Atravesando la taiga

EN EL TRANSIBERIANO. 2. A la mañana siguiente el paisaje fue más abierto; las masas de abedules se alternaban con los prados, abundaban los pequeños pueblos; se veían motocicletas con sidecar, algunas vacas, un camión destartalado; asomaba también la marisma. La irrupción sistemática de lo útil afeaba el paisaje; se maltrata al campo sembrándolo de cemento, torretas, vallas, herrumbre. La historia de este país estaba escrita en las fachadas de las casas de sus pueblos, la llevaban los hombres y las mujeres reflejadas en sus rostros y en su indumentaria; en la mirada de los niños era posible encontrar todos los desafueros de las últimas décadas, las circunstancias que habían hecho que esto fuera lo que es y no otra cosa.

Shasha

Mientras tanto, los pensamientos de mi compañera, Berta, parecían navegar por mares de aguas más cálidas, había levantado los ojos del libro y los paseaba por la mañana del campo. Se abrieron las puertas del compartimento y el encargado de servicio del vagón, previo un leve movimiento de cabeza a modo de saludo, se dispuso a dejar en perfecto orden los pocos metros cuadrados del habitáculo. Los otros pasajeros, dos chinos de apetitos sexuales soliviantados por el nada que hacer durante todo el día, perseguían desde la mañana a la noche a dos hembras de su misma nacionalidad en el otro extremo del vagón; con lo que la tranquilidad del lugar era poco menos que total; los chinos, siempre de parranda, sólo aparecían para comer o dormir. El encargado, de uniforme, barría la moqueta, enderezaba los pliegues de los visillos, amontonaba cuidadosamente las mantas en un rincón, recogía los envases vacíos; todo ello con una primorosa meticulosidad. Era un hombre tímido; pese a ostentar la autoridad del lugar, además de la de ser revisor, mozo, ayuda de cámara, no poder evitar desprenderse de una humilde sonrisa que inducía al interlocutor a dirigirse a él con una cortesía impostada y deferente. El rubio intenso de rastrojo castellano iluminado por el último sol del crepúsculo de su cabello, y el azul suave de mar de sus ojos plantados en su cara regordeta de buena persona, habían llamado la atención de Berta desde el mismo momento que pisara el compartimento para revisar la ropa de cama. Ahora, cada vez que se cruzaba con él, no le quitaba ojo; a su chiringuito, un compartimento en la cabecera del vagón, acudía cuando la sed apremiaba o cuando las bolsitas de té se le acababan, o cuando simplemente tenía ganas de mirar su rostro bonachón y regordeto. La tienda-bar, un cuchitril no más grande de dos metros cuadrados, era el reino de Shasha, que así se llamaba este hombre para todo que aquella mañana empujaba con un cepillo las miguitas del suelo hacia el corredor. A ella le encantaba su sonrisa, su aire displicente y modesto, la manera cortés de abrirle la puerta del servicio; apreciaba incluso cuando pasaba el aspirador por el suelo del vagón, la soltura y la meticulosidad con la que lo deslizaba por los alféizares. Con toda seguridad, pensaba yo, a Berta no podía estar dejándole de pasar por la cabeza la idea de encontrarse cuerpo a cuerpo, como diría Aute, con aquel Shasha. ¿Qué sucedería ¾le confesaría ella en algún momento¾ si en una ocasión en que le estoy comprando chocolate, mientras se aclara con las cuentas (¡qué torpe es el pobre con el dinero!), le doy un empujón, cierro la puerta y me lo meriendo ahí mismo? Lo mismo me deportan por agresión a un funcionario. Y Berta, con el libro en las manos y la sonrisa tonta de una idea feliz en los labios, se lo comía con los ojos entre bromas y serios.

La taiga, siempre igual, pasaba sin pausa; prados, pequeños manojos de diminutas flores blancas y amarillas aparecían de vez en cuando, como un descanso para la vista en el desfilar uniforme de los bosques de abedules, los pinos, los abetos.

La cena: pollo frito, sopa deshidratada instantánea, yogur de grosella y té. De vez en cuando el tren atravesaba una estación en penumbras. Hacia una hora que habíamos salido de Novosibrisk; la capital de Siberia se tendía a la orilla del río Obi. Cerca de la una de la madrugada, dos horas después de haber comenzado una partida de ajedrez, intentaba sacudirme de encima la amenaza inminente de un jaque mate. Tras un largo forcejeo, al que siguió un intenso contraataque, me fue posible convertir la amenaza en victoria, valiéndome del subterfugio de darle a comer a las negras un alfíl que parecía andar en el limbo de las filas del contrario. Era un recurso demasiado fácil que había descubierto no hacía mucho; los programadores de la máquina con la que jugaba habían diseñado un programa que no resistía la tentación de indigestarse con una pieza mayor aunque ello les pusiera en situación de un jaque mate en no menos de cuatro o cinco movimientos. Aunque mi yo quedaba halagado cuando la señal roja del jaque mate comenzaba a parpadear sobre el tablero, no dejaba de ser una victoria contaminada por el fácil recurso del engaño.

Estaba tan absorto concentrado en la partida de ajedrez, que la luz de la madrugada se había ido disolviendo hasta quedar en un mero hilacho de claridad sobre el horizonte, sin que llegara a apercibirme de una oscuridad en la que apenas podían rescatarse ya las forma de las fichas de ajedrez. El vagón vivía un extraordinario silencio. Desfilaban las siluetas de los abetos, el bosque oscuro; percutía leve la cadencia sobre los raíles; la suavidad de la temperatura era como un perfume filtrándose en la oscuridad. Arrellanado sobre el asiento, con la cabeza vuelta hacia la ventana, recordé una noche en Laponia en la que leía La Isla del Tesoro frente al foco de la linterna mientras fuera la luz de medianoche del Ártico remontaba el camino de la mañana. Toda la familia pernoctaba en la pequeña furgoneta. Fue una madrugada mágica que flotaba con intensidad sobre la maraña de la memoria. Apenas acaba de despedirse el día cuando ya la luz del sol se alzaba leve envuelta en el traqueteo reiterado de la mañana.

Compañeros de viaje

Las huertas habían irrumpido frente a la ventanilla engastadas en un paisaje de prados entreverados de arbustos. Consciente de que los otros pasajeros no tardarían en levantarse, traté de dormir; sin embargo la luz se me colaba ya por los párpados. Me cubrí con la manta la cabeza, dormité; me ahogaba, retiré la manta, me volteé, me puse boca abajo; intenté aislarme de los ruidos del compartimento. Fue inútil, siguieron minutos de ajetreo, el tren entero parecía ponerse en movimiento, los pasajeros de arriba discutían, sus risas traspasaban mis oídos; momentos después sentí en el cuello unas salpicaduras, el chino de la litera superior rociaba con su sopa mi cabeza, los sorbidos que hacía para engullir los espaguetis traspasaban el grosor del colchón y penetraban en mis tímpanos como un gargarismo estrambótico producido por una profunda cueva marina. El sueño tiraba de mí con fuerza. En el compartimento no debía de haber ya menos de cinco o seis chinos esa mañana, todos sorbiendo sus respectivas sopas de espaguetis y hablando a voz en grito. Del pasillo llegaban otras voces; el traqueteo me afianzaba sobre el colchón. Quedé transpuesto, me reencontré con un par de sueños de horas antes. Tan pronto en uno cargaba con los esquís sobre los prados de la Pala de San Martino, en las Dolomitas italianas, en la hierba del verano, como me enfrentaba en otro a una pecosa jovencita de aspecto chino-finés de largas trenzas pelirrojas cayéndole por la espalda. En esas circunstancias se me ocurrió que podía hacer una excursión. Le miré la cara a la chino-finesa, su rostro inexpresivo no me decía mucho, pero se puso unas bragas negras y entonces me gustó algo más. El sol de mediodía se colaba por las sábanas, un chino me dio un rodillazo mientras las gotas de sopa volvían a caerme desde arriba en el cogote. No entendía por qué coño había traído los esquís a la Pala de San Martino. Como me seguía un grupo de excursionistas disimulé estar buscando algo junto al camino para dejarles pasar, tenía que descifrar ese absurdo en seguida. Estaba dentro de un calor confortable, quizás el chino terminará sentándose en el borde de mi litera, pensé. Volví a los ojos indiferentes de la chino-finesa, imaginé alguna de esas curvas sugerentes que a veces me encontraba en los caminos del deseo; me topé con una en la que sí parecía haber fuerza suficiente para empezar, se elevaba ondulante y atractiva, quizás un tanto indefinida, pero era eficaz, me calentaba el cuerpo. Cerré los ojos con fuerza intentando huir de los sorbidos del chino, el calor me llegaba ahora más arriba y se filtraba por algún lugar de la espina dorsal. Intenté recuperar algunos otros sueños de la noche pero no fui capaz, sólo recordaba el lechoso y largo amanecer sobre los abedules, el tren en silencio, los últimos movimientos del alfil y la reina negros acorralando mi rey en el rincón izquierdo, la sensación de impotencia, la esperanza de un descuido que me permitiera hincar el diente en la yugular de las blancas por un movimiento de mi reina hasta el escaque A4, el punto definitivo que convertiría mi derrota en victoria. Los sueños se habían desvanecido y tenía que apencar con lo único que me quedaba: la muñeca finesa; pero la muñeca chino-finesa no tenía deseos y sus bragas negras eran postizas. Sólo los guarros y aparatosos sorbidos del chino volvieron a sacarme del estancamiento. Oficio de voyeur, juego delicado de los sonidos y combinaciones, fondo de conversaciones, chapoteo delicado en la concavidad oscura de la noche. Los puños cerrados, tensos los músculos, la suave lentitud de las imágenes. Tierra de nadie, tiempo de espera, el páramo, el bosque, la luz ahora tenue filtrada por una capa de nubes ligeras; el chino, mi finesa, Berta recogiendo la cama, el revisor en el compartimento de al lado pidiendo el pasaporte. En fin. La evidencia del nuevo día estaba allí, me rendí, tuve que levantarme.

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