Las hayas chorreaban aguas milenarias, lo habían estado haciendo durante cientos de años. Esos dos días y medio, esa noche, eran sólo una parte ínfima de aquella secuencia de nieblas y lluvias. Repicaba el agua sobre el tejado de pizarra con la misma aburrida reiteración con que las olas besan las arenas de la playa desde el principio de los siglos. Gruesos goterones atravesaban los numerosos huecos que el tiempo había ido abriendo obstinadamente entre las losetas de pizarra dejándose caer sobre los charcos del suelo de tierra con la monotonía exasperante de un grifo mal cerrado que alejara el sueño de un cuerpo cansado. Fuera, las hayas lloraban repletas de niebla y pena. Llegaba la voz anónima de un arroyo que corría entre la espesa hojarasca como un tímido que atravesara la vida de puntillas para no hacer ruido a su alrededor, un ruido amortiguado de tripas corriendo valle abajo con el corazón lleno de pena.
Los muros de piedras, apuntalados con gruesos travesaños de madera, combaban hacia el interior amenazando con devolver a la tierra de donde se habían alzado, quizás un siglo atrás, rocas, madera y pizarra. Apenas se sostenían en pie, pensé, mirando aquella ruina, cuando me asomé por la puerta en medio del aguacero. Con un poco de suerte no revienta estando yo dentro, calculé. Junto a la entrada, el suelo estaba seco, el único metro y medio de aquella ruina. En el exterior había una gran puerta de madera apoyada sobre el muro. La arrastré hasta el interior de la casa y la coloqué sobre el suelo. Después, algunos sillares desprendidos sirvieron para calzarla y obtener la sensación de cómodo hábitat protegido de
Algunas mañanas, del cielo brotaba el sol y la luz, y el calor inundaba las montañas y los neveros; otros se llenaba de relámpagos y truenos y el agua apagaba los colores hasta hacer del día la noche mientras en la escueta tienda de campaña, arrasada por el diluvio, el caminante hacía cuentas del día y de la salvaje belleza que lo visitaba en ese instante. A veces surgía una exclamación contenida de mis labios, que expresaba el placer ilimitado de estar vivo, mientras el cielo se desplomaba sobre mi tienda.
Me encontraba en la vertiente norte del Pirineo, un corredor de hayedos que atravesaba día a día, oyendo el agua plañir con una ternura irredenta.
El suelo bañado del bosque, cubierto por su manto de hojas pardas, parecía una esponja a la mañana siguiente. Había recogido el saco, digerido un buen poto de muesly con leche, hecho el macuto, y ahora era hora de ponerse en camino de nuevo. Caía un débil chirimiri que no resultaba desagradable; la pierna me molestaba discretamente. Los bastones en las manos se habían convertido en compañeros inseparables de mi caminar. Sólo unas pocas cosas para vivir, catorce quilos a la espalda, unas botas, unos bastones y la fuerza de una plenitud rondando el alma y el cuerpo; era todo lo que necesitaba esa mañana para seguir mi largo peregrinaje entre el Mediterráneo y el Cantábrico a través del Pirineo.
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