Ir a ochenta

Ir a ochenta era una buena velocidad esa mañana, las suaves pendientes de la isla de Vancouver se dejaban acariciar en las primeras horas del viaje. Sí, era Serrat el que cantaba, que también acompañaba ello. El cuerpo templado, los músculos frescos y distendidos. La aguja no pasaba de ese número, estacionada, como una nube perezosa contemplando el paisaje. Miraba de vez en cuando en el retrovisor, uno, dos coches; de tanto en tanto alguno aprovechaba una recta para adelantar, pero era raro, seguían dócilmente a una discreta distancia los pasos del Dodge; apacibles, tranquilos. No había prisas, pocos aparentaban tener prisa en este país.

Surgió en medio de la apacible velocidad, ahí estaba, menuda, con los ojos brillantes, colgando todavía de ellos un resquicio de sueño. Los brazos al aire, el pelo recogido, el suave vello del cuello entre sus brazos. Cuídate. Había una luz mate e impersonal en el aire. Era un recuerdo bonito en medio de esos ochenta por hora de esa mañana.

Y me imaginaba esos ochenta ya siempre, todo un símbolo, quien sabe si parte ya de un sistema de vida que supiera adaptar su velocidad al promedio de esa mañana. Esta gente del norte parecía moverse bien a esta discreta velocidad; parar en el stop, mirar concienzudamente, arrancar despacio, dar descanso al acelerador... disfrutar del paseo, complacerse en el camino, gustar la demora, el retardo, la contemplación del paisaje y de los pensamientos. Y después fue la voz de mi novia al otro lado del océano, el deseo de oír; pero las palabras eran pobres para expresar estas cosas. Hoy no apetecía de palabras bonitas, quería recrearse en la seriedad de la amistad, en un afecto adusto y consistente donde cantar no fuera una necesidad nacida precisamente de un momento de especial alegría. Que no fuera necesaria una sonrisa, que no hubiera necesidad de hablar, que únicamente el contacto de las manos o la certeza de la proximidad fueran los testigos mudos de un afecto. Nada de grandes palabras, nada de emotivas efusiones, reencontrarse en el silencio, en la breve mirada.

Entre los árboles se abría de tanto en tanto un espacio que se prolongaba en los reflejos del mar y en las concavidades de la costa. Mantener los ochenta, esa era la consigna. No permitir la presencia enloquecida de un futuro siempre en ciernes. Ceñirse al siseo monótono de los neumáticos, sumergirse, despertar al hombre bueno de los versos de Machado vibrando en las cuerdas vocales de Serrat. Es pronto, no corras, me oía decir, atrapa ese instante, ochenta, ochenta, no más... y rodar, rodar carretera adelante hasta que se acabe la tierra, hasta que se acabe el tiempo.

Veníamos del mundo de las prisas y no era fácil creerse la inutilidad de una marcha forzada. El placer de los ochenta... La vieja furgoneta de casa... también ella podía aprender... construir allí también una salita-comedor-dormitorio a ras de suelo, como en el Dodge. Parar junto a los ríos, sobre los rastrojos, en los bosques. Sí, parar, que dé tiempo a mirar, a adormecerse junto al motor caliente, a refugiarse de la lluvia bajo el cantarín repiqueteo del agua, a dormir en el medio de la tierra que cruzábamos. Y de vez en cuando emprender la marcha de nuevo; a ochenta, no más; a ochenta, hasta que yo, ellas, todos, hayamos completado nuestro ciclo vital y tengamos que ir a reposar bajo esa tierra que en vida dedicamos a surcar.

Seis de agosto. Ese era el ambiente en el interior del living-room carretero que se desplazaba esa mañana (mañana-tarde porque el inevitable transnocheo del día anterior no dio para madrugar, aunque sí para correr y compartir el baño con un puñado de ranas) por la isla camino de las montañas del interior. La tarde correspondió pasarla junto a un lago de cuyas orillas despuntaban juncales. Logramos colocarnos a un metro del agua. Así que parada, fonda y buenas noches. Me esperaba el ya avanzado tomo de Lord Jim, la escritura diaria. También Victoria deseaba utilizar el portátil, que ya no se apaña, decía, con el boli, que vamos a tener que pensar en ir adquiriendo otro ordenador mientras sigan adelante las ganas de la escritura.

Sí, ya sé, demasiado despacio, ¿qué quiero decir con todo esto? nada; y es que se hace lo que se puede, no hay manera de estar a todo, el tiempo sólo tiene una dimensión. Ya conocemos la consigna de hoy, ochenta por hora, ni uno más.

Imágenes: Monte Robson (Canadá); Calgary (Canadá)

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