Con el buda a cuestas

CAMBOYA. Camboya me recordaba la selva boliviana, campos encharcados, casas a modo de palafitos para protegerse de la humedad, chozas de caña. búfalos arando en los arrozales, los ferries atravesando los grandes ríos, ahora el Mekong. Y llovía, llovía ininterrumpidamente, pero no tenía excesiva importancia, la vida seguía igual, la lluvia no interrumpía ninguna tarea en este país.

Ahora seguía el itinerario de Pierre Lotti camino de Angkor. Es su encuentro con el bosque devorador de ciudades; la selva, los grandes ficus, abrazan los sillares y los templos hasta deglutirlos y convertirlos a la realidad de un tiempo que se ríe irónico de la arrogancia humana. Troncos entre cuyos dedos Angkor duerme su sueño húmedo, entre cuyas manos estrangula el tiempo a los dioses, a sus pedestales de piedra, en canal exudando abiertos la efímera eternidad que administra la muerte con nuestros restos. Rueda por los valles de las montañas viejas el rumor de una vanidad que no encuentra apenas el eco de su voz entre los guijarros viejos, un Indo que socava la tierra y que convierte en desierto los Olimpos de todos los tiempos. Reptan la verdioscura mampostería de los templos grandes serpientes de fábula que resquebrajan los sillares y siembran de caos y misterio la selva, la vanidad de los hombres, sus dioses todos, dormidos hoy como niños abandonados a la espera de hombre o mujer que quiera mecerlos en sus brazos. Niños chicos todos que la soledad y la muerte crearon para darse ellas mismas alojo.

De Angkor nacerá el proyecto de transformar el dormitorio de mi casa en bosque, jungla, templo budista, sin olvidar la figura omnipresente de las Apsaras danzando siglo tras siglo en los bajorrelieves de ésta ciudad mítica. Mi cuaderno de notas se llenó en aquellos días con los diseños que me sugerían la emocionada visita a algunos lugares de la jungla, y especialmente aquella parte de Angkor que era devorada por árboles y raíces. Cuando me disponía a abandonar Siem Reap, había ya en mi cabeza un proyecto avanzado de lo que sería aquella habitación. En ella no podría faltar la enigmática expresión del buda ni la elástica figura de aquella cortesana que los muros de Angkor repetían en todas las ramificaciones de sus templos.

Así pues, a última hora se habían añadido a mi equipaje dos grandes paquetes. Uno, de casi un metro de largo, otro, de un poco menos pero mas grueso. Me dije: bueno, de todas maneras, salgo de aquí... trayecto directo a Bangkok, lo dejo en el hotel y más tarde, un taxi al aeropuerto soluciona el problema del transporte... Todo aparentemente muy fácil.

Arrancamos. No muy lejos de Siem Reap (Angkor) el asfalto desaparece, queda una cuarta parte del país por delante, el minibús debe llevar años sin suspensión, se parece al Toyota de su inestable y amorosa Osita. Enormes socavones surcan la pista como si de la superficie lunar se tratara. Unos kilómetros más adelante la carretera queda en un ancho de apenas dos metros. La estación de las lluvias deja el campo inundado, en algún momento la carretera desaparece bajo el agua, el conductor arremete valientemente timón en mano la travesía; yo le miro la cara, nada, impasible, una ligera sonrisa, como si fuera pensando en su novia o en el chiste que le contaron durante el desayuno. Tras una corta tregua aparece el barro, grandes rodadas hundidas alternativamente en uno y otro lado de la pista forman un barrizal sólo apto para el paso de elefantes; pero nada, el conductor apenas si hace un gesto, el minibús escora a estribor, escora por estribor, se le hunde el culo, resbala, el motor ruge y poco a poco, con ligeros resoplidos acompañados de resbalones, termina por alzarse sobre el talud de barro de la parte opuesta. El argumento se repite durante horas.

Los niños de todas las aldeas salen a la pista con una emoción y una sonrisa esplendorosa a cantar su bye-bye. Cabañas de paja, alguna casa, carros, agua, barro, mas barro. Por delante asoma una larguísima caravana de camiones. Paramos, se baja el conductor, echa un vistazo hacia el principio de la fila y vuelve a subir, arranca y tira por el carril de la izquierda; sobrepasamos a treinta o cuarenta camiones, llegamos al puente, detiene el vehículo, evalúa la situación, calcula. Al puente de hierro le falta una segunda mitad en sentido longitudinal, no se ve; cuando el minibús avanza se puede observar que parte de la estructura se ha derrumbado y a partir del medio, después de un brusco cambio de rasante marcado por el hundimiento, la pista se ha transformado en un peligrosísimo plano inclinado que por supuesto el minibús atraviesa con decisión pero con los huevos de los pasajeros a la altura del cuello. La ley de la gravedad desplaza a todo el mundo ahora peligrosamente hacia babor.

Después variaciones sobre el mismo tema. Nueva parada, asomo la cabeza por la ventanilla, enfrente hay otra interminable fila de camiones, esta vez mucho mas larga que la anterior. Me bajo junto a otros pasajeros, labor exploratoria; después de doscientos metros aparece un puente y un trajín de gente que sube arena y piedras hasta una enorme hormigonera que lo cruza de parte a parte. Un numeroso grupo de hombres y mujeres atraviesan el río por un vado con el agua hasta la cintura empujando un par de carros a través de la corriente. Me imagino esperando que fragüe el cemento para poder pasar. Un rompecabezas que no logro descifrar. Mientras tanto me dedico a lo mío, el reportaje fotográfico de la ocasión no se hace esperar; mi cámara recorre los rostros de la gente del país, de los niños, de los acarreadores de graba, de las incidencias del río que ruge achocolatado allá abajo. Pero de pronto el corazón me da un brinco, sea lo que sea están los paquetes, sí, los paquetes, casi dos metros de paquetes si se pone uno a continuación del otro. Si me subo a ellos puedo hacer una balsa y atravesar el río sobre ella, pienso. Eso veo hacer a muchos pasajeros, coger el petate, arremangarse y meterse en el río; después de todo la idea no es tan mala. Dos estructuras de hierro lo cruzan de parte a parte, ayudando al miedo a protegerse contra la corriente, que es muy fuerte en el centro. Otro problema añadido, la cercana frontera la cierran un par de horas mas tarde. Ya me veo con mi balsa-paquete transformándola en un paquete-vivac al pie de la frontera. No sería la primera vez, que ya me tocó pasar la noche a cuatro mil metros de altura en un gélido collado de los Andes a la espera de que abrieran el garito de la aduana.

¡Oh!, pero basta de bromas, cuando llego al minibús, observo que la mitad de los pasajeros han recuperado sus pertenencias y se dirigen al puente. Oigo que van a cruzar el río y que en el otro lado tratarán de encontrar un motocarro para llegar a tiempo a la frontera. Estoy desorientado, me imagino arrastrando mis delicados envoltorios por medio mundo, a través del barro, caminando en la noche como en un mal sueño. El río, el camino, la frontera, un puente, la otra frontera y buscar un hotel en la noche, si lo hay. Y empiezo a sudar por culpa de mis paquetes, yo tan presumido todo el viaje con mi escaso equipaje de siete kilos, sin tropezarme nunca con viajeros cuyos pertrechos no abultasen menos del doble del mío; y ahora esto. Ahora soy el hombre equipaje, todo bultos con un resquicio para asomar la cabeza sobre ellos. Sudo devanándome los sesos para encontrar una solución. Me entero, además, de que hasta la frontera faltan cuarenta kilómetros de barro y rodadas; queda un puente derrumbado y unas cuantas contingencias todavía no imaginadas. Cuando me voy haciendo una idea del asunto, alguien se ofrece a ayudarme, aunque la persona en cuestión me mira con recelo pensando si habré entendido que habrá de haber propina, sin lugar a dudas. Tip, tip, repite de continuo, aquel hombre.

Cargamos cada uno un paquete y una mochila y abandonamos el minibús. Llegando al puente, se abre una luz en mi intriga cuando veo que mi acompañante, junto con otros pasajeros, toma un camino a la derecha, en lugar de aquel que usan los lugareños para atravesar el río. Un espabilado ha encontrado el modo de escalar los contrafuertes del encofrado que están llenando de hormigón y allá van. Atravesamos sobre unos tablones, que se comban peligrosamente sobre el vacío, hasta alcanzar el principio de una alta estructura de hierro, en donde una numerosa fila de pasajeros se van pasando los bártulos por una escala vertical metálica de unos tres o cuatro metros de altura que les separa del otro lado de la calzada, mas allá de la parte derrumbada del puente. Yo veo pasar mis paquetes, mi macuto, de mano en mano. Después soy yo el que se encarama a la estructura de hierro. Ejercicio de escalada sobre las aguas rugientes del río. Indiana Jones en escena. El agua ferruginosa ruge entre los barrotes del andamiaje indiferente a esta improvisada procesión de alienígenas con voluminosos bultos entre las manos. Sobre la tierra firme, ya al otro lado, alcanzamos el camino sorteando entre hondos charcos y camiones cuyos bajos, al otro lado del puente, aparecen pertrechados para una larga espera; la paciente población de la carretera duerme la siesta o juega a las carta esperando a que fragüe el hormigón que una larga fila de peones fabrica cubo a cubo transportando cemento, arena, y agua desde el río. Dos, tres, cuatro, diez días de espera, ¡quién sabe!

El barrizal de la carretera internacional Camboya-Tailandia está sembrado por un trafico paciente y con humor. Tras un kilómetro, la pista se despeja, un matrimonio francés de mi edad que no habla inglés, intenta aclararse de lo que sucede; hablan circunspectos del futuro mas inmediato. Metros mas allá tropezamos con un motocarro. Los primeros pasajeros están discutiendo el precio con el conductor, dos horas hasta la frontera. Me acerco, cargado todavía con el paquete más voluminoso; el precio queda fijado en diez mil reales, o en cien bath, o en dos dólares y medio por pasajero, como se quiera. La cifra universal de pasajeros por vehículo de estas características y en estas circunstancias está en torno a las veintidós personas (ya lo constaté en Pakistán atravesando el Himalaya, o en Chiapas, en la Selva Lacandona), veintidós personas, sólo que en este caso son veintidós más veintidós macutos, más mis dos breakable paquetes (frágiles, vamos). Así que veintidós, y en el centro the breakable parcels. Siempre habrá alguien que advierte al que se sube de nuevo en el motocarro: “breakable”. Fotos a mogollón, todo el mundo quiere llevarse un recuerdo de este cacho de aventura.

Y arrancamos y aparecen los paraguas, que cubren a todos los viajeros; y las japonesas que van encima del voladizo sobre el conductor se ríen a carcajadas, divertidas como niños pequeños. El autocarro salta como un demonio amenazando con hacer caer de su púlpito a las niponas; zozobra, resbala; no hace falta repetirlo, barro a montones, el motor ruge endemoniadamente. Alguien señala unas nubes cercanas, se hacen apuestas. Al poco rato empieza a chispear. Yo saco mi impermeable para tapar cuidadosamente mis paquetes. Lo que había que ver, yo mojándome y mis paquetes tapaditos, los trato como si fueran bebes. El motocarro para y el conductor rebusca entre la impedimenta una lona con la que cubre pasaje y equipaje. Llueve, las bromas se prolongan un rato. A lo lejos retumba la tormenta haciendo culebrillas sobre el horizonte. Pero la cosa no llega a más. Una hora mas tarde llegamos a la frontera. Descargo, arrastro los paquetes hasta el control de pasaporte, paso por la aduana; el aduanero me mira circunspecto, señala mis paquetes, yo pongo cara de cordero degollado cuando éste hace intención de abrirlos. Asustado, saco precipitadamente de mi cartera un papelito azul, la factura; se la tiendo. El aduanero lee despacio su contenido, se le escapa una apacible sonrisa cuando su mirada cae sobre las líneas que describen el contenido de los paquetes. Me devuelve la factura y me indica amablemente que puedo pasar: ¡Ufffff!. Mis paquetes y yo atravesamos la frontera, un quebradizo puente de madera. Estamos en Tailandia.

Dentro de los paquetes, celosamente protegidos, a salvo del barro y de las aguas achocolatadas del río, viajan el enigmático buda y la apsara que había comprado antes de abandonar Angkor.

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