Parque Nacional de Denali

ALASKA. Recorríamos un país que en los últimos días recordaba una inmensa Asturias cubierta de lluvia y abetos. Era un paisaje dilatado, pesado, algo melancólico. El parque nacional de Denali ocultaba celosamente la cumbre del McKinley tras una masa de nubes. Abandonamos por primera vez el confort del coche, nos adentramos en las montañas con pertrechos para una semana. Tierra salvaje, tierra sin caminos, no había rastro de pisadas; como a la tierra la trajeron al mundo, igual. Fue duro caminar, pero la sensación de tierra inédita y salvaje era extraordinaria. El miedo a los osos alertaba nuestra atención. Los grandes ríos discurrían lunáticos y torrenciales divididos en largos brazos que cruzaban el fondo aluvial de valles que desaparecían tras las nubes. La lluvia nos recogió pronto en nuestra casa de tela. Lluvia que fue regalo de fondo para una larga tarde de lectura al final de una fatigosa marcha.

McKinlely, Alaska

Acampamos temprano junto a un riachuelo cantarín. Polychrome Mountains era el nombre de las montañas que ascenderíamos al día siguiente. El arduo trabajo de atravesar las masas de arbustos fue desapareciendo según se ganaba en altura; el blando y espumoso colchón de la tundra también quedó atrás; hacía arriba se elevaba una ladera de hierba rala ribeteada con una bella extensión de flores alpinas y pequeños arbustos de arándanos.

El paisaje que se abría, según ganábamos altura, era soberbio, de medidas colosales. Las grandes montañas nevadas y los glaciares cerraban por el sur el gran arco del horizonte. A nuestros pies cruzaban los grandes ríos de múltiples brazos, bajaban llenos de luz culebreando desde los glaciares abriéndose paso entre las morrenas o sobre el plano inclinado del valle aluvial. Desde la cumbre nos asomamos a las montañas próximas, áridas, desprovistas de vegetación, el filo de las estribaciones y las cumbres describiendo filigranas tonales sobre el lienzo de la mañana. Posé el zoom sobre sus laderas y recorrí uno a uno los rincones de los valles, desnudos, sobrios, como nacidos de un desierto de arena y roca. Tres horas de subida y una larga y afilada cresta al final asomada al vacío multicolor de los valles, nos habían dejado sobre un mirador que se volcaba como un espectador frente a un cuadro que recordaba las gamas tonales de las pinturas de Tapies. Al sur descendía una fuerte pendiente de rocas color caramelo: el tabaco, el tofe con leche, los matices enteros de un amarillo desvaído que iban cobrando fuerza y densidad hasta hacerse marrón empastado de burdeos.

Por ese paisaje desolado bajamos de la cumbre. Descendimos hasta quedar otra vez sobre los llanos blandos de la tundra. Las sendas que dejan los animales nos llevaron, dando un gran rodeo, hasta el prado donde habían instalado el campamento.

Parque Nacional de Denali, Alaska

El día se puso gris hacia el final y el iglú de tela se convirtió en una silenciosa biblioteca asomada a la corriente del río. Era día de cumpleaños. Sentí, allá, en lo alto, perdidos entre las montañas, la nostalgia metérseme por los rincones del alma; la llamada de los míos, muy lejos de allí, suscitó una repentina sensación de cariño y ternura; me bailó un título en la cabeza, escribí: Os quiero. Dejé un espacio en blanco sobre la libreta y a continuación reseñé una lista de nombres: hijos, sus chicas o chico, algún amigo; continué:

“Os quiero. Así terminaba el último correo de mi hijo mayor. Hemos colocado nuestra tienda en lo alto de un promontorio desde donde se divisan todos los valles adyacentes, a lo lejos está el ancho caudal del río Toklak, cuyo volumen de agua nos ha obligado a dar un gran rodeo. Cuatro horas de caminar duro sobre una tundra de altos arbustos y laderas encenegadas. Nos topamos con un inmenso caribú a pocos metros, algo más allá un águila nos miraba casi apaciblemente posada sobre la hierba.

Se cubrió, después de la comida me tumbé junto a nuestro iglú de material sintético y dejé que la lluvia, un orvallo claro y silencioso, me cayera sobre la cara. Miraba las nubes, los montes de enfrente.

Recordé detalles, en la memoria siempre otros detalles vuestros, mi gente. Después me dediqué a acariciar esos sonidos que titulan el comienzo de esta crónica de viaje de hoy: os quiero. No sé, son las palabras de Guille de ayer, os quiero; me gustan, me dejan el corazón tierno. Puede ser que el caudal de ternura baje a veces con mucha más fuerza y anegue en su ímpetu los prados circundantes. La fuerza de la ternura puede con el rubor, rompe con la timidez y se abre en la mañana de hoy como una flor plena de ganas de vivir.

Os quiero. Miraba a las nubes, cerraba los ojos y me dejaba atrapar por las imágenes que me traían, os quiero. Distintas, heterogéneas, se aproximaban a mí por los cuatro puntos cardinales. Detrás de un beso de despedida hay siempre un te quiero, cierto, pero en este caso era un sonido cristalino de campanillas alborotadas.

Polychrome Mountains, Denali, Alaska

El orvallo arreció y empezaron a sonar secas las gotas sobre mi ropa. Me metí en nuestro iglú sintético. No sé qué voy a hacer cuando se caiga de viejo este iglú, es nuestra salita de los caminos, el viejo iglú de las grandes tormentas del Pirineo, de los aguaceros, de los intenso fríos del Parinacota en los Andes; seguro que el lugar más acogedor del entero Parque de Denali. Ahora las gotas golpean sobre su tela tensa, es un repiqueteo suave que despierta la música de cientos de días y noches amparados al calor de esta bóveda de un metro cuadrado.

Es una tarde larga; aquí, en medio de las montañas más salvajes de Alaska, a la vera del McKinley, el gran señor de este continente que se rodea de glaciares y ríos tumultuosos. La soledad, el descanso que brota del cuerpo como un dulcísimo compañero de viaje, por fuerza nos termina contagiando con las energías elementales de la naturaleza. Os quiero, os quiero montes, os quiero aguas, os quiero nubes, lluvias. El vuelo ampuloso y tranquilo del águila esta mañana, el plácido yantar del caribú, las perdices de ala blanca, esos osos que vamos espantando a voces cuando nos metemos entre los altos arbustos (normas básicas para andar por estos caminos), todo canta esta tarde la misma música.

Y el canto que nació al abrigo de un chirimiri en la tundra necesariamente vuela hoy sobre estas tierras, la isla de Baffin, el Atlántico entero, para despertar a toda la familia.

Continúa lloviendo, el tic, tac sobre nuestra bóveda de poliéster suena suave como una nana. Atardece.

Un beso.”

En días posteriores el cielo se cerró apretadamente sobre las montañas y caminar fue chapotear continuamente sobre una superficie mórbida en donde los pies se hundían para salir chorreando agua. El paisaje había desaparecido tras la grisura intemporal de la niebla. Rehiciemos el camino de vuelta hacia la pista embarrada que recorría el parque del Mackinley.

Junto a un lago, al frente, sobre el agua —una ligera ondulación en ella— las laderas de abetos disolviéndose en la niebla, nos rodeaban cuatro o cinco abetos robustos. Conduciendo hacia el oeste habíamos entrado en la península de Kenai, un típico y bello paisaje nórdico en el dominio de los hielos. Las laderas nevadas comenzaban un poco más arriba de la carretera, el asfalto corría adornado por dos anchas líneas violetas de arvejillas. Los fiordos, el agua calma de los lagos, las laderas perdidas entre las nubes desfilaban apacibles sobre un fondo envueltos en música de Haydn.

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