Paciencia africana

DAKAR-BAMAKO 1. Estos días se celebraba una famosa competición que tiene su final en Dakar. Esta crónica que inicio hoy, comienza en Dakar y termina en Bamako, capital de Mali.

Hora prevista de salida del autobús de Dakar-Bamako: las cuatro de la tarde. Sobre las cinco empezaron a subir el equipaje a la baca, grandes fardos, bolsos, hatos, sillas de plástico, una motocicleta. Era un vehículo excesivamente antidiluviano para correr ininterrumpidamente durante dos días por carreteras de dudoso tránsito, que en ocasiones desaparecerían en la oscuridad, convertidas en arena, charcos, enormes badenes difíciles de sortear, pero...

A las seis el autocar parecía estar casi listo, los viajeros ocupábamos disciplinadamente nuestros puestos con el autobús a pleno sol, dado que por razones inescrutables habíamos sido obligados a subir a él a fin de que no hubiera duda de que al menos el pasaje estaba en orden. Sin embargo desde la ventanilla veía cómo se acercaban nuevas carretillas llenas de fardos que de mano en mano se alzaban, más todavía, hasta la baca mientras los pasajeros limpiábamos de nuestras caras grandes chorreones de sudor. El mayor calor del mundo estaba en ese cacharro cerrado a cal y canto a la suerte de una climatización natural que procedía de unos ventanucos de medio palmo en lo alto del todo por donde se colaba una brizna de aire. Éramos setenta personas las que nos cocíamos a fuego lento dentro de estos hierros. Pasó una hora, el autobús tenía el motor en marcha desde hacía tiempo. Después dos hombres volvieron a subir a la baca para tirar de otra motocicleta hacia la cumbre de metro y medio que formaba ya el equipaje. Se añadieron nuevas sogas al cordaje anterior. Sospechando que iba a necesitar más agua de la prevista, bajé a comprar otra botella. A las ocho el autobús se puso en marcha, empezó a correr un poco de aire que aliviaba el calor agobiante. Torcimos por una calle y nos detuvimos en una gasolinera; media hora más. La ropa hacía tiempo que había empezado a despedir el olor acre propio de la situación; se oía el frufrú de los abanicos, unas sencillas superficies de palma trenzada cosida a un palo. El negrísimo cráneo del vecino de enfrente dejaba resbalar por su superficie regueros como de lluvia descendiendo por una cristalera. Hacía tiempo que se había hecho de noche. Arrancamos, doblamos por un par de calles y en unos minutos más entramos en un recinto que parecía una estación de autobuses. Lo era: la misma de la que habíamos salido media hora atrás.

Sobre las diez todo parece estar dispuesto nuevamente. El autobús se puso en marcha. Las afueras de Dakar eran a veces inmensos lagos donde los coches quedaban atrapados con el agua hasta el chasis. Por turno los vehículos van entrando en estos grandes socavones que cruzan la calzada, luego los motores rugen hasta el último resuello en su trabajo por salir al otro lado del hoyo. Algunos son empujados por los pasajeros con el agua hasta la rodilla. Tardamos una hora larga en salir de la ciudad.

Pasajeros pacientes éstos como no los había visto en ninguna parte del mundo, pensaba yo. ¡Cómo no iban a venirme a la cabeza aquellos rostros negros que los siglos de esclavitud dejaron sobre la memoria colectiva! El cerebro creaba sus propias asociaciones en función de la información acumulada desde la infancia, y el ambiente de sudor, de negritud en la oscuridad, no sugería otra cosa que los barcos que salían de la isla de Goré cargados de esclavos, camino de América.

El autobús paró numerosas veces por la noche, pero me había propuesto dormir por encima de todo, y dormí. Era un asiento casi vertical, como hecho incómodo a conciencia, además el compañero de viaje de atrás se empeñaba en meterme las rodillas por los riñones. Tampoco había mucho espacio, y los senegaleses eran gente grande. Me despertaba el calor en las paradas pero aun en ellas me esforzaba por no abandonar la postura erguida con la cabeza reposada en la parte alta del asiento. Había comprobado en otros muchos viajes, que esta postura aparentemente incómoda, era totalmente higiénica; podía llegar a dormir durante ocho horas con el resultado de un fuerte dolor de cuello por la mañana, pero era algo que se iba después con algunos ejercicios.

Algún niño lloraba de tanto en tanto. Entre sueños vi clarear la franja del horizonte. Pocos minutos después paramos en una calle de tierra roja. A ambos lados había dos largas filas de casuchas de madera de aspecto miserable. Los niños llevaban en las manos latas cilíndricas de chapa donde recogían la comida que les daban algunos pasajeros. Sólo había mendrugos de pan en ellas. Era necesario poner atención a donde se arrimaba uno: alguno de los poyetes están llenos de excrementos. Muchas mujeres ya no buscan un lugar discreto para orinar, lo hacen ahí mismo, sin ningún recato, con las ropas hasta la cintura.

Fuera había un campo verde plano salpicado de acacias; algún baobab se perdía en el horizonte. Atravesamos chabolas, un poblado con cabañas en forma de glande en medio del cual, atada a un palo, flameaba la bandera senegalesa. En el poblado se barría de mañana temprano el suelo de tierra batida.

Parecidos paisajes y razonamientos recordé entonces, eran los viajes por las zonas más míseras de América Latina: brutedad, ignorancia, falta de liderazgo, el provecho de unos cuantos, la extorsión durante siglos de los recursos del continente por los países ricos. Pero sobre todo la calamitosa historia de los Amines, de los verdugos de todo color, del provecho de unos pocos para encauzar la riqueza hacia sus bolsillos. Y sin embargo, ¿no le salvaba al mundo, en definitiva, la clase más emprendedora, aunque necesariamente ésta hubiera de valerse de aquellos con menos capacidad de iniciativa? ¿Sin ella habría sido posible un mundo como el nuestro?

El autobús no podía rodar sin detenerse a cada momento. Controles de policía, agua que echar en el radiador, comprobación de las ruedas, alguna meada... pero había otras muchas ocasiones en que no parecía haber causa aparente para ello. El paisaje era ahora una interminable pradera de hierba alta salpicada de acacias y esporádicos ejemplares de baobabs; también se ven enormes termiteros que superan la estatura de un hombre. Parada de mediodía. Los pasajeros se dirigieron a un chamizo de palma e hicieron cola ante una oscura habitación. También yo me acerqué. No había carne, ni pescado, ni verdura; sólo arroz, me decía Demba, un joven, negro como el betún, que a esta hora se había convertido en mi guía. Era senegalés e iba a buscar trabajo a Brazzaville, en Congo; el itinerario pasaba por atravesar Senegal, Malí, Burkina Faso y Benín, donde tomaría un avión rumbo al Congo; su compañero de asiento seguía un itinerario similar, aunque éste camino de Libreville, en Gabón. Los pasajeros salían todos con un plato de plástico lleno de arroz. Yo di cuenta de mis propias provisiones: un par de huevos cocidos, una mazorca de maíz y un plátano.

Departí un rato con un serio estudiante de Tombuctú. Los senegaleses hablaban continuamente de fútbol. Hice algunas fotos a Sandra, la simpática nena que regresaba de vacaciones, desde casa de sus abuelos, en Dakar, a la de sus padres en Bamako. Llevábamos dos horas esperando, nada se movía, los empleados de la aduana trabajaban diligentemente en sus papeles. Los senegaleses habían pagado cada uno mil cefas, el canon que exigía la policía para no revisar la montaña de equipaje de la baca; sin embargo había dos pasajeros que se negaban a pagar; tampoco dos muchachas de Nigeria estaban dispuestas a ello. Transcurrieron dos horas más antes de llegar a un acuerdo. Arrancamos. Minutos después, cuando el autobús no había recorrido apenas medio kilómetro, fue detenido de nuevo por la policía. Nos hicieron bajar. Nuevo control de pasaportes. Un buen rato más tarde el autocar retrocedió y quedó aparcado a un centenar de metros del puesto de policía. Algún imponderable desconocido impedía en esta ocasión viajar de noche. Todos los pasajeros formaron una larga fila sobre el talud de la carretera a la espera de acontecimientos, lo que aproveché para tomar una instantánea. De inmediato oí una voz imperativa que me llamaba:

—¡Monsieur, monsieur! —Ya está, en un abrir y cerrar de ojos vi la trampa, el poli de turno había encontrado una excelente disculpa para usurparme la cámara fotográfica, el sueldo de varios meses de cualquiera de ellos.

En efecto, ceñudo, haciendo teatro, me llevó hasta el garito de aduana. Entrando en el mismo, otro policía pretendió arrancarme la cámara de las manos; forcejeamos pero no la solté; me empujó violentamente hacia el interior del cuartucho donde otros dos atendían las diligencias de los pasajeros. Uno de ellos, sentado en el centro de la mesa, tiró de nuevo de la cámara con violencia logrando arrancarla en esta ocasión de mis manos y dejándola fuera de su alcance. Salté sin dudarlo tras ella por encima de las piernas del policía, que me agarraba del brazo y me miraba con suma indignación, posiblemente admirado de una respuesta tan desacostumbrada. No sirvió de nada que le explicara que allí no había ninguna toma de las instalaciones fronterizas, un conjunto de dos o tres chozas, que la fotografía tomada era de los compañeros de viaje, con un fondo en dirección opuesta a la aduana, que era muy fácil mostrárselo sobre la cámara. El policía exhibió una pose de ridícula dignidad. Me pidió el pasaporte con el cuello muy estirado y me dijo que esperara fuera. Después salió del garito y se dirigió a un lugar situado unos cincuenta metros más allá. Mientras, yo vigilaba la silla donde estaba depositada la cámara, junto a una ventana sin marco ni cristales que se me hacía sospechosa. El responsable del autocar volvió en ese instante con el policía; era un hombre grueso de aspecto decidido. Trató durante un rato de hacerle entrar en razón, pero éste terminó dándole la espalda. Retornó al garito, tomó la cámara y salió con mi pasaporte. Un grupo de mujeres se interesaban vivamente por el asunto, un círculo de gente alrededor expresaba su solidaridad a voces. Más allá había un boana repantigado en una silla de juncos de plástico frente a una pequeña mesa con restos de té. Vestía una camisa blanca con grandes manchas negras irregulares. Su aspecto indolente y distante indicaban que era el chef. Mientras apuraba un vaso de té ojeaba la cámara, el pasaporte; terminó pidiéndome el carrete. Aquello, le explicó Tomas, no tenía carrete, y cogió la cámara y la encendió. Por las ventanilla trasera iban apareciendo las tomas de las últimas semanas, escenas de la ciudad de San Luis, Dakar, la isla de Goré, algunos retratos femeninos. El rostro del chef adquirió cierta curiosidad satisfecha mirando las fotografías. Cuando llegó la última en donde aparecían los viajeros sentados en el talud junto al autobús, le dije: c’est tout. Se había formado un gran corro junto a la cámara, mujeres y hombres metían la cabeza para ver qué sucedía entre el policía y el viajero. El chef le devolvió al fin la cámara acompañándola con un breve discurso sobre la prohibición de hacer uso de la misma en determinados lugares oficiales. ¡Que no vuelva a suceder! dijo ceñudo, a modo de despedida.

Y la carretera, que se había transformado en asfalto unos kilómetros atrás, se hizo de nuevo pista tortuosa y polvorienta que llenaba el interior del autocar de pastoso polvo arcilloso. Media hora más tarde, unos bidones de hierro se interponían en mitad del camino. Otro puesto de policía. Todos abajo. Esta vez no había cáscaras, estábamos en un llano inmundo y polvoriento en donde no había siquiera un miserable techo donde guarecerse. No se pasaba y no se pasaba. A lo lejos el cielo se iluminaba por los relámpagos de la tormenta. Comenzó a llover débilmente, y en el horno del autobús era absolutamente imposible permanecer con aquel calor. Terminamos por rendirnos a la evidencia de que no había otra opción que la de tumbarse sencilla y llanamente en el polvo del camino y tener la suerte de que no lloviera. La cámara me sirvió de almohada, preferí no mirar donde me había tumbado. La noche era densamente oscura. El lugar quedó sembrado de bultos humanos entre los cuales los más agraciados eran los que llevaban encima las esterillas que usaban para sus oraciones a lo largo del día; sobre ellas dormirían. Yo no tenía Alá a quien encomendarme, así que me tocaría rebozarse toda la noche en el polvo. No olvidé elevar una plegaria al cielo para que los mosquitos no fueran muchos ni muy agresivos. La tormenta terminó por alejarse.

Y dormí bien, casi benditamente bien. De vez en cuando me despertaba y comprobaba que podía aguantar sin demasiados problemas las picaduras de los mosquitos; no darse por enterado, no tocarlas, no hacerles caso, refugiarse en el sueño; la maravillosa capacidad del hombre para adaptarse a la situaciones más dispares funcionaba bien en esta ocasión. Me alzó en la noche para ver el campamento barrido por la luna, un suelo sembrado de durmientes con la silueta de un autocar más allá, sobre el talud; nada se movía, no se oía ningún ruido. Me volvió a dormir, pero al rato me despertó un rumor de voces. Me incorporé, algunos hombres salmodian de pie los versos del Corán. La luna recortaba ahora sus siluetas oscuras contra el cielo ceniciento.

Cerca del alba, el estudiante de Tombuctú me golpeó en la pierna, Alberto, decía, bonjour, nous partons. Los durmientes se sacudían el polvo de la noche y caminaban ya como sonámbulos hacia el autocar. El pasaje se puso en marcha en medio de un silencio lleno de sueño.

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