Manchuria

TRANSIBERIANO 4. Los dos chinos del compartimento demoraron aquella noche en acostarse, era evidente que preparaban algún lance con la chinita de ojos parlanchines. Sus largos parlamentos no parecían tener otro objeto que entretener las horas que les separaba de la noche avanzada, aquella en que sólo el traqueteo suave de la máquina de hierro, como una sonaja guardaba en su interior el sueño profundo de los pasajeros. Me producían envidia aquellos escarceos; miraba a mi timidez con rechifla, como quien tiene que aguantar la cercanía de un acompañante poco simpático para la ocasión y se dedica a hostigarlo con palabras irónicas; luego volvía la cabeza hacia el paisaje y me decía que no debía ser el destino de los tímidos participar en estos juegos que requieren algo más que sobreentendidos y miradas furtivas. ¿Tú qué sabes lo que quiere la chinita, bromeaba yo con Berta durante la cena, a lo mejor va en busca de un occidental estrábico como yo?

Ella se reía, le excitaba esa mirada cruzada que había descubierto aquella tarde entre Li Piao y yo, el único eslabón hasta ahora que bailaba en mis expectativas y que conseguía que mi sistema nervioso sufriera un cierto estremecimiento cada vez que lo recordaba. Apenas había durado el corto fragmento de unas décimas de segundo, pero no había duda, la medio sonrisa de Li Piao había dejado una ventana abierta; sólo tendría que encontrar la ocasión. Si es que había tiempo. La velocidad del tren se me antojaba excesiva, probablemente no quedaba más que unas horas por medio; después todo habría sido un sueño. Era medianoche, Li Piao daba conversación a Han, el pasajero gordinflón de la litera superior, y a otros dos más.

A mí me había levantado dolor de cabeza la estúpida partida de ajedrez de después de la cena, así que allí andaba sin hacer nada mirando de hito en hito a esta mujer menuda. Ahora hablaban de cosas serias, su aspecto se había vuelto adusto y circunspecto. A las dos de la mañana Berta todavía leía; yo hacía guardia en la litera de enfrente esperando el desarrollo de los acontecimientos. Movimientos en la retaguardia, el mundo de los sobreentendidos trataba de abrirse paso entre el follaje. El suave traqueteo acompañaba las miradas y los gestos. Cuarto menguante en el cielo, viajábamos envueltos en un apacible balanceo. Berta y yo éramos los únicos ocupantes del compartimento. La luz de la cabecera caía directamente sobre un libro abandonado; entró Han, echó un rápido vistazo al interior: se le puso una sonrisa boba en los labios al comprobar que estaba despierto; cogió la cazadora, hacía frío en el pasillo. Fuera, frente a la puerta, se oía el susurro de una voz de mujer. Me incorporé ligeramente y le indiqué por señas que podía llamar a su amiga, pero le señalé mi propia litera de manera que no cupiera la menor duda sobre la poca gratuidad de mi ofrecimiento. Han me miró escéptico, entendió rápidamente. Se le fue la cara de broma, movió la cabeza negativamente.

La conversación en el pasillo se prologó durante horas en el silencio de la noche. Al compartimento llegaba sólo el hilo fino de la voz de un hombre y una mujer. Li Piao y Han aguantaban impertérritos el frío nocturno del corredor. Me pareció estar haciendo guardia en vano. Dos veces más se abrió la puerta del compartimento, la luz procedente del exterior me sacudió en ambas ocasiones en los ojos. Han volvía a echar un vistazo rápido para comprobar si estábamos dormidos. Veía mis ojos, mi gesto invitando a su amiga, volvía a cerrar. Nada. Yo no estaba dispuesto a ceder, si Li Piao entraba, tendrían que compartirla. No sabía cómo, pero eso no importaba de momento. Mi excitación yacía paciente junto a la decidida resolución de la espera. Mi cuerpo había empezado a exudar una ternura perturbadora, el aire estaba saturado de mujer; tenso por la expectativa, podía sentir todo aquello entrando por las ventanas de la nariz con la misma intensidad con que la madreselva era capaz de inundar de fragancia los recuerdos de un pedazo de adolescencia. ¿Y el nombre de aquello? ¿Cuál sería su nombre? ¿Cómo se llamaba eso que llenaba el compartimento con el deseo del cuerpo de Li Piao? Una rendija de luz osciló indecisa en la oscuridad, dos manos que no estaban de acuerdo parecían ejercer una presión contraria sobre el pomo; terminé por levantarme guiado por la luz que se filtraba por la rendija. La puerta quedó libre, la abrí con una resolución que no me reconocía. Enfrente, Li Piao pretendía hacer creer que miraba el paisaje, una primera luz del amanecer que asomaba lívida tras los cristales como cargada con el peso de la indolencia. Hacía frío, ambos guardaban silencio. La tomé del brazo, la invité a pasar al compartimento, la atraje ligeramente hacia dentro, intenté animarla con el gesto. Después supe que habría tenido que ser más resuelto, pero entonces no fui capaz. Li Piao señalaba los extremos del pasillo, como si las puertas dormidas del vagón tuvieran ojos con que ver. Yo sabía que estas situaciones se resuelven de una manera más expeditiva, pero no pude hacer otra cosa. Solté su brazo, Li Piao me dio la espalda. La suerte estaba echada.

Transcurrieron algunos minutos de silencio. El calor me fue arropando definitivamente después de que a una larga espera siguiera el ruido cercano de una puerta que se abría y volvía a cerrarse, después de que se produjera un silencio definitivo en el pasillo. Era la señal de que las circunstancias habían apostado por una noche de soledad; me tendí en la cama, mis sentidos se relajaron, se concentraron sobre mi cuerpo, la espera había concluido. Eran las tres de la mañana. Mi anhelo quedó a merced del balanceo del tren; tendido anhelante en la oscuridad, escrutaba el camino de las sensaciones que llegaban con su vaivén de olas hasta mi piel. Todavía transcurrió una hora de apacible suavidad. Desde la cama levanté una punta del visillo, un campo verde e inundado se extendía hasta el horizonte. El tren aminoraba la marcha y pasaba lentamente frente a un grupo de peones camineros desarrapados y sucios, que miraban indiferentes el paso del comboy. Apareció un letrero: kilómetro 6579.

A la siguiente mañana a Shasha no le dio tiempo a pasar el aspirador. Entraba y salía en los compartimentos haciendo balance de la ropa de cama de los pasajeros que bajaban en Harbin; repartía los billetes a los que descendían en la siguiente estación, consultaba una larga lista e iba de un lado para otro con aspecto de persona apurada y cumplidora. Por la mañana, ya sin la intranquilidad de la noche por medio, Li Piao pareció reconciliada con nosotros; se presentó en el compartimento como una buena vecina que se despide en el momento previo a iniciar unas largas vacaciones. En esos instantes cualquier nadería había de servir a la fuerza para hacer evidente una familiaridad que no habíamos sido capaces de alcanzar en días previos. Ahora Li Piao se sentó junto a mí, amparada, eso sí, en la compañía de Han y del otro chino; tenía un aspecto relajado, sonreía. Me miraba pero no quitaba ojo a Berta, pendiente de ella como quien no está segura del terreno que pisa. Mesurar los gestos, mirar fijo, espiar lo que viene. Observar, disfrutar de la proximidad, vivir el chisporroteo eléctrico que resultaba del roce de un brazo, el muslo. Tomé el diccionario de chino; luego miré los piñoncitos de mi chinita —casi como los de un conejito frente a una zanahoria—; todavía —¡gran atrevimiento!— osé pasarle la yema del dedo por la sien; ella sonrió levemente. Sacarle la música al cuerpo; eso fue en la noche anterior. Lo de ahora era cosa de los ojos, de estética, de mujer, de ternura. Harbin. Poco después la despedida fue un desmañado beso en la mejilla y un bye bye en un pasillo atestado de pasajeros que llegaban a su destino. La verdad es que se me llenó el cuerpo de ternura después de que Li Piao descendiera del tren en aquella ciudad de Manchuria.

Todo estaba mojado, discurría un paisaje gris inundado por el agua y el barro. Había, sin embargo, una luz suave y agradable. Harbin quedaba atrás.

Por fin había hablado Berta con Shasha. Fue en el andén de Harbin después de despedirnos de Han, Li Piao y del resto de los compañeros de viaje. Shasha la había sorprendido con una enorme y hermosa sonrisa cuando Berta, muy insegura por el resultado de su gestión, le hizo comprender que quería hacerle una fotografía en su chiringuito; Shasha se demoró algunos minutos antes de aparecer de nuevo en la puerta de su compartimento, ella lo miró encantado, allí estaba, peinado, con corbata, guapísimo, presidiendo con cara de satisfacción las puertas de su feudo. Enseguida comenzó a retirar todo lo que había sobre la mesa. Después posó sonriente, sentado frente a su mesa de trabajo, con cara de ferroviario responsable. Berta tuvo que reír tras el objetivo de la cámara para arrancarle una sonrisa. Justo antes de llegar a Changchung pasó por enésima vez el aspirador al vagón.

Una hora más tarde nos despedíamos con un saludo respetuoso y formal, Shasha nos tendió la mano, sonrió y alzó levemente el brazo en señal de despedida. El tren se puso de inmediato en marcha.

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