Durante tres días fui sacando penosamente tomas de todo cuanto veía desde cubierta. Era un mero impulso del deber. La delicada luz del amanecer o del crepúsculo con los barcos de los pescadores al fondo, el desierto besando las aguas del río, la negritud y los colores de la vestimenta de las mujeres vendiendo sus mercancías a los viajeros desde los improvisados muelles de
Había abandonado definitivamente mi cabina donde sonaba siempre una música estruendosa que la familia que la habitaba se negaba a interrumpir hasta bien entrada la noche; los colchones de goma espuma sin cubierta, mugrientos, los restos de comida por los suelos... tan increíblemente sucio todo; fue imposible permanecer allí. Me instalé en uno de los pasillos de cubierta. Soplaba el viento, hacía frío. El segundo día empecé a sospechar que mi organismo no estaba bien, había perdido completamente el apetito y tiritaba. Un negro pesimismo me invadió. Me arrebujé dentro de mí y pasé dos días más tumbado a la sombra, en uno de los corredores. Al mediodía me levantaba e iba a alimentarme al bar, pedía leche y galletas, lo único entre lo que allí se vendía que mi cuerpo no rechazaba. La comida del barco era imposible digerirla.
El último día la fiebre subió a cuarenta grados. El barco atracó al mediodía en las cercanías de Tombuctú. La legendaria ciudad fue sólo el fondo de una pesadilla. Demoré allí sólo el tiempo necesario para que mi organismo se repusiera un poco. Algunos días después regresaba precipitadamente a Bamako. Mi periplo africano había concluido.
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