
VENEZUELA. CANAIMA. 1. Una ligera tiritona encima era el resultado de dos horas de navegar río arriba bajo
Primero fueron cuatro horas y media de “Cristo viene ya”, una estrecha carretera al norte de Ciudad Bolívar, con la leyenda del advenimiento de Cristo cada pocos kilómetros, en artísticos carteles de tonos azulados. En esta parte del país en donde no es fácil encontrar un libro, pude observar durante una parada de las de hacer pis a un vendedor de anacardos, mil bolívares la bolsita, leyendo ensimismado una lujosa Biblia de broche metálico encuadernada en cuero. El negocio se atendía solo, el hombre joven leía concentrado. En tiempos como los nuestros Jesús habría optado por planear en el aire del Parque Nacional de Canaima en lugar de pasearse por la superficie del lago Tiberiades. Habría sido una muy buena razón la belleza de estos lugares, aunque no estoy muy seguro de que el Evangelio abogara por razones estéticas.
Canaima, Venezuela
La pequeña avioneta que nos llevaba había sido estibada con sandías, dos decenas de gruesas y alargadas sandías hacían de contrapeso a los cuatro pasajeros que volábamos esa mañana. ¡Demonios, cómo se movía el aparato! ¿No recordáis cómo se hace el avión para que el nené de turno se coma la papilla? Pues así y con las tripas mirando con un ojo a los meandros achocolatados y con el otro pendiente de la cordura del piloto que hacía subir y bajar a ese trasto rozando demasiado de cerca para nuestro gusto la superficie plana de un tepui. Los árboles aparecían como repollos sobresaliendo de una inmensa caja de mercado. En la noche supimos alguien nos contó del piloto. Sí hubiera conocido antes su historial, su alias el Caimán, de apellido Madriz, probablemente no habría volado tan tranquilo pese a los abrazos con que nos recibió; vuelo demasiado agitado para mi estómago poco habituado a los sustos de la montaña rusa.
Cascada del Sapo, Canaima, Venezuela
La avioneta aterrizó sin novedad en Canaima no sin antes sobrevolar la laguna que enmarca la famosa colección de sus grandes cascadas.
Nuestro guía, Cristian, era un hombre extravertido y amante incondicional de estos parajes; un buen admirador también de todos los exploradores que se adentraron durante años en las montañas de Canaima. Antes de pegar la hebra frente a un increíble arco iris que nacía en la oscuridad aceitunada del río como un puente de juguete, poniendo su otro pie en un prominente tepui, habíamos atravesado la cascada del Sapo a pie bajo una impresionante cortina de agua. Hay momentos en que no se ve; en que el agua te tira; el fragor es ensordecedor; en algún instante llega a la cintura mientras se aguantan sus embates agarrados a una pasarela de cuerda que se sigue a tientas. Aquello imponía.
Tras media hora de navegación río arriba, la embarcación remonta un peligroso rápido liberada de los pasajeros; dentro va nuestro equipaje, me acuerdo tarde del dinero y la documentación que no tuve la precaución de rescatar del macuto. Mientras tanto un camino color canela entreverado de vainilla y chocolate, sigue la orilla arraudalada del río. Esperemos que no haya que buscar el pasaporte en el légamo de los meandros.
Sobre el río el cielo se ha cerrado y ha convertido las grandes montañas del fondo en un lóbrego paisaje donde alumbran los flashes de
Canaima, Venezuela
Apenas deja de llover. Las aguas se han vuelto inquietas con la tormenta; hacia el sur aparece el perfil de nuevas montañas cortadas a tajo sobre la profundidad del río; ancladas más allá de la oscuridad, sobresalen entre los panes de niebla que se agarran a las paredes negras próximas. Los azules se apagaron tras la cortina de agua y ahora son pura gama de grises con una línea clara que flota en el río reflejados por los huecos de luz que se abrieron como un boquete hacia el horizonte. Mientras tanto la temperatura desciende, acabo un carrete de diapositivas, miro resignado al frente, tomo algunas fotografías en blanco y negro; llueve y no me atrevo a echar mano a otro carrete de color. Cristian, nuestro guía, que ha empezado a comprenderme, para en algún momento la embarcación para facilitarme la tarea de algunas tomas. Terminamos haciendo cabriolas para poner un nuevo carrete. El perfil del barquero, sentado sobre la proa, deja una sombra sellada bellamente contra los reflejos simétricos que bailan arriba y debajo de la línea de los árboles. Muy poca luz, pero pruebo, coloco las sombras próximas contra el fondo despejado, junto a las montañas, las compongo de manera que sus formas emerjan como contrapeso de la silueta que se sostiene erguida en la proa.
La cortina de agua describe un arco a la altura de mis ojos. Hace frío. El entorno es impresionante, coincidencia plena de un momento de excepción convocado por los juegos de la tormenta, el motor rompiendo la calma del río, la noche cada vez más noche. Parece increíble estar aquí, en el medio de esta cosa compleja y bella, fría, confiados ciegamente en que un motor siga dando vueltas en medio de la oscuridad acuática, confiando en que en algún recodo el río, de la noche, aparezcan las luces de un campamento, una playa, algo que rompa la duda de que no estamos a merced del río, de la oscuridad, de la selva.
Una ráfaga de agua se nos cuela como un bofetón por encima de la borda. Con noche cerrada, en algún momento la embarcación gira a estribor y se adentra por un río menor, el Aonda; pocos metros más allá, las luces del campamento aparecen diseminadas entre los árboles de la orilla.
Canaima, Venezuela
La tertulia se prolongaría por mucho tiempo después de
En algún momento logré evadirme de
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