Hacia Tombuctú

DAKAR-BAMAKO-TOMBUCTU. 2 “¿Qué vamos a hacer?”, leía en aquella ocasión en Posesión, el libro de Byatt. Estaba con la correspondencia entre Christabel LaMotte y Robert Ash. El largo viaje invitaba a reflexionar. Hacía unas horas Demba se había empeñado en regalarme una fotografía en la que aparecía él con su novia, una joven senegalesa pintada como un cromo, que se abrazaba a su novio con una cara de embeleso propia de algún meloso culebrón de televisión. Eso que con sus múltiples variantes llamamos amor. También él se derretía por su chica negracomoeltizón.

Volvía a hacer un calor espantoso dentro del autobús, estacionado ahora en la calle de un pequeño poblado. Los pasajeros buscaron alivio fuera del vehículo, mientras otros bajaban su equipaje después de revolver en la torre todo su contenido a la búsqueda de algo que una simple previsión habría hecho que colocaran aparte. Luego el conductor anduvo hurgando en el motor por enésima vez. Después desapareció. Los viajeros que aguardaban sentados a la sombra de un muro frente al autobús, tuvieron tiempo suficiente para ver cómo la sombra desaparecía y el espacio de la calle se hacía puro sol. Terminaron por dispersarse por los alrededores buscando agua o un entretenimiento en donde matar el tiempo. Esperábamos en una calle polvorienta inundada por el olor acre de la basura y donde el sol caía a plomo a las once de la mañana.

¿Qué se puede hacer, ahora, aquí, en África? A fin de cuentas la vida es un continuo interrogante, un qué hacer a cada instante. Qué se podría hacer y no se hace porque el país, la gente están inmersos en una realidad global que arrasa la posibilidad de redención de los individuos. Y era el sida, la carencia de agua potable, la falta de iniciativa, la ignorancia, la suciedad, la dificultad de mantener una higiene. Era desesperanzador viajar por esta parte de África, asumir que durante décadas estas tierras habrían de vivir en la miseria, bajo el signo de una mortalidad escalofriante, mientras el resto del mundo disfruta un eufórico progreso, con un vergonzoso nivel de vida que llena impúdicamente los programas televisivos que llegan a este charco de miseria minuto a minuto estimulando la única salida posible, es decir, saltar de cualquier manera por encima del mar para encontrar un trabajo en Europa. La patera parecía ser la única solución posible para este continente. La calle apestaba, el autobús yacía a pleno sol, vacío y solitario como un cadáver que no fuera a moverse más.

Mi entusiasmo africano se desmoronaba. Me entraron unas enormes ganas de huida. La desesperante ineficiencia, la mugre, la convicción de que sería imposible que África superara nunca los siglos que la separaban del resto del mundo, mermaban mi gusto por el viaje. También había miseria en la India, pero era una miseria de distinto signo, menos mineral. En África subsahariana no transcurre el tiempo, todo parece destinado a seguir igual por los siglos de los siglos, aquí apenas cuentan los milenios de cultura que el hombre fue acumulando en sus huesos.

¿Qué haremos? A mí me interesaba más el mundo sutil de Byatt que todo esto. La posibilidad de encontrar la síntesis, de acceder a las creaciones de la cultura y el arte, de aprender a ver los matices y las implicaciones, a discernir tonalidades. Estar liberado del trabajo de la subsistencia, de la impetuosidad de la presencia de los acontecimientos para dedicarse a las cosas del espíritu, al amor, al arte. África había empezado a quedar muy lejos en mi ánimo.

El autobús dio una breve señal de vida, arrancó con un ruido un poco asmático, dejó una nube de humo en el aire y volvió a callarse. Miraba pasar a una mujer con su acostumbrado paquete a la espalda, en esta ocasión un niño de algunas semanas. Su cabeza colgaba como una calabaza fuera del refajo. Me estremecía verlo, me costaba creer que no estuviera ya desnucado, tal era el salvaje balanceo a que se veía sometido. ¡Era tan diminuto su cuerpo! Una estampa muy folclórica, una mujer, un llamativo vestido color mostaza, y un recién nacido a la espalda moviendo la cabeza como un badajo dentro de la mísera campana de la calle.

Demain matin, demain matin, se oía entre los pasajeros. Quizás llegaran al día siguiente. Estábamos a doscientos kilómetros de Bamako.

A fin de cuentas tantos milenios de trabajo deberían hacer posible la dedicación plena a lo que da profundidad y significación a la vida, por más que la vida no tenga sentido. El qué haremos me sonaba entonces como un grito retórico que necesitara llenarse de significado. Era necesario dar las gracias a los hombres y mujeres que durante milenios habían trabajado para hacer posible que uno pudiera plantearse estas cosas. Algunas mujeres golpean en la ventanilla desde fuera con una lata; piden comida. ¿Qué haremos? En mi cabeza volvía a sonar como una tarantela el interrogante.

No habíamos andado diez minutos —caminar enfermo y renqueante— cuando el autobús volvió a detenerse en las afueras de Keyes. Nuevo control policial. Esta vez tocaba registro a fondo. Mientras se realizaba éste, el conductor y su ayudante se dedican a labores de mantenimiento, desplazan una tapa en la parte central del autocar, a la altura de su asiento, y desarman la bomba del gasóleo. Yo empezaba a soñar con interrumpir este viaje para finalizarlo en la isla de Hierro o Lanzarote. El gasoil se salía a chorros por las juntas.

Anocheció. La masa humana del autobús se cocía. La tierra roja, llena de grandes agujeros, obligaba a una velocidad ambulante, una larga derivación por una pista anchísima a la búsqueda de un paso. Y dentro todo era agobio y sudor. La lata herrumbrosa en la que viajábamos parecía estar destinada a convertirse en habitáculo vitalicio. El acre olor del sudor de los cuerpos invadía el angosto y sofocante espacio del autobús.

A medianoche tocó vivac bajo la luz de la luna en medio de la carretera. Esta vez hubo más suerte, dispusimos de grandes esterillas que unos avispados críos, conocedores de las vicisitudes del transporte africano, vendían en la oscuridad de un descampado. Hacía tiempo que el agua potable había desaparecido. Hube de beber de sospechosos recipientes, líquidos teñidos de té o café. No había otra opción. El campamento se instaló en la misma carretera, delante del autobús. En torno a su esterilla los vecinos departían; me encontraba entre un grupo de instruidos emigrantes que recorrieron el mundo con trabajos de tres cuartos, pero que conocían de la política mundial y sabían bien a quienes había que bendecir y a quien abominar; entre los elegidos estaba Hugo Chávez, que gozaba de gran prestigio entre los concurrentes. Asombraba el conocimiento que tenían sobre España, Europa, Estados Unidos. Un senegalés, un enorme individuo procedente de Gambia, un maliense, Demba, las dos chicas de Nigeria. Las esterillas se habían extendido sobre el suelo formando un mosaico colorista que era frecuentado por distintos pasajeros; también estaba la niña Sandra, la guapa Sandra, con la que yo hacía dibujos en mi bloc de campaña. Era una charla agradable en este principio de madrugada; en medio de la oscuridad llegaban de lejos las ofertas de los vendedores, bollos, leche, café, mazorcas de maíz, poco más.

Los durmientes empezaron a movilizarse a las cinco de la mañana, se oía por todo el campamento el bonjour de rigor, avez vous bien dormi? Demba, mi autoacogido senegalés dormía como un lirón en medio de mi esterilla. Demba quería que yo le enviara a Brazzaville una carta de invitación para poder trasladarse a España. A estas alturas se me había pegado de tal manera que no me dejaba a sol ni a sombra. Cada vez que paraba el autocar intercambiábamos invitaciones, él venía con un refresco y yo le invitaba a un café au lait. Yo no dejaba de pensar, viéndole dormir en mitad de la esterilla, en qué se podía convertir aquel negro sonriente y complaciente si llegara a instalarse por unos días en mi domicilio.

Tercer día de viaje. Me sentía bien dentro de esa negritud viajera dispuesta a sobrevivir con un plato de arroz, un poco de agua y un trozo de suelo donde descansar de las fatigas del camino. Estaba increíblemente sucio, los pantalones, la camisa, el calzado, el macuto, todo se encontraba embebido de polvo, sudor y arena. La contestación al qué haremos del día que comenzaba se nutría del cansancio, la suciedad y de esa sensación de desesperanza que embarga a uno viajando por estos países. Tampoco ayudaba el paisaje que se repetía llano y reiterativo desde que subimos al autobús. Tampoco ayudaba la cochambre y la pobreza que adivinaba irían creciendo y creciendo hacia el este.

A las cuatro de la tarde el autobús entraba en Bamako. El tiempo apremiaba para tomar esa misma tarde el barco que, Niger arriba, me llevaría a Tombuctú. No podría esperar en Bamako una semana para tomar el siguiente barco. Ya tendría tiempo al regreso de parar algunos días en la capital.

El final de una pesadilla, que fue el viaje en autobús, no tardó en convertirse en el principio de una nueva inquietud. Apenas llevaba medio día a borde del barco que me llevaría desde Bamako a Tombuctú, a través del río Níger, cuando tuve la impresión de que aquel viaje no iba a terminar bien del todo. Me habían adjudicado un reducida cabina en el primer nivel. Nada más abrir la puerta el encargado, el olor acre de la descomposición me recibió como una bofetada; el sudor, la miseria y la suciedad poblaban aquel habitáculo desde hacía décadas. Subí a cubierta; allí sin embargo la vida era una fiesta, la megafonía hacía vibrar los cristales, un volumen muy al gusto de los pasajeros que bailaban apasionadamente ritmos africanos bajo una noche estrellada. Niños, jóvenes, mayores, parecían llevar la música en el cuerpo.

Durante tres días fui sacando penosamente tomas de todo cuanto veía desde cubierta. Era un mero impulso del deber. La delicada luz del amanecer o del crepúsculo con los barcos de los pescadores al fondo, el desierto besando las aguas del río, la negritud y los colores de la vestimenta de las mujeres vendiendo sus mercancías a los viajeros desde los improvisados muelles de la orilla. Un variopinto paisaje humano que miraba con el estómago revuelto, sintiendo pasar el tiempo increíblemente lento, pesado, azorado por el sol y por el calor.

Había abandonado definitivamente mi cabina donde sonaba siempre una música estruendosa que la familia que la habitaba se negaba a interrumpir hasta bien entrada la noche; los colchones de goma espuma sin cubierta, mugrientos, los restos de comida por los suelos... tan increíblemente sucio todo; fue imposible permanecer allí. Me instalé en uno de los pasillos de cubierta. Soplaba el viento, hacía frío. El segundo día empecé a sospechar que mi organismo no estaba bien, había perdido completamente el apetito y tiritaba. Un negro pesimismo me invadió. Me arrebujé dentro de mí y pasé dos días más tumbado a la sombra, en uno de los corredores. Al mediodía me levantaba e iba a alimentarme al bar, pedía leche y galletas, lo único entre lo que allí se vendía que mi cuerpo no rechazaba. La comida del barco era imposible digerirla.

El último día la fiebre subió a cuarenta grados. El barco atracó al mediodía en las cercanías de Tombuctú. La legendaria ciudad fue sólo el fondo de una pesadilla. Demoré allí sólo el tiempo necesario para que mi organismo se repusiera un poco. Algunos días después regresaba precipitadamente a Bamako. Mi periplo africano había concluido.

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