El tren del desierto

MAURITANIA. A unos pocos kilómetros de Nouadîbou, la primera población importante que encontré en terreno mauritano, una pequeña construcción de tres muros señalaba la estación del ferrocarril. Un desierto racheado por el viento, una vía de tren y un centenar de metros de arena ocupado por los enseres propios de la supervivencia, entre los que se movían las cabras viajeras y los niños pequeños jugando entre la impedimenta. El tren, pacientemente esperado entre la una y las tres de la tarde, no paró; pasó a buena marcha sin decir ni mu, dos kilómetros y medio de tren, un orgullo para los mauritanos, el tren más largo del mundo, decían. Transporta mineral de hierro desde el interior del desierto hasta la costa, en Nouadîbou. Quizás el de las once de la noche pare, comentaron unos pasajeros, quizás. En caso contrario habría que esperar al día siguiente o hasta el otro. Paciencia africana, me dije, a ver si aprendemos. En vista de lo cual después de comer un bocadillo, busqué un lugar en el suelo y me eché a dormir entre los hatos de los pasajeros, ocupados muchos de ellos en hacer té y en beberlo a pequeños sorbos. Los versos del Corán se iban desgranando reiterativos y monótonos desde un altoparlante con excesivos decibelios encima. Busqué mis tapones de cera, me los coloqué y, minutos después quedé dormido como un bendito.

Cuando me desperté, mis vecinos, unos beduinos que habían arrimado arena junto a la manta donde yacían para prender unos puñados de carbón, consumían las últimas brasas de un fuego de campaña en cuya picorota la tetera era el centro de atención. Los ritos del té exigían continuos trasvases entre los vasos y la tetera; lo escancian sobre los recipientes como si de sidra se tratara; da una espuma abundante como la cerveza. Un té dulzón a la menta que quita la sed y hace que la tarde sea un agradable paseo de charla y mirar las dunas.

Atardecía. De repente todos los hombres, un centenar acaso, se agruparon en dos largas filas mirando a La Meca e iniciaron sus oraciones sobre la arena con la luz extinguiéndose en el horizonte. Esperaban en la oscuridad la llegada del monstruo de hierro. Aparecieron las estrellas y una débil tira de luna se posaba por encima de los hombres de La Meca que se reclinaban y postraban su cuerpo ante la benignidad del Altísimo.

En la espera ondulada de la tarde

arrastra el viento su cabello rubio

y ardiente sobre la arena.

En la espera ondulada de la tarde

versos del Corán

sombras postradas hacia La Meca

cruzan la arena.

En la espera ondulada de la tarde

bajo un cuarto de luna

y alguna estrella

una larga fila de hombres

eleva sus plegarias al Altísimo

en este tiempo de espera.

Al fin, cerca de las doce de la noche el ojo de luz de cíclope del monstruo apareció en la nada de la oscuridad iluminando la masa de pasajeros y sus bultos de color con un poderoso chorro de luz. Transcurrieron varios minutos antes de que la cabecera del tren, dos kilómetros más allá, se detuviera. Después fue orientarse a tientas en la avalancha de los pasajeros, una lucha entre la multitud por conseguir trepar a una de las dos únicas puertas del vagón. Un señor gordo empujaba del culo a su fondona señora esposa, que arremetía la escalada con un peque en el brazo derecho, mientras con el izquierdo trataba de alcanzar un asidero para alzarse sobre el primer escalón, ya ocupado por cuatro o cinco personas. Una lucha desigual en la que ganaban las mujeres, que no se cortaban un pelo en meter sus abundantes cuerpos entre el pelotón que pujaba por alcanzar la puerta. Mientras tanto los paquetes pasaban por encima de los pasajeros izados por los que ya habían llegado arriba. Me aposté en medio de la muchedumbre, pero la presión de la masa me podía; el pelotón se movía elástico de un lado para otro como el extremo de una salchicha que sobresaliera del pan a punto de salir disparada.

En ésa estaba cuando divisé en la oscuridad el gorro de un policía asomando por la otra puerta. Dejé de forcejear en la primera y abriéndome paso con mi equipaje, se lancé hacia el gorro que asomaba entre la gente.

-¡Premier classe, couchette! ¡Premier classe, couchette!- grité al poli que aparecía junto a la puerta; lo repetía insistentemente convencido de que era el santo y seña necesario para arrogarme el derecho de una litera por encima de centenares de viajeros nativos.

Me daban ganas de reír pensando en lo que podía ser eso que allí llamaban primera clase. El policía me indicó una puerta al fondo que no había visto hasta ahora. También allí había mogollón de gente, aunque una multitud menos salvaje que la del otro extremo, que lo único que pretendía era ganar un lugar en la superficie diáfana de un vagón de ganado para poder ir sentados. Según me encaramaban a las escaleras me sacudió un hedor a orines que se masticaba. No había ninguna luz en este monstruo de hierro, así que con la linterna en la mano me abrió paso. Torcí a la derecha y me encontré con el estrecho pasillo de un tren convencional, pero con un uso tras de sí de un par de milenios; tampoco el vagón debió ver una escoba en ese tiempo. En los dos primeros compartimentos faltaban algunas de las literas, en ellos se habían instalado ya sendos campamentos en donde los enseres y las personas forman un revoltijo extremadamente colorista a la luz de la linterna. Atravesando dificultosamente entre la gente y sus bártulos con el macuto puesto, terminé asomando la cabeza en un habitáculo en el que parecían estar esperándome. Me señalaron gentilmente la litera de arriba. Se masticaba la arena en el aire, el polvo alfombraba espesamente la superficie de las literas, a las couchettes se le salían los muelles por las tripas, el suelo estaba ocupado por atajos y bultos de todo tipo y condición. Alumbré con la linterna mi litera del gallinero y lo que vi me dio un tanto grima; pero sólo duró unos segundos. El muchacho de enfrente me ofreció enseguida un paquete de klinex a modo de instrumento de limpieza. Merçi, dije, e intenté corresponder a mi compañero con una agradecida sonrisa. Me acomodé. Uufff, había tenido suerte a fin de cuentas. Pasajero de primera clase aunque fuera subido en el palo de un gallinero... estaba en el desierto africano, la cosa no daba para más.

Unos metros más allá de mi compartimento, una masa humana de doscientas o trescientas personas buscaba todavía un trozo de suelo para colocar sus posaderas y sus pertenencias, en un espacio que recordaba los atestados vagones de refugiados o prisioneros de guerra. Cuando a la mañana siguiente bajé a hacer unas fotos de esta segunda clase, tendría alguna dificultad. ¡Monsieur!, me dijeron desde el fondo, moviendo significativamente las manos, rien de photos. Pobres pero dignos, mostraban sin dar lugar a dudas su negación a ser fotografiados. Una masa de hombres, mujeres y niños llenaría al completo el suelo. Los vestidos de las mujeres eran una extraña fiesta de color en aquel apelotonamiento humano.

Los muelles se hincaban en los riñones. El vagón, a la cola del convoy, daba continuos bandazos, los pasajeros, un decir, hablaron a gritos durante toda la noche... pero no se podía pedir más, me sentía agradablemente instalado para atravesar esos quinientos kilómetros de desierto nocturno. Además, muy previsor yo, no olvidé mi orinal de campaña. Nada más dificultoso que imaginarse dos, tres veces atravesando en la oscuridad por encima del gentío y sus enseres, para dar con el agujero negro de los orines y las deyecciones, que ya me había golpeado la nariz con su aviso de averno tenebroso nada más alcanzar el estribo de la puerta del vagón. Así que con mi botella de agua y mi pipiómetro al lado, contento ya, me dispuse a dormir.

Y dormí como bendito, pese a los muelles y a los bandazos, dentro de la oscuridad neta de ese monstruo que atravesaba la noche del desierto como un fantasma de hierro.

Por la mañana, en el patio de butacas, se hacía té, un desayuno improvisado sobre una cocinilla de carbón que se repartía religiosamente entre todos los pasajeros. El té se alternaba con el líquido espeso de una sopa color pardo que bailaba en un barreñillo; el recipiente pasa de unas manos a otras, diez, doce personas. Tras el fresco de la noche, en el ático, el calor empezaba a subir alarmantemente después de las nueve. Me dirigía a Choum siguiendo el límite fronterizo con Marruecos, un trazado recto dibujado sobre el mapa con un tiralíneas.

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