Hacia la cascada de El Ángel

VENEZUELA. CANAIMA. 1. Una ligera tiritona encima era el resultado de dos horas de navegar río arriba bajo la tormenta. El lugar, un campamento en algún indeterminado rincón de la selva a donde llegamos ya con la noche cerrada. La imagen de los tepuyes en negro sobre la niebla azul rasgando el contorno de las laderas, en medio de la lluvia; la embarcación abriendo un violento surco de espuma; algunos relámpagos retumbando en los costados oscuros de las montañas, eran imágenes para las páginas más nobles del álbum de los recuerdos. Un punto culminante entonces en el viaje americano que empezó en Ciudad de Méjico y terminaría en el Machu Pichu.

Primero fueron cuatro horas y media de “Cristo viene ya”, una estrecha carretera al norte de Ciudad Bolívar, con la leyenda del advenimiento de Cristo cada pocos kilómetros, en artísticos carteles de tonos azulados. En esta parte del país en donde no es fácil encontrar un libro, pude observar durante una parada de las de hacer pis a un vendedor de anacardos, mil bolívares la bolsita, leyendo ensimismado una lujosa Biblia de broche metálico encuadernada en cuero. El negocio se atendía solo, el hombre joven leía concentrado. En tiempos como los nuestros Jesús habría optado por planear en el aire del Parque Nacional de Canaima en lugar de pasearse por la superficie del lago Tiberiades. Habría sido una muy buena razón la belleza de estos lugares, aunque no estoy muy seguro de que el Evangelio abogara por razones estéticas.

Canaima, Venezuela

La pequeña avioneta que nos llevaba había sido estibada con sandías, dos decenas de gruesas y alargadas sandías hacían de contrapeso a los cuatro pasajeros que volábamos esa mañana. ¡Demonios, cómo se movía el aparato! ¿No recordáis cómo se hace el avión para que el nené de turno se coma la papilla? Pues así y con las tripas mirando con un ojo a los meandros achocolatados y con el otro pendiente de la cordura del piloto que hacía subir y bajar a ese trasto rozando demasiado de cerca para nuestro gusto la superficie plana de un tepui. Los árboles aparecían como repollos sobresaliendo de una inmensa caja de mercado. En la noche supimos alguien nos contó del piloto. Sí hubiera conocido antes su historial, su alias el Caimán, de apellido Madriz, probablemente no habría volado tan tranquilo pese a los abrazos con que nos recibió; vuelo demasiado agitado para mi estómago poco habituado a los sustos de la montaña rusa.

Cascada del Sapo, Canaima, Venezuela

La avioneta aterrizó sin novedad en Canaima no sin antes sobrevolar la laguna que enmarca la famosa colección de sus grandes cascadas.

Nuestro guía, Cristian, era un hombre extravertido y amante incondicional de estos parajes; un buen admirador también de todos los exploradores que se adentraron durante años en las montañas de Canaima. Antes de pegar la hebra frente a un increíble arco iris que nacía en la oscuridad aceitunada del río como un puente de juguete, poniendo su otro pie en un prominente tepui, habíamos atravesado la cascada del Sapo a pie bajo una impresionante cortina de agua. Hay momentos en que no se ve; en que el agua te tira; el fragor es ensordecedor; en algún instante llega a la cintura mientras se aguantan sus embates agarrados a una pasarela de cuerda que se sigue a tientas. Aquello imponía.

Tras media hora de navegación río arriba, la embarcación remonta un peligroso rápido liberada de los pasajeros; dentro va nuestro equipaje, me acuerdo tarde del dinero y la documentación que no tuve la precaución de rescatar del macuto. Mientras tanto un camino color canela entreverado de vainilla y chocolate, sigue la orilla arraudalada del río. Esperemos que no haya que buscar el pasaporte en el légamo de los meandros.

Sobre el río el cielo se ha cerrado y ha convertido las grandes montañas del fondo en un lóbrego paisaje donde alumbran los flashes de la tormenta. En el lado opuesto, la sabana, el campo abierto, se estrellan contra dos tepuyes de paredes rigurosamente verticales. Presiento que me he quedado corto con mi provisión de diapositivas: los meandros, las coliflores de los árboles desde el aire, las masas de agua desplomándose, el arco iris como un raudal de luz naciendo del lecho del río. Hago unas tomas de una de las columnas del arco volando sobre un suelo de rocas y arenas de suave café con leche; después me subo a la embarcación. Comienza a llover; es divertido, sólo llevamos el pantalón corto y el chaleco salvavidas. Sin embargo río arriba el aire se pone pastoso y como de brea. Desde la proa se suman los raudales que escinden la quilla en forma de cortina de agua que terminan cayéndonos encima empuja dos por el viento y la velocidad.

Canaima, Venezuela

Apenas deja de llover. Las aguas se han vuelto inquietas con la tormenta; hacia el sur aparece el perfil de nuevas montañas cortadas a tajo sobre la profundidad del río; ancladas más allá de la oscuridad, sobresalen entre los panes de niebla que se agarran a las paredes negras próximas. Los azules se apagaron tras la cortina de agua y ahora son pura gama de grises con una línea clara que flota en el río reflejados por los huecos de luz que se abrieron como un boquete hacia el horizonte. Mientras tanto la temperatura desciende, acabo un carrete de diapositivas, miro resignado al frente, tomo algunas fotografías en blanco y negro; llueve y no me atrevo a echar mano a otro carrete de color. Cristian, nuestro guía, que ha empezado a comprenderme, para en algún momento la embarcación para facilitarme la tarea de algunas tomas. Terminamos haciendo cabriolas para poner un nuevo carrete. El perfil del barquero, sentado sobre la proa, deja una sombra sellada bellamente contra los reflejos simétricos que bailan arriba y debajo de la línea de los árboles. Muy poca luz, pero pruebo, coloco las sombras próximas contra el fondo despejado, junto a las montañas, las compongo de manera que sus formas emerjan como contrapeso de la silueta que se sostiene erguida en la proa.

La cortina de agua describe un arco a la altura de mis ojos. Hace frío. El entorno es impresionante, coincidencia plena de un momento de excepción convocado por los juegos de la tormenta, el motor rompiendo la calma del río, la noche cada vez más noche. Parece increíble estar aquí, en el medio de esta cosa compleja y bella, fría, confiados ciegamente en que un motor siga dando vueltas en medio de la oscuridad acuática, confiando en que en algún recodo el río, de la noche, aparezcan las luces de un campamento, una playa, algo que rompa la duda de que no estamos a merced del río, de la oscuridad, de la selva.

Una ráfaga de agua se nos cuela como un bofetón por encima de la borda. Con noche cerrada, en algún momento la embarcación gira a estribor y se adentra por un río menor, el Aonda; pocos metros más allá, las luces del campamento aparecen diseminadas entre los árboles de la orilla.

Canaima, Venezuela

La tertulia se prolongaría por mucho tiempo después de la cena. Cristian disertaba en inglés delante de su grupo sobre el programa para el día siguiente; lo hacía con manos, ojos, cabeza, con el cuerpo entero; se encontraba en su medio, el rey del mambo. Al rato hace un apartado con nosotros y, aunque le decimos que sí hemos entendido, inicia una nueva charla (socorro!) que poco a poco fue subiendo de tono de tono y se ramificaría hasta el infinito fuera del tema que le había traído a conversar con nosotros. Era incapaz de estarse quieto, subrayaba las palabras, les ponía una tilde de metro y medio de ancho. Todo era extraordinario en sus relatos: un ermitaño lituano de los años cuarenta, que vivió sólo aquí y que él conoció de niño; un topógrafo alemán que midió el tepui que corona el centro de Canaima (setecientos cincuenta kilómetros cuadrados), también solo; algún piloto que se tiraba desde el borde superior de la cascada del Angel y remontaba el vuelo a unos pocos metros del suelo; un duelo entre un piloto de helicóptero y un paracaidista que se rifaban a ver quien era capaz de descender más rápido, uno con el motor apagado y el otro con el paracaídas recogido. Cosas así. Hay que decir que entre historia e historia se llenaba un medio de whisky con hielo. Llegó a formar un numeroso corro a su alrededor mientras seguía indefinidamente metiendo su imaginación en la maquinaria de sus palabras. Me miraba de continuo. Habíamos intercambiado algunos puntos de vista sobre escalada e historias relacionadas con la filosofía de la aventura al principio de la tarde y parecía haberse encontrado con un interlocutor que sabía que le va a comprender. No me soltaba. A última hora era incapaz de terminar los temas, se perdía, el whisky había encendido su facundia intempestiva.

En algún momento logré evadirme de la conversación. Cristian cambió entonces de audiencia, se fue a jugar al dominó con un grupo cercano. Me trajeron una vela. Me ocupé entonces de mis anotaciones de este primer día de aproximación a la cascada de El Ángel. En la mesa de al lado se oía ininterrumpidamente la voz de nuestro guía y el golpeteo desmesurado de las fichas de dominó contra la mesa, mientras más allá la selva, envuelta en una oscuridad betunosa desprendía ruidos de animales y rumor de agua.

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