Una pequeña hecatombe

Circulábamos por Alaska, al norte de Anchorage. Los vi por el retrovisor, unas lucecitas, roja, azul y ámbar encendiéndose y apagándose como en una feria. Miré el cuenta kilómetros, no estaba mal, ciento veinte, reduje no obstante la velocidad hasta quedar en ciento y un poquito; las lucecitas se me seguían acercando, no muy deprisa pero ya estaban como a diez metros, reduje algo más la velocidad esperando que me sobrepasasen, pero tardaban mucho; al final sí, al final noté que se me ponía a la misma altura. Ya estaba claro, seguro que querían algo, piso el freno, me voy hacia el arcén y detengo el coche. Tenía una pinta mosqueadísima el poli, como quien se acerca muy atento previendo un movimiento inesperado por parte de un desmadrado conductor, o acaso un terrorista. Unas millas más atrás había una limitación de velocidad, yo estaba circulando veinte millas por encima del cartel. I'm sorry I was not concius about that. Mi inglés macarrónico ya le debió de poner al poli sobre la pista de que ese individuo no era un tipo peligroso. Su actitud se hizo algo más amable, el poli pareció más relajado; nada de terroristas a la vista, parecía decir su expresión. Me pidió todos los papeles y se retiró a su coche; un rato después ¾por medio seguro que una larga consulta con el centro de alguna base de datos policial de individuos sospechosos de atentar contra tío Sam¾ vuelve con la papeleta y sus documentos. Una multa, tenía que girar un cantidad, mediante un cheque, a determinada dirección. Le preguntó cómo o dónde podía hacer una reclamación, to claim, repetía yo, pero el poli no entendía, con una amabilidad aterrizada desde el peligro eminente anterior, levantaba los hombros a modo de disculpa por no entender. Nos despedimos.

Y comenzó ahí, mientras el coche ascendía suavemente las curvas de una loma -eso sí, el automatismo de la velocidad a cincuenta y cinco millas por hora, ni una milla más- jalonada de abetos, mi... ¿cómo diría? mi... no sé, mi deportación de este planeta; un niño chico perdido en un mundo de gente grande y alta que mirara con recelo a las pequeñas y hurañas criaturas de su entorno. Chico yo hasta enrojecer, sin voz, encogido en mí mismo, quizás como un criajo pillado en una fechoría inconsciente que ha podido provocar algún tipo de catástrofe planetaria. No te perdonamos, vaga por ahí; fuera de nuestra presencia. Y yo me encogía y me encogía bajo la pesadilla de la reciente aparición de la policía en mi vida, y veía pasar los árboles y notaba que la voz no me llegaba a las cuerdas vocales y fui consciente de que si alguien se dirigiera en ese momento a mí iría derecho a meterme debajo del asiento del coche. Pero me armé de valor, me dije: esto no puede ser, y agarré el volante con más fuerza mientras vigilaba el cuenta kilómetros; intenté componer mi cara, llenarla de seguridad... pero fracasé estrepitosamente. Seguro que si no hubiera sido porque iba acompañado habría parado el coche y me habría hecho un autorretrato; me hubiera gustado saber cómo se sostenía ese careto encima de mis hombres, qué aspecto tenía cuando le sucedían estas pequeñas hecatombes.

El coche siguió ascendiendo como suspenso en el espacio y en el tiempo; la pequeña hecatombe se amansaba dentro de mí, se acurrucaba en el regazo como un niño al que hubieran dejado en mitad de la calle en pleno invierno; y mi regazo desprendía calor, lo acunaba, lo estrechaba entre sus brazos. La hecatombe se adormecía, empezaba a soñar que aquello era un sueño, que dentro de un poquito se despertaría y todo sería normal, los chicos serían chicos y los grandes, grandes; pero nada más, unos y otros jugarían a seguir dando patadas a la pelota, pero nada más. No será como en esa pesadilla en donde uno pierde las piernas o en donde hay una fuerza atroz e invisible que nos agarra la camisa por detrás y no nos deja andar.

Pero mientras, mi cabeza se sobresaltaba y decía: no, el poli era malo, su máquina de medir velocidades debía de estar estropeada; a ver, que me enseñen un certificado como que esa máquina funciona correctamente. Y una lucecita dentro de mi cabeza añadía: eres gilipollas, tío, ¿no ves que está muy claro, que ibas a setenta y cinco millas la hora y la señal decía que no se podía ir a más de cincuenta y cinco? Y entonces, ante este nuevo embate, el chiquitito que estaba dentro de mi torcía el gesto y volvía a esconderse debajo de la mesa tozudo y resentido.

Una larga recta, unos lagos preciosos a la derecha en donde se reflejaban unas gordas nubes: frené, a ver si cambiando de posición, haciendo una foto, aflojaba un poco esto de la hecatombe. Salí, tomé la máquina, apliqué el filtro amarillo ¾perfecto este filtro para esas nubes que se pasean por encima de las montañas¾ y disparé. Volví al coche, esto va mejorando me dije, una horita y todo ha pasado.

Aparece entonces un cartel en la carretera: Cambio de huso horario, adelante su reloj en una hora; otro, Wellcome to Canada. El poli de la frontera nos recibe con un agradable, Hallo! Le doy los pasaportes, intercambiamos algunas palabras corteses, nos despedimos: ¡gente simpática esta del norte!

Poco más allá comienza a llover, mi pequeña hecatombe va disolviéndose poco a poco en el agua que repica tranquila, apaciblemente en la chapa del automóvil.

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