Al norte de Mongolia

EN EL TRANSIBERIANO 3. Ahí estaba de nuevo Shasha pasando el aspirador. Muy serio él, muy ruso. Miguita a miguita, concentrándose en su trabajo. Los chinos, aunque fueran comunistas, no tenían nada que ver con el Shasha de Berta, lo tiraban todo por ahí, eran sucios y desordenados; en cambio su Shasha no dejaba miguita sin recoger, era atento, apagaba el cigarro cuando salía de su chiringuito aunque sólo fuera a abrirle a ella la puerta del baño; su Shasha utilizaba la calculadora concienzudamente y cobraba cuatro rublos con veinte céntimos por el agua mineral, y no cinco como hacía su compañero de bigote caucasiano.

Li Piao

El día había comenzado enarbolando en el asta la bandera blanca. Mi mente trabajaba despacio, con excesiva pesadez aquella mañana; fui consciente después de recorrer algunas páginas del libro de Bataille. Su Teoría de la religión se me atragantaba y yo no parecía dispuesto a trabajar en aquel texto como si de la Piedra Roseta se tratara; me rendía a la evidencia de que no sería capaz de digerir aquella obra. La figura de la chinita había vuelto a aparecer en el hueco de la ventana que daba al pasillo, sola, seria, demasiado aparentemente concentrada en el paisaje que se movía afuera. Li Piao, se llamaba; rondaba al chino gordinflón que dormía en la litera superior de mi compartimento. Yo no me había fijado en ella hasta la tarde anterior, tenía una dentadura perfecta, su rostro sonreía sin proponérselo; su aspecto oriental, su rostro ovalado y oscuro, el carmín de sus labios subrayando una mirada que más tenía de mujer del sur que de las tierras septentrionales de China, componían un exótico y placentero cuadro en la mañana de viaje; tenía la misma pose que aquella muchacha de azul frente al mar de Cadaqués, de Dalí. No reprimí el intento de imaginarla con menos ropas de las que llevaba, miraba su cuerpo pequeño, como de niña, la masa clara de la espalda sostenida por unas piernas fuertes y bien moldeadas. Li Piao se apoyaba negligentemente contra la barandilla y hacía que miraba distraídamente el paisaje; sólo unas rápidas ojeada hacia el compartimento, que yo había sorprendido fugazmente en ella, ponían al descubierto su interés por saber en qué momento el chino grandote bajaba de la litera o salía a hacer una excursión por el exterior. Volví al libro de Bataille, eché un vistazo a las páginas que me quedaban por leer . No eran muchas, pero no, aun así no continuaría, quizás debería asimilar la idea de que yo pertenecía a esa categoría de disminuidos a los que estaba vedada la comprensión de determinados textos. Ya me había sucedido con Hegel el año anterior.

Mientras tanto, Berta estudiaba sus lecciones de chino; llevaba ya no menos de cuatro horas pronunciando muy quedamente la grafía de ese idioma. Era las tres de la tarde y el sol que entraba por la ventana recordaba aquel otro de invierno, una caricia para acompañar la digestión. El tren corría a la altura del norte de Mongolia.

La cercanía de Li Piao se hacía cada vez más notoria, en algún momento sentí un ligero desasosiego, lenguaje sin palabras, atisbos de aproximación, ¿cómo encontrarse con el otro, tocarlo, mirarlo? Las voces adquirían una calidad cristalina y magnética. Llegaban los sonidos como el roce de una sonrisa, ritmo de baile, paisajes lentos como recorriendo con la vista una partitura; así la vida, música, música de muchas voces que sonó, quién sabe, tantas veces, que está en el aire en frecuencias todavía inaudibles esperando a despertar los sentidos agazapados, dormidos. Encontrarse una mañana con un buen pedazo de ternura entre las manos, y volverse como loco en medio de ella; y convertir esa ternura en el motor de nuestra creatividad, las cuerdas de un instrumento que habla y canta en las manos. El campo se adornaba con pequeñas nubes blancas, un rayo de sol. Belleza fugaz. Li Piao pasó y levantó, deslizó desenfadadamente, un dedo por el borde de la litera de arriba; en su cara había una sonrisa espléndida, pero la litera estaba vacía. El chino de arriba había salido. Se le deshizo la sonrisa en la boca, siguió pasillo adelante. Llegó el chino gordinflón, se distrajo con un mapa y salió de nuevo; se apostó frente a la ventanilla del pasillo, ella estaba un metro más allá pero la oportunidad había pasado, las fuerzas que tuvo que reunir para acercarse a la litera no volvieron. Allí se encontraban uno al lado del otro separados por dos míseros metros de distancia. ¿Cómo entrar ahí, meter el cazo diría yo más gráficamente, en ese plato que se estaba cocinando a fuego lento desde el día anterior frente a mis narices? Demasiados obstáculos para mi timidez, parecía decir mi mirada llena de escepticismo; sin embargo en esta ocasión, sin saber muy bien por qué, me sentí más decidido a hacer cualquier cosa si llegaba el momento propicio. Los kilómetros iban pasando y el fin del viaje se aproximaba con excesiva rapidez. El cuerpo de Li Piao empezaba a convertirse en el motivo suficiente para un viaje en tren que yo no dudaría en prolongar hasta ver en qué paraba mi capacidad de decisión junto a la reacción de la chinita de ojos oscuros y mirada risueña.

Los días primeros no había notado su presencia en los pasillos, pero desde la tarde anterior su presencia se había hecho ostentosa frente a la ventanilla de nuestro compartimento. Li Piao no lee, no juega, deja pasar ominosamente el tiempo si hacer hada. Atravesamos junto al lago Baikal, el paisaje era ahora de lomas arboladas y grandes prados alpinos con masas de abedules dispersos hacia el horizonte. Desfilaba un ancho río frente a la ventanilla. Recordé una película, El imperio de los sentidos; no había reparado hasta ahora en la fuerza de la palabra imperio. De una manera u otra vivimos bajo los auspicios de algún imperio, me decía. Pensaba oscuramente en aquella película, la muerte en un pozo, la exuberancia de la naturaleza, el sexo, los sentidos. Las pasiones tenían una importancia primera en ese reino de los excesos, la vida palidecía ante el magnífico fuego primero.

El tren se había detenido en la frontera china. Adelantamos los relojes cinco horas y volvimos así a la normalidad horaria. Una larga y tediosa mañana para sortear los trámites burocráticos. Los vagones quedaron varados en una vía muerta; un empleado se había llevado los pasaportes, pasaban las horas y los corrillos de pasajeros parecían reuniones en la plaza del pueblo; un par de turistas paseaban luciendo su indumentaria de calzones cortos y chaqueta de matar tigres. Nadie daba ninguna explicación. Nuestras indagaciones en pos del paradero de los pasaportes fueron infructuosas. Misterio. Quién sabía las horas que podría durar aquello... ¿Estarían en manos seguras nuestra documentación? Los chinos se habían esfumado; un largo edificio se alzaba paralelo al andén de la estación; en su interior corría un largo pasillo al que asomaban puertas tras las cuales parecía que se escondiera algún misterio incomprensible. Quizás transcurrieron tres, cuatro horas. El tren hizo alguna maniobra, retrocedió algunos cientos de metros, cambió de vía, se aproximó hasta los galpones de la estación y volvió a pararse. Todo volvió a la calma. Nos sentamos en un escalón junto a la vía, una muchacha de ojos saltarines se dirigió a nosotros con el consabido where are you from. Trabajaba en una agencia de viajes en alguna ciudad de Manchuria. Las cosas en China eran así, no teníamos que preocuparnos, nos dijo, cuando le expresamos nuestra preocupación por el paradero de los pasaportes. Una hora después el tren volvía a ponerse en marcha.

Más allá de la frontera, la grisura de las estaciones rusas fue sustituida por coloristas edificaciones y chiringuitos por donde trajinaba gente animada. Consultamos los horarios de los trenes, ¡ni una palabra en cristiano! Empezaba a confirmarse la sospecha de que el galimatías del idioma podría convertir aquel viaje en un via crucis. Berta hacía días que había comenzado a hacer sus pinitos con el chino, practicaba el idioma con un grupo de hombres que se pasaban divertidos el diccionario chino-español intentando seguir el hilo de conversaciones rudimentarias. Ella se afanaba en reproducir las inflexiones tonales de algunos vocablos corrientes. La vida cotidiana se había construido sobre la base de unos pocos actos en los que también tenía cabida parte de la comunidad china de los compartimentos vecinos. Berta encontraba maestros pacientes y divertidos que le ayudaban a descifrar las palabras comunes; había empezado a construir fonéticamente un pequeño elenco de frases útiles.


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