Alaska: el esplendor de los fiordos. Había leído en Memorias del Artico, de James Huston que el calor circula en el saco de dormir mucho mejor con el cuerpo desnudo. Bien, probemos.
El coche estaba aparcado a unos pocos metros del agua del McCarthy Fiord en el Parque Nacional de Kenay, Alaska. Llovía. Su salita volante ¾toda la parte trasera del Dodge¾ había sido transformada en dormitorio. No había muchas prisas para levantarse al día siguiente, las nubes flotaban bajas sobre las montañas del fiordo y el día posterior, con toda probabilidad, no habría quien emprendiera el camino del glaciar que queríamos recorrer. Así que tranquilo, una de esas noche sin prisas, la paz de la lluvia, el clap clap del agua golpeando las rocas de
Continúa lloviendo, oigo la suave respiración de ella a mi lado. Repaso algunas de las cartas que recogimos en el cíber por
Oigo el motor de un coche sobre la pista de tierra; todo está oscuro y quieto. ¿Cuántas veces será necesario que repitamos nuestras caricias? ¿Cuántas veces bajaremos a bañarnos en este río de nuestro cuerpo a lo largo de nuestra vida? Hoy siento como si lo hubiera abandonado por una temporada, le oigo tenso todas las mañanas sobre el asfalto o los caminos, lo beso, pero a veces se me olvida acariciarlo y decirle te quiero. Es necesario que venga una noche como ésta y tenga que encontrármelo ahí, entre mis manos ociosas, para darme cuenta de su presencia, de su extrema suavidad, de la gran cantidad de ternura y placer que sus valles, sus rincones, su piel estremecida, pueden encerrar.
Oigo el lejano ruido de un generador eléctrico, recuerdo algunos nombres cariñosos con que bauticé alguna parte importante de mi cuerpo: mi volcancito, era uno de ellos, eso fue en Manchuria, también aquella una hermosa noche como ésta, estábamos de cumpleaños aquel día, fuera había el trajín de la gente, hacía un calor intenso que caía a plomo sobre todo el país; un gran ventilador agolpaba ráfagas de aire sobre mi desnudez, lo templaba y lo hacía convulsionarse cuando el aire y mis caricias lo tocaban. El ronroneo del ventilador de entonces y el cercano generador son los pilares sobre los que se tendía esta noche el puente de plata de una caricia interminable al borde siempre del colapso. Despiertan poco a poco los recuerdos agradecidos de aquella tarde de caricias. Me recojo devotamente sobre sí, me acurruco en mi calor, traigo livianamente el recuerdo de mi amiga lejana, el de ese cuerpo que duerme a mi lado. Cuerpos, el mío, el vuestro, cuerpos todos, derroche de vida, esplendor de la naturaleza, belleza, armonía, cálida sensualidad. Como un fulgor la espera demorada, la vibración de mis músculos, el contacto cálido uno a uno de cada centímetro de mi piel, su pecho, sus pezones, mi estómago, el reino de lo innombrable, el santuario en donde la ternura y el sofisticado arte de quererse acuden para rendir homenaje ferviente a la vida.
Cierro los ojos, pongo los pies sobre el asiento trasero del coche, mi cuerpo queda tendido como entre dos piedras sobre la corriente del río. Mis manos buscan ahora ansiosas la superficie suspendida de mis nalgas hasta arrancarles débiles gemidos a mi garganta; tocan con temblor estremecido la mata de pelo entre las piernas, se abrazan mis manos con el tesoro entre los dedos, lo miman, lo besan, lo calman. Hay una humedad dulce en mi pequeño cráter, un delgado hilo de semen se columpia entre mis dedos, lo llevo a mi boca, lo suspendo de mi lengua, cierro con más fuerza mis ojos. Como si de una lupa se tratara intento concentrar todas mis fuerzas en mi cuerpo, tendido como un arco a punto de quebrarse.
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