Bangkok

THAILANDIA. Los recuerdos de un reciente viaje a Oriente son hoy media hora de vuelo, unos visillos que movía la brisa de la mañana, una madrugada en Angkor, algunas incidencias en el transporte de una talla en madera de un enigmático buda y la experiencia de una noche de anhelos.

El avión sobrevolaba alguna parte de Alemania. Un viaje a Oriente ¿en busca de qué? ¿el Santo Grial? ¿el Vellocino de oro? No sabía muy bien por qué me había visto envuelto en aquella repentina decisión. Quizás una revista encontrada accidentalmente en la que había leído un artículo sobre Halong Bay en las cercanías de Hanoi, acaso un libro de Pierre Lotti, hojeado apresuradamente en la Cuesta Moyano, que hablaba de Angkor. Por lo que fuera, parece que a última hora me había impuesto la necesidad de estar despierto, de agarrar las disposiciones tomándoles la delantera; en este caso asomarme a la ventana del mundo para contemplar si éste me decía algo o no en ese preciso momento de un mes de julio. Uno se hace en cierto momento árbol del camino, crece y echa raíces, se aúpa sobre el paisaje y envuelto por la noche o por la meteorología hace sus deducciones sobre el mundo y sus senderos; los ciclos de la vida se repiten y un buen día nos quedamos mirando al horizonte con la mirada perdida porque la realidad llega a nuestros sentidos envuelta en reiteraciones, sopla un viento agradablemente tibio que ayuda a mantener nuestro gesto amable, tranquilo de quien ya vivió muchos inviernos y muchas primavera antes de llegar aquí. Miraba distraídamente por la ventanilla del avión un mar de nubes a la caída de la tarde. No debo tener prisa, intentaba convencerme; ni eso ni tratar de verlo todo; escucharme, mirar, recordar el timbre de la voz de la gente, tiempo de reflexión.

Cuando el avión se vuelve a elevar sobre la ciudad de Frankfurt, el polvo del camino subía a lo lejos. La lluvia lava las hojas de una tarde llena de oro, el viento las mece colgadas sobre el cielo como si fuera una colada; el duro sol del verano abrasa el asfalto, la línea oscura que corre entre el amarillo pajoso y los árboles solitarios. Media luna flota en el horizonte adornando el lienzo con ramas, árboles y campo tostado. Un árbol tiene algo de eso que yo percibo en sí mismo esta tarde. Me siento más árbol que viajero. Marcharse a Oriente para ver qué pasa; es una buena razón, una luz, una idea, una emoción. La laxitud se corresponde con las cualidades del árbol. Ahora me pesa el ánimo tanto como a esa rana del relato de Faulkner a la que hicieron tragar un puñado de perdigones.

Bangkok. Dos días después me despierto bajo el chorro del ventilador con el sol ya alto. Me llega una agradable sensación de bienestar; abro los ojos despacio despacio, saboreando el encuentro con la mañana. Enseguida me llama la atención el suave balanceo de los largos visillos del ventanal frente a la cama, los miro durante un rato como si contemplara las llamas en el fuego de la chimenea. El movimiento de la tela me recuerda aquella mañana otros visillos que colgaban hacía muchos años en una habitación de Cevo, un pequeño pueblo de la Alta Lombardía. Compartía la habitación con mi amiga María; una gran cama de matrimonio y una ventana en donde el gracioso balanceo del organdí de los visillos distraía mi tensa vigilia mientras ella dormía plácidamente a mi lado cargada con el peso de una promesa de castidad hecha a su previsora madre poco antes de salir de casa. Un exceso que hube de sobrellevar todo lo que duró mi larga estadía en los Alpes. ¡Oh, las enseñanzas de la madre y su muy bien aprendida lección de llegar intacta al matrimonio...! Así se quiso desquitar después, cuando las celebraciones de la boda quedaron lejos; ella, que albergaba en sí una folladora compulsiva sin saberlo, sólo unos débiles apretones permitió, y eso tras la larga travesía de la Meije, en circunstancias un tanto heroicas después de pasar la noche en una grieta abierta en el glaciar a más de cuatro mil metros de altura donde nos retuvo una aparatosa tormenta. A un apretón apresurado bajo las mantas de un refugio y a un ejercicio de emergencia entre sus muslos bajo su provocadora minifalda, quedaron reducidos los escarceos con María por aquellos tiempos.

El bamboleo de los visillos termina por llevarme a los muslos calientes de María. He recuperado el sueño del viaje y me siente bien aunque con una sexualidad disparada que se despierta despacio con la brisa, la tela, la ventana, aquella lejana noche de castidad. Coloco el escenario, rindo tributo al lingam erguido entre mis piernas, celebro el encuentro consigo mismo, la suavidad con que las piezas de la melodía van encajando unas con otras. Llamo a paisajes concomitantes, busco en el tiempo.

Pienso en cómo la pereza y el desajustado sentido del tiempo estropean una parte importante de la sexualidad. Raramente la oportunidad y las disposiciones se ponen de acuerdo para diluir el tiempo en un vagar de olas y sensaciones, raramente. Vagar de olas, curiosear, tocar. Cuando en la India se visitan esos pequeños templos cuya desnudez se viste de flores en torno al lingam, que preside el lugar, uno es parte de esa liturgia intemporal que debería presidir una parte de la vida. Una liturgia que no imagino ni exclusivista, ni de pareja, que pienso como tributo a los cuerpos, a ellos mismos en la tibieza de la mañana, al calor del atardecer. Reflexiono sobre la gratuidad de vivir el momento, sobre las inhibiciones, los omnipresentes y embrollados estados mentales que atan al hombre de la calle de Occidente.

Me encuentra ligero de equipaje esta mañana. Estiramientos, desayuno frente al tránsito de la calle, y a caminar. En la mochila la cámara, un cuaderno y un bolígrafo, todos los pertrechos necesarios para patear la ciudad. Hoy serán las calles y las techumbres de los palacios apuntando al cielo y a las nubes, los retratos, escenas de mercado, el río y los chiquillos desnudos saltando al agua desde un trampolín improvisado. Más de cinco toneladas de plata para enlosar el suelo de la Silver Pagoda, mil kilos de oro para un buda, más un millar de diamantes para completar la decoración del lugar. La fijación universal de las religiones en torno al oro y la plata, una notable incongruencia de la que no escapa ninguna de ellas... Miro aquello y soy incapaz de encontrarle significado al asunto. El valor de las cosas, la moneda en uso a lo largo de la historia de la humanidad, también sirve para la ultratumba y las reencarnaciones de todos los colores.

El ostentoso abigarramiento, el lujo y el valor monetario como expresión de incapacidad creadora. La riqueza confundiendo con su halo de poder y sugestión al mundo entero de todos los siglos. Los poderosos valiéndose de los técnicos y de los artistas para hacer posible el camino de sus excentricidades, se tornan patéticos cuando no son capaces de superar el binomio arte-lujo, arte-exhibicionismo de poder. Quien tiene el poder expolia al que no lo tiene, y convierte el producto de la expoliación en cadenas, en altar, en los que los expoliados rendirán pleitesía en el futuro a sus explotadores y a los ancestros de los explotadores. Ese puede ser uno de los significados, de los atributos del oro. Los creadores permanecerán en el anonimato porque serán solo un utensilio en la consolidación de las relaciones de poder.

A la salida del palacio de Vimanmek, se desplomó el cielo y la ciudad se hizo agua y estrépito. Junto a unos soportales en que nos refugiamos el conductor de la motocicleta y yo, el agua llegaba más arriba de los tobillos.

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