Viajar

EL SALVADOR – HONDURAS. Entre Ocotepeque y Tegucigualpa. Ojos hinchados de mañana temprana de viaje. Vida corriente a la puertas de las casas, estudiantes con mochila; pasa un viejo con un machete de medio metro colgando del cinto; pero nada del dorado madrugón de las estaciones de tren de la India de un invierno lejano que hoy añoro. En el fresco de la mañana suenan algunas bocinas, el cielo es claro, plano; después será todavía más plano, y cada vez, durante el día costará más encontrar la belleza nueva de un mundo diferente porque los colores y los semblantes tempranos de un invierno de Oriente pertenecen a un pasado difícil de reencontrar (¿o quizás no?). El invierno dorado aquel estaba hecho de dormir difícil y compartir exiguos espacios de maleteros, de sensaciones agolpadas en el alma y acrisoladas por las mixturas de las luces, el sudor de los cuerpos o el aroma de las flores. Es verdad, nunca más existió viaje como aquel del Ganges y la costa del golfo de Bengala camino de Mysore; nunca, ni los ojos, ni los niños, ni la aurora pudieron repetir su pequeño esplendor frente a mí con tal derroche de generosidad. ¿Qué ciudad sería aquella en que amaneció mi cuerpo roto en medio de un gentío, de saris, maletas, bultos, voces, con los rayos primeros del sol cayendo sobre la humanidad del vestíbulo de la estación como sobre el atrio de una catedral medieval; el sol ambarino, padre de la tierra, madre amable que venía a calentar el cuerpo entumecido de los mendigos y los viajeros?

Deberé volver a Oriente, el polvillo de oro flotando en el crucero, como en un templo, de la estación; los ojos de una niña que fotografié; los montoncitos de azafrán y canela; los colores de las frutas tropicales; los panales tronzados, chorreantes de miel tornasolada. No existe país alguno similar. El mundo fue de blanco y negro hasta que los dioses inventaron los colores y decidieron derramarlos por las ciudades de la India; Shiva, la de los múltiples brazos, cubrió de sangre y azafrán el ara donde dormía el linga, colmó de flores los templos, regaló los tintes del otoño en que vivían los dioses a las ciudades, los derramó por las madrugadas de todo el país.

Mucho en la vida es volver a ayer, a los momentos fugaces que tuvimos la suerte de encontrarnos; momentos magníficos de gracia, de emoción contenida bailando en el pecho. Volver para saber que aún es posible, que las mañanas y las tardes pueden todavía rozar la presencia divina de lo que buscamos; podemos esperar, provocar, ir tras el momento en que nos encontraremos con ese nosotros mismos que se nutre de los regalos esporádicos de los dioses: en la selva, el río despertando de la noche con su alfombra blanca bajo los árboles, el vapor de la tierra flotando perezoso entre las garras robustas y mortales del matapalo, entre los espinosos troncos de las ceibas; en la ciudad, la pátina del tiempo, el trajín de la vida y la muerte, como en Varanasi, los restos de un tiempo ido, los muros y las fachadas de decadentes palacios, calles, como fruta en agraz, que sólo los años y el tiempo transforma, como venecias en ciernes, en herrumboso y delicado lienzo en que apagar nuestra sed de ver y guardar, la honda emoción de lo que el hombre crea y la naturaleza bautiza; en la montaña, la ladera calma, dormida, intemporal, junto al tintineo de las hojas del bosque, el salvaje derrumbe de un cielo de tormenta, la seda azul acostada entre la calina añil del valle, la noche magnífica, profunda como un pozo en cuya hondura titilan las estrellas; en el mar, donde el agua besa la arena cerca de nuestros sacos de dormir que nos protegen del frío de la madrugada, el beso de la brisa que aligera nuestro sueño y nos hace abrir los ojos para decirnos que estamos vivos, que el mar, el viento, la arena, las gaviotas revoloteando a nuestro alrededor certifican que estamos vivos.

Viajamos hacia Tegucigalpa, Tegu, que dicen aquí. Viajar, camino duro tantas veces, búsqueda. Ir al encuentro de las armonías, las estructuras, los colores, las formas, las texturas; abrir los ojos, husmear tras la poesía de los caminos, el calor multitudinario o silencioso de las calles. El alma de los viajes no aparece en las guías, yace escondida tras la esquina de cualquier calle, agazapada en las horas privilegiadas del alba; te tropiezas con ella sin buscarla, basta con estar atentos, vigilar ese tránsito por la tierra para que no se escape eso que estuvo ahí esperándote durante mucho tiempo, a ti, sólo para ti: realidad multivalente de muchos brazos, tronco de muchas ramas.

Y soñar. Y recordar, mientras el bus atraviesa las montañas, mientras suben y bajan pasajeros. El aire me golpea, me llena la cara de brisa y campo verde.

Y el viaje continúa. Y el bus se mueve ligero entre los bosques, le da vueltas a las montañas. Y se oyen voces, y conversaciones tranquilas, y entre ellas la radio larga canciones y palabras por los altavoces; y pienso, cómo no, en mis hijos, en mi novia, la pequeña y silenciosa, como escondida en un rincón para no hacer ruido y pasar desapercibida; el proyecto también de esculpir, de hacer arte de la cosa cotidiana, de cavar, de aprender a decirnos. En fin, en nosotros mismos, Victoria y yo, viajeros permanentes y empedernidos empeñados en sacarle las tripas a la vida sin que el juguete se nos descomponga entre las manos; y tímidos y muy ruborosos aunque no lo parezca, buscadores de color y luz, confiadores en la bondad de la existencia y en las posibilidades de que en nuestra milpa el maíz, los elotes, crezcan tiernos y amorosos.

Las fotografías corresponden, de arriba a abajo, a: Ocotepeque (El Salvador), Agra (India), Calcuta (India), Arimtsat (India), Río Ganges, Varanasi (India)

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