como sanguijuelas vivieron el hartazgo de la sangre de los otros ante la mirada bobina de los gobiernos de turno.

Uno, amante de los viajes y del conocimiento de los pueblos que atraviesa, queda desagradable y admirativamente sorprendido ante la impunidad con que los responsables del ferrocarril que hace el servicio Cuzco-Aguas Calientes, son capaces de promover disposiciones legales que prohíben terminantemente el uso de alguno de sus trenes a los pasajeros no locales, con la intención evidente de procurarse un lucro desmesurado y abusivo, al obligar a los pasajeros no locales a tomar el tren llamado turístico, que fija una tarifa muy superior a la que podría pagarse en los países más ricos del mundo por un servicio similar (Los datos: 109 kilómetros; dos tarifas: una, para los pasajeros locales, de 10 soles; otra, para los no locales, de 126 soles, el equivalente a 35 dólares).

Las autoridades responsables del turismo local deberían considerar que el tomar a los turistas como estúpidos objetos de expoliación no es un criterio de corte ético ni civilizado; más, es claro que estas medidas contribuyen a que ante esta expoliación el turista sienta el comprensible desprecio que merece todo tipo de usurero. Y en el mismo paquete van tanto los que se lucran como los que con su política permiten que estos hechos tengan lugar.

¡Promover el turismo! Esto no es promover el turismo, esto es consentir y ayudar a que cuatro listos, los de siempre, hagan su agosto con la venia y el apoyo de las autoridades correspondiente. Es una idea mostrenca y zafia esta de considerar al turista como una billetera ambulante.

Cualquier persona de mediana inteligencia que eche un vistazo a la normativa en uso, que los responsables del ferrocarril se encargan puntualmente de poner en conocimiento del público en todas las estaciones, comprenderá que la tal normativa no hace más que empañar la imagen de honradez presumible en las instituciones; su puesta en vigor atenta contra el concepto de respeto que las empresas y los responsables del turismo deben tener con los usuarios de los medios de transporte.

Es una lástima, todas estas circunstancias conjugan mal con la idea esa de Patrimonio de la Humanidad, de Santuario. Los usureros ensucian el entorno más que si de toneladas de basura se tratara.

Habría que añadir, para finalizar, que no es sólo Perurail quien ejerce la usura en torno al Machu Picchu, y si no echen un vistazo a las tarifas según las distintas opciones: entrada a las ruinas, veinte dólares; hacer el Camino del Inca, cincuenta dólares; el bus entre Aguas-Calientes y las ruinas, nueve dólares. Como se ve, el Machu Picchu se parece más a las minas del Rey Salomón que a otra cosa.

... Y mientras, a escasos metros de la estación de Cuzco, en la calle del mercado, tener que sortear las ratas muertas, el barro, la falta más elemental de higiene antes de tomar el tren.

¡Vivir para ver!

“Trasero aloca ministro”

PERÚ. ALDAHUAYLAS-ABANCAY. El largo caminar entre Lima y Cuzco cubría hoy el trayecto Andahuaylas-Abancay. Nos subimos al bus temprano. El paisaje empieza a discurrir hermoso y llenos de matices que sugieren la calidad de una aguada. Un viajero a mi izquierda está enfrascado en las páginas de un enorme periódico en cuya portada, a grandes titulares, ocupando media página, puede leerse: “Su trasero aloca ministro”. Habíamos dejado hacía un rato Andahuaylas y comentábamos el alocamiento del señor ministro del Perú, a quien algún lindo trasero había de haberle hecho perder la compostura. Y es que el señor ministro no es un raro, el trasero es una de las cosas más bellas y excitantes que Dios Padre puso en esta tierra de hombres y mujeres. No hace falta ser muy sagaz para imaginar las posibilidades que esa combinación de belleza, de cosa ininteligible y deseosa puede provocar en la hipófisis. Combinaciones explosivas y tiernas cuyo conocimiento y contacto, de haber sustituido en nuestra tierna infancia a aquel otro del catecismo Ripalda, habría hecho posible en el homo sapiens una sabiduría de mucho más grosor y consistencia.

Pedriza de Manzanares

Traseros; redondos, suaves, adaptadas sus curvas al movimiento natural de las manos que acarician y que gustan describir lentas circunnavegaciones; y como el bus de hoy, adentrarse en los valles, atravesar los prados, subir y bajar por las lomas.

Hoy el paisaje está lleno de caderas, de largas y verdes espaldas, de alguna que otra hondonada donde se anuncia el ombligo, de algún que otro muslo desnudo por donde campea una niebla azulada que hace más vivo el color de la carne, tostada como después de un largo verano de playa. La umbría de las nalgas, abajo, deslizándose hacia la quebrada oscura del valle de Loinnombrable, rincón recoleto, puerta loca de la imaginación, juega en mi curiosidad viajera esta mañana el papel de la rocalla en donde cantaban las sirenas homéricas.

Divina capacidad esa de alocarse con un trasero, señor ministro.

Y el viaje continúa, hoy, casual e inesperadamente como un regalo para la vista; la carretera semejante a una avioneta que diera vueltas y más vueltas acariciando las laderas, una, otra, cien, sobrevolando los valles y altas montañas encopetadas de nubes y nieve. Primero fueron laderas labradas asomadas a la reciente madrugada con las filigranas de miniaturas de hileras de habas y papas; paisaje ajedrezado donde el amarillo del trigo y las verduras parecen componer un cuadro cuya armonía merece las paredes de un museo. Después vinieron montañas más agrestes, empericotadas cresterías azules al fondo, la carretera como una línea insinuada en el ocriverde vertical de las laderas.

Viaje de andar por las nubes y de ajetreo autobusero, que deja en la mañana la curiosidad latente de conocer in situ ese trasero que ayer mismo volvió loco al señor ministro del Perú.

Cercanías de Aldahuaylas

Huelga en el altiplano andino

PERU. ENTRE LIMA Y AYACUCHO. Aquella noche soñé —o mejor, lo pensé en la oscuridad del bus entre Lima y Ayacucho— que había un hueco alrededor en donde estaba yo, y tú, y tú y mis hijos, y el hueco era como un patio, un campo en donde había todo lo suficiente para pasar la vida. No era lugar cerrado, estaba abierto, se podía ir lejos y volver. El lugar era cálido, no ocupaba ninguna propiedad, se vivía sin más en él y, aunque el resto de ese mundo existía, importaba poco, nosotros teníamos ese rincón donde lo único que había que hacer era vivir. No había grandes filosofías por allí, al menos no se las veía a simple vista. El espacio en donde crecía ese campo, que por cierto estaba resguardado del viento, pero abierto a las estrellas en el momento en que me sentí allí dentro, era oscuro y acogedor.

Estaba convencido de que eso era todo lo que había, y quizás lo que necesitaría en el futuro, y ello me producía una gran sensación de paz y libertad. En la televisión del bus habían puesto una película de caballos muy mala (Running free), sin embargo, algún remoto lugar del mundo con agua, pasto y tierra para correr parecía la aspiración decisiva de un potrillo en busca de sí mismo. Yo procuraba esconderme de la pantalla con el asiento delantero, pero algo me llegaba. Luego acabó la película y, en la oscuridad empezaron a sonar canciones que estaban entre Nino Bravo y Serrat.

Era placentero dejar vagar el pensamiento mientras el bus hacía kilómetros y kilómetros, arrebujarse como tantas veces en los rostros, en las miradas, los recuerdos, en la recomposición de ese rincón que era como un universo en el que todo dependía de nosotros mismos. Allí llegaban muy atenuados los ruidos del mundo, y lo que llegaba no interfería en absoluto en la plenitud del momento. El autobús llevaba diez horas rodando camino del sur, hacia el lejano Machu Picchu; miraba fuera, era hermoso vivir, mirar, ver. Minutos de plenitud sobrevenida que vienen sin más como un regalo a ese rincón de oscuridad. Le pasé distraídamente la yema del dedo por la mejilla; ella puso su mano sobre mi pierna. Fuera estaba la oscuridad y el perfil acarbonado de la noche.

No duraría mucho aquello. Estamos a cuatro mil metros. A la una de la mañana el bus se detiene en mitad de la oscuridad. Los campesinos han cortado la carretera en mitad del altiplano. Una huelga que comenzó a las doce y durará cuarenta y ocho horas. El pavimento está ocupado por grandes rocas de granito. Llega un coche patrulla, la huelga estaba anunciada, la empresa lo sabía, pero... El recorrido no lleva más de seis horas desde Lima, el tiempo suficiente para haber pasado los piquetes de huelgas antes de medianoche, pero nosotros hemos empleado doce horas: el paso está cortado. Aires de revolución en el bus, lleno a tutti plen, gritos contra el conductor, contra la empresa; opciones posibles: darse la vuelta y volver a Lima; quitar las piedras, grandes rocas algunas de las cuales superan la tonelada de peso, e intentar pasar arriesgando un enfrentamiento con los campesinos que vigilan ceñudos al otro lado de la barrera de piedras, dispuestos a romper todas las lunas del bus a pedradas. Se mezclan los desairados con algún que otro bromista que propone alquilar burros para continuar el viaje.

A las ocho de la mañana estamos en medio de una batalla campal: la policía disparando botes de gases lacrimógenos contra los campesinos y los campesinos desprendiendo grandes bloques de piedra desde un alto talud que corona la carretera. Una larga fila de autobuses, más de veinticinco se han ido acumulando entre la una y las ocho de la mañana. Cuando los antidisturbios habían dejado el paso expedito y los autobuses empezaron a circular después de retirar los bloques de granito, en una ladera más arriba empezaron a desprenderse rocas. Los campesinos se han hecho fuertes y torean a los policías, insuficientes a todas luces, yendo de un lado a otro del monte. Los gases lacrimógenos tienen poco efecto a campo abierto, el viento los dispersa en seguida.

Todo empezó después de la medianoche. La carretera había sido cubierta por rocas a lo largo de cientos de metros. Estaba nublado, lloviznaba. Los pasajeros, después de un pequeño revuelo, deciden parlamentar con los campesinos. Son tajantes, no podremos pasar por allí durante dos días; tampoco podremos dar la vuelta porque la carretera ha sido bloqueada a medianoche en distintos tramos. En el bus hay de todo, niños muy pequeños, ancianos, mujeres, hombres... y algún loco de atar suelto. La algarabía, los intentos de aunar posiciones, los gritos, las amenazas al conductor, forman un cuadro alucinante y esperpéntico en la noche oscura del altiplano. Describir esto requeriría el genio del Balzac; alguna exaltada llega a pedir el cuello del conductor; de los campesinos, con semejante oscuridad, mejor no hablar muy alto porque el campo puede estar lleno de lobos, aunque el apelativo más suave que reciben es el de borrachos.

Por la mañana Victoria y yo nos vimos en la obligación moral de poner las cosas en su sitio, arremetimos al unísono contra la mitad trasera del bus. Increíble. Les pusimos a parir y resultó un silencio mágico de aquella bronca que lanzaban dos extranjeros que no habían abierto la boca durante siete horas, que no habían retirado ni una sola piedra pese a las exhortaciones de muchos pasajeros y pasajeras, y que habían dormido flamantemente entre la palabrería interminable de la mayoría del personal. Los campesinos no están borrachos, señoras; ustedes parecen todo menos adultos; les debería dar vergüenza ser peruanos; ¿por qué no se van ustedes a insultar a los señores de la plata que viven en Miraflores, en Lima, en lugar de a esta gente pobre que lo único que hacen es exigir sus derechos? Cosas así: silencio; hasta la tía que había estado despotricando toda la noche detrás de nosotros no volvió a abrir la boca.

Un autobús lleno de hombres y mujeres puede ser un ejemplo en pequeño del funcionamiento de una sociedad, ejemplo deprimente de “pueblo” en funciones. No tengo ánimo para describir esto pero es estremecedora la destemplanza, la bazofia que hay encerrada en una parte importante del común de los mortales cuando estos se hacen masa (hay que recordar una vez más el lúcido trabajo de Elias Canetti, en Masa y poder).

Fuera, los campesinos exigían precios dignos para sus productos; los mayoristas les compran una vaca por cinco mil pesetas, un kilo de patatas por cinco; cuando llegan a los mercados estos precios se han multiplicado por diez, por veinte, por cincuenta. Si los campesinos de todo el mundo han sido siempre los parias de la tierra, los del Perú parecen estar en la rama más baja de esta clase social.

A las cinco de la mañana nuestra fila de autobuses se engrosa con siete u ocho más; el desplazamiento del equilibrio de fuerzas se salda con mucho a favor de los pasajeros. Se ha hecho de día y el miedo a la oscuridad cede a un arrojo que aumenta con la luz y con el número. Los pasajeros se enfrentan directamente con los campesinos y éstos ante el lenguaje de los números y la actitud amenazante de muchos, ponen pies en polvorosa mientras los pasajeros despejan la carretera de rocas. La ruta queda abierta y los buses se precipitan por el estrecho pasillo de rocas abierto en el asfalto. A los pocos kilómetros un camión, con todos los campesinos del puesto de vigilancia anterior, adelanta velozmente a los autobuses y viene a pararse frente al siguiente bloqueo, mucho más importante y numeroso que el previo. Los campesinos suman centenares. En este punto la carretera está invadida por bloques de granito que necesitan el concurso de diez o doce hombres para hacerlos rodar. Cuando llegamos al primer bus le han roto la luna delantera y dos personas son atendidas con heridas de pedradas. En medio de la carretera arde una gran fogata. Los pasajeros se mezclan con los campesinos que vocean sus razones en pequeños grupos. Las mujeres acarrean carrizos y paja para alimentar la hoguera. Los campesinos piden que se forme una comisión de pasajeros para hablar con ellos.

Merodeo entre el gentío con las dos cámaras en las manos. Luz de amanecer, tonos apagados, colores salidos de la noche y la humedad para envolver en un ambiente duro y ocre un montón de rostros trasnochadores. Mi pasión de fotógrafo de retratos puede sobre cualquier otra cuestión (recuerdo a los mineros norteamericanos de la exposición de Avedon de que hablaba Marisa): son rostros duros, entecos, oscuros, ásperos, de mirada hundida; el frío los trae embutidos en largos ponchos, su aspecto es mísero y primitivo. Tres o cuatro hablan con empaque explicando las razones de la huelga a los pasajeros. En algún instante, inesperadamente, empiezan a llover piedras por todos los lados; salimos corriendo en desbandada intentando proteger la cabeza. Cuando nos encontramos a cierta distancia de la lluvia arremetemos Victoria y yo gritando a los hombres de los alrededores que tiran piedras contra los campesinos; vuelve a producirse el efecto mágico de un rato antes en el autobús, los increpados dejan inmediatamente las piedras en el suelo y se escurren silenciosamente entre la multitud. Obedecen como sorprendidos por la violencia de nuestra exhortación. Cesan las piedras en ambos sectores. Los elementos violentos son fácilmente identificables en ambos bandos y la cordura tanto de los campesinos como la de los pasajeros ha terminado por imponerse.

Se decide esperar hasta que lleguen los periodistas; dejarán pasar con la condición de que les permitan hacer pintadas en todos los buses, además de transportar hasta Ayacucho diez campesinos en cada carro; es decir una supermanifestación motorizada entrando en Ayacucho a lo grande.

Mientras tanto pegamos la hebra con dos hombres. Una ilustrativa conversación con gente muy informada y de aspecto ecuánime. Hablamos largamente sobre el país. Fujimori, el Chino, se presenta ya de manera reiterativa como un hombre que supo aplicar criterios de gobierno muy positivos para el país, mientras que la credibilidad de Toledo parece ir en picado. Estando en estas conversaciones aparece una camioneta de la policía. En poco tiempo la carretera queda despejada, los acuerdos quedan en agua de borrajas. Subimos a los buses, nos ponemos en marcha, pero no hemos avanzado doscientos metros cuando volvemos a detenernos. Sobre un talud más arriba vuelan las rocas, los pasajeros se parapetan contra las piedras dirigidas directamente al bus. En seguida empiezan los disparos y los botes de humo. Pero los policías son tan pocos que el humo después de los primeros instantes se convierte en una atracción de feria. Los campesinos corren hacia el talud, se hacen fuertes en la parte prominente, los disparos parecen no llegar hasta allí. Los policías trepan la cuesta y los campesinos y campesinas, muchas metidas en el meollo, se desperdigan y aparecen un poco más arriba. El juego del ratón que te pilla el gato. Media hora después los antidisturbios han claudicado ante su inferioridad numérica. Los campesinos imponen sus condiciones y comienzan a pintar los autobuses.

Es esmalte, amigo, oigo gritar a alguien. Los campesinos se han agenciado dos grandes cubos de esmalte color rojo y haciendo muñequillas con papel higiénico van dibujando todas sus consignas sobre los autobuses: “Viva la huelga campesina”, “fuera Toledo”, etc. La pintada de los autobuses casi parece una fiesta, los pasajeros miran riendo con las manos en los bolsillos. Cuando todos los buses están todos pintados se oye decir que no los dejan pasar. Es el momento del mercadeo entre los pasajeros, aparecen por arte de magia coca-colas, bollos, magdalenas, quesos, todo mercancías que hasta ahora viajaban en las bacas de los autobueses. Las magdalenas que debían de costar a dos pesos el paquete, en quince minutos se disparan a los cinco pesos paquete: ¡plena aplicación de la ley de la oferta y la demanda! Dos enormes cajas con bollos, que transportaba una pasajera en la baca del bus se vacían en un santiamén.

En la curva se ha reunido una pequeña multitud, arriba del talud siete u ocho individuos con un solo empuje pueden desprender media montaña sobre la carretera si se lo proponen.

Y ahí estoy, tomando el sol, viendo en qué para la cosa. De momento hay bastantes pasajeros que cogieron sus bártulos y caminan carretera adelante hacia Ayucucho (más de veinte kilómetros). El resto hace bulto, un bulto como el cuerpo de una ballena, desde donde se eleva de tanto en tanto un chorro de gritos. La señora de las magdalenas hace su negocio. ¡Ajá! Me estaba preguntando desde hace un rato por dónde estaría Victoria que había ido a buscar un rinconcito por ahí y que tardaba en llegar y ¡zas! ¿dónde está? Pues haciendo sus compras de mercado, en la cola de la señora de las magdalenas, ¡justo, comprando magdalenas! Qué previsora. La veo acercarse con una bolsa en la mano, sólo los pudo comprar a cinco... ¡es que la vida sube que es una barbaridad! Ya tenemos desayuno, comida, merienda, cena... y vaya usted a saber si no se arregla esto...

Y yo que había dejado estas anotaciones anoche, cuando me apagaron la luz, en medio de un halo poético; creo que hablaba de mi rincón vital y del perfil acarbonado de la noche, pero ahora ya no es posible retomar el tema en medio de esta algarada.

De pronto follón, vocerío, y, como en la guerra, pam, pum, pom, pam, y vuelan los gases lacrimógenos dibujando pequeñas culebrillas de humo en el aire. Parece que estamos en la feria de mi pueblo. Ahora, eso sí, la gente corriendo mogollón, por si acaso.

No resisto seguir con este cuento. Desde ahí, dos horas de negociación. Se pasa, pero cinco kilómetros más allá volvemos a encontrar otro centenar de envalentonados campesinos. Llegamos por fin a Ayacucho, veinticinco horas después de haber salido de Lima, quinientos kilómetros al norte. Después tardeamos plácidamente, aunque un poco soñolientos, en una habitación en la esquina de la plaza de Armas (todo pueblo, toda ciudad tiene su plaza de Armas, sí señor), bonita, colonial... un regalo para terminar un día sumamente entretenido e ilustrativo. Para cosas de éstas sirve viajar, ¡qué leñe!

En los valles del Huascarán

PERÚ, LA CORDILLERA BLANCA. Habíamos dejado el grueso de nuestro equipaje en el hotel, en Lima, y tomado muy temprano un autobús para Huaraz: ocho horas de bus. No sé lo que sucede, mi cuerpo se sumerge durante casi todo el viaje en un puro sopor del que a duras penas salgo; pasa un paisaje desértico frente a la ventanilla, los acantilados se alternan con la arena. En la puerta de uno de estos sopores me encuentro con una leve excitación, a la que logro despertar poco a poco; la alargo en el duermevela, pasan los minutos, sube y baja como una fiesta que hubiera comenzado a medianoche y quisiera prolongarse hasta el alba. ¡Buen sitio el autobús! Y nada mejor que arroparse en la humedad y seguir duermeveleando. Ahí nada más, al otro lado de un cabeceado de ocho horas aparecerá Huaraz, otra de las mecas del alpinismo mundial.

Altos de Huaripampa

Sumé, éramos veintiuna personas en la Toyota, veintiuna más una torre de equipaje en la baca. La pista de tierra da docenas de tornantis antes de llegar a los cuatro mil ochocientos metros del Portachuelo de Llanganuco. El paisaje: la espalda del Huascarán, glaciares extensos naciendo de las faldas de la niebla, celosa ella ocultando parte de la cordillera.

Mientras miro el abismo por donde vamos subiendo veo a Victoria, ella delante departiendo con Jaime, el delegado de la zona para las próximas elecciones. En los lagos Llanganuco, cuando se bajan los tres israelitas que ocupan los asientos del fondo, ambos se vienen atrás y... charlamos, inevitablemente, de política. La gestión poco positiva de Toledo, las expectativas de Alán García y las nulas posibilidades de Fujimori. Somos el país más inculto del mundo, dice con acento circunspecto, desesperanzador, Jaime.

El paisaje al otro lado del puerto también está cubierto parcialmente por las nubes. Nos bajamos en Vaquería, cuatro casas; Jaime viene a despedirse efusivamente de nosotros. Un arriero nos indica con amabilidad el camino hacia el valle de Huaripampa. Nos cruzamos con una niña que, agarrándole de la mano, va tirando de su hermano que a su vez arrastra un cochecillo que a falta de asfalto sigue a su dueño dando vuelcos boca abajo entre las piedras. Los paisanos y paisanas con que nos encontramos son exquisitamente amables, no hay nadie con quien nos crucemos que no dé unas buenas tardes llenas de cordialidad. Nada que ver con los indios aymara de Bolivia, cholos y cholas de intratable y desabrido carácter.

Después de Huaripampa nos quedamos solos definitivamente, el valle sube lentamente por un paisaje de árboles pequeños, el suelo está tapizado por una hierba rala y apretada; me recuerda el valle de Ara en el Pirineo, nada más pasar el poblado de Bujaruelo.

Tres horas y media de marcha; un pequeño grupo por el camino, un ruso solitario que lleva una semana deambulando por la cordillera, son todas las personas con que nos cruzamos esta tarde. El lugar de la acampada es un bello prado desde donde se ven asomar los glaciares y una larga crestería totalmente blanqueada por las nevadas últimas. Ponemos la tienda junto a un estruendoso riachuelo. Día sin lectura, sin escritura, nada; después de instalar la tienda y comer algo caeré como un ceporro desplomado dentro de mi saco de dormir; la altura, el peso (comida para cuatro o cinco días, sacos, tienda, infiernillo, etc.) y la falta de entrenamiento me han dejado el cuerpo como unos zorros.

No tardaría en ponerse a llover. Una lluvia discontinua caerá hasta las primeras luces del alba. El suelo estaba condenadamente duro.

Punta Unión

Colocamos nuestro vivac a 4.750 metros, un nido de águila en el que es difícil respirar. No hemos cumplido las normas básicas para estas alturas —algún día de aclimatación antes de acercarse a la barrera de los cinco mil metros— y ahora cada vez que nos movemos tenemos que emplear un buen rato para ingerir un poco de oxígeno. No era cosa de tomarse a broma esta excursión y vinimos pertrechados para cualquier eventualidad que se nos pudiera presentar; equipo de alta montaña, por tanto, y comida en abundancia. La altura y el peso desproporcionado que cargamos ha hecho extremadamente penosa la subida. Los últimos doscientos metros los he tenido que hacer a un ritmo lentísimo y con una gran cantidad de sufrimiento encima. No podía caminar más de diez minutos seguidos sin sentir que un paso más de ese tiempo me haría reventar.

El collado de Punta Unión es un balcón rodeado de glaciares y picachos de 6.000 metros, pero

las cumbres están cubiertas por la niebla. En un valle más abajo está el Alpamayo, una de las montañas más bellas del mundo. No se ve apenas nada, pero nos resistimos a marcharnos sin echar una ojeada a las montañas de los alrededores, así que plantamos nuestro campamento en espera de que despeje, en espera de esa luz ambarina que ya vimos el día anterior cubrir las grandes montañas de la Cordillera Blanca desde la terraza del hotel en Huaraz. Amanecer a cinco mil metros en un paisaje tan salvaje y tan increíblemente hermoso, bien vale la contrapartida de esta dificultad de moverse uno y sentir como que no hay aire suficiente en todos los alrededores para seguir respirando.

Hace un rato se desplomaron enormes bloques de seracs en los glaciares superiores del circo, pero no logramos localizar la avalancha. Es siempre un estruendo sobrecogedor. Ahora, después de dos días de caminar, nos queda por debajo un hermoso y larguísimo valle en cuyo fondo espejean dos lagos de aguas verdeazuladas. Dejo de escribir, asomo la cabeza por la puerta de la tienda y veo los glaciares iluminados por el sol, su blancura es blancura recién estrenada; hace un par de días las nevadas acabaron con la época seca y las montañas estrenaron nuevo ropaje.

Hace frío, la niebla hizo un vano intento por abrirse. La cantidad de años que llevo haciendo montaña y no dejo todavía de preguntarme por la razón de mi fidelidad hacia ella; lo mal que lo hemos pasado hoy, por ejemplo; este lugar en donde hemos puesto la tienda, lleno de piedras, incómodo, frío, vivaqueando como lo hiciera un amante de la obra de Leonardo da Vinci frente al Louvre, porque sólo le dieran una única oportunidad para ver la sonrisa enigmática de la Mona Lisa; igual nosotros a la espera del siguiente amanecer. Hay un toque de encanto en estas circunsta

ncias; en el caso de hoy, nada más llegar a este lugar, recordé otros muchos vivacs, en la cumbre del Naranjo de Bulnes, por ejemplo, en montones de cumbres del Pirineo que acogieron mi visita solitaria y la de mi igloo de tela. Son ese tipo de vivencias que uno se llevará como un regalo a la tumba. Un pozo de muchas cosas sencillas tiene la montaña; la vida apasionante que encontré aquí durante unos pocos años de recién estrenada juventud, parece como si hubiera servido para alimentar un amor que durará sin duda hasta entonces, hasta ese preciso momento.

La montaña es una amante a veces exigente. Es incomprensible un amor que no exija un esfuerzo importante; se me ocurre que el amor a la vida no es una excepción, que si se quiere vivir hay que llenar la vida de esfuerzos y trabajos (trabajo, nada que ver con eso de ganarse un jornal). Ser permanente descubridor de juguetes podría ser un oficio alternativo al de un Principito que buscara la otra cara de su ya recorrido universo para sumirse en indagaciones planetarias de un mundo todavía por construir.

La blancura de las montañas y sus precipicios inútiles continúa ahí, como una referencia, mostrando la desnudez de un ser cuya belleza intemporal le viene de la meteorología, de la hora, de la altura, de las armonías que nuestro cerebro les ha otorgado. Alguna cuestión: ¿la montaña sería algo calificable como bello si no hubiera un cerebro que le adjudicara tal apelativo? ¿Es la belleza un atributo de las cosas? ¿Es la belleza una determinada ordenación de algo perceptible por los sentidos como armónico? ¿Depende la belleza de las maneras en que el cerebro ve, relaciona los materiales que le llegan a través del sistema nervioso? En una primera aproximación la belleza no parece que pueda ser algo autónomo, su ser se comportaría como si dependiera del modo en que el cerebro creó estructuras en sí que determinan lo que es bello y lo que no lo es.

Pero entonces, ¿qué criterio sigue el cerebro para funcionar de una manera y no de otra, para hacer bello y no feo algo? ¿por qué no pudo ser de otro modo? Y entonces, vistas así las cosas, este amor a la montaña, podría ser una especie de proyección de nuestro ser que busca ciertos compañeros de viaje, conmilitones, con quien arreglar las cuentas de su soledad primera, ciertas proyecciones de uno mismo en donde tratamos de hallar un estado de vivencia, de vida más armónica, equilibrada, frente a otras posibilidades menos gratificantes.

¿O será, por el contrario, que la belleza estará plenamente encerrada en las cosas y le corresponderá al cerebro la labor de detectarla? Seleccionar aquello que sirve al placer se convertiría en otra fuerza básica con que el organismo impulsa la evolución.

El recorrido de Punta Unión a Cachapampa nos llevó casi diez horas. Cargar con tanto peso hace que disminuya el placer de caminar.

Al final amanecimos envueltos en la niebla, pese a que había estado estrellado durante casi toda la noche. El Alpamayo sólo pudimos verlo durante unos segundos, ni siquiera el tiempo para sacar una fotografía. El ambiente se parecía en mucho al de las altas rutas del Himalaya: nuestra tienda por encima de los glaciares, la niebla, la hora temprana preparando el desayuno junto a nuestro nido de águila. La vivencia de la noche despertando en varias ocasiones con el fragor de los derrumbamientos de miles de toneladas de hielo desde las montañas próximas no tiene parangón siquiera en los Alpes. Vivir este espectáculo desde el centro mismo del escenario de las laderas altas del nevado Taulliraju, era un privilegio notable para nosotros; igual que era un privilegio oír a un inacabable Mozart enlatado en mp3 al final de una jornada como la del día anterior.

Embutirse en el chubasquero, cargar el macuto, meter las manos en los bolsillos y bajar sin prisas, contemplando los juegos de la niebla, dejando posar los pensamientos, charlando a ratos, mientras el lago verde del fondo se acercaba, era toda nuestra labor para el resto la jornada.