Lavar la ropa

Hoy tocaba lavar la ropa. Recorríamos Alaska por una carretera que nos llevaría a las montañas de McKinley. Pero mientras tanto no teníamos prisa. Montamos nuestro campamento base en la orilla de un gran río desde donde las grandes cumbres cubiertas por el hielo asomaban de vez en cuando entre las nubes.

Después de la carrera matinal, el baño, el desayuno frente al gran río, bajé a lavar la ropa a la orilla del gran río. Me gustaba lavar la ropa. Recordaba montones de ocasiones metido en estos menesteres en lugares dispares del mundo. El más exótico en el desierto argelino. Mis hijos, los mellizos, tenían un año, Guillermo cuatro; colgaba un bidón de la rama de un árbol en un oasis, conectaba un trozo de manguera con una llave de paso en el extremo y... a lavar se ha dicho. Con diez litros de agua lográbamos hacer la colada de los cinco. Mientras lavaba la ropa, un poco de jabón aquí, un restregón allá, una mancha de grasa, un palomino, un cuello con mucho roce, los pensamientos volaban apacibles de un lado para otro. A veces entretenía el rumor del agua, como era el caso de hoy, otras era la calma plana de un lago en el que iban formándose pequeñas onditas mientras mi trabajo seguía adelante.

Cuando lavaba la ropa una calma chicha se extendía a mi alrededor. Restregaba unos calcetines y ya no existía en el mundo más que ese calcetín y el bamboleante ir y venir de mis pensamientos, un trajín agradable que tenía la música de una paz tranquila. Ahora eran unas bragas, un chorrito verde de lavavajillas —que no hay otra cosa esta mañana para el caso—, se toma la prenda con la mano izquierda, se cierra el puño, se deja medio palmo libre, se cierra el otro puño y nudillo contra nudillo, frac, frac... y me enfrascaba en un diálogo inacabable: Guille, ya podía escribir, ni un sólo correo en toda la semana; no, no, esta noche debí soñar con él pero no me acordaba. Mira que ha crecido Mario; parece como si fuera otra persona. Le daba un poco al elástico de la cintura y volvía a repasar la prenda, la restregaba de un extremo a otro. La estrujaba, la retorcía y la ponía a la izquierda sobre un tronco caído que estaba semienterrado en la arena. Miro al agua del río, era un agua espesa; junto a la orilla un montón de troncos viejos habían quedado atrapados en el légamo del fondo. La colada hoy sólo se componía de calzoncillos, bragas y calcetines. Asomaba entre el agua verdemarrón del barreño uno de esos calcetines que tienen el número de la talla en la planta. Nunca lavé tantos calcetines en los viajes; esta novedad se debía a ese empeño en empezar el día corriendo media horita. Un poco de jabón, no, no hacía falta, el agua estaba suficientemente jabonosa, pensaba en mi novia ¿seguirá corriendo cada mañana? pensaba, casi seguro que no, bueno, acaso los días que esté de humor, el día de su última carta seguro que no corrió, ¿por qué será tan poco sistemática para estas cosas? no hay quien le haga entender lo importante de ciertas disciplinas. Lo guapa que estaba aquel primer día que corrimos juntos por el pinar, se le veía como que estrenaba un juguete el día de Reyes, ¡qué mujer tan difícil a veces!, sus famosos fines de semana, sus interpretaciones tremebundistas de algunos hechos baladíes; no, no lo tiene fácil de todos modos. Je, je, el día de la Galana fue un bonito día, después disfrutaba como una niña arrastrando el culo por la nieve... y ese cansancio que le doblaba las piernas cerca del coche. Hemos pasado ya momentos muy bonitos, continuaban mis divagaciones. Seguro que si no fuera tan tonta me haría más caso, debería tomarse a su cuerpo y a su espíritu con más seriedad. Y volvía ahora un calcetín de Victoria —un 35-38 en la planta—, estaba bien esto de los numeritos, si no menudo lío en una familia de corredores, pensaba. Y después era Lucía, mi hija, ¿cómo le irá con sus nervios de campamento? Otra que se había hecho grande. Ahora tocaba unos calzoncillos de esos de dibujitos rosas más viejos ya que Matusalén, se veía en seguida que el dueño de esta prenda era un poco guarreras, pensaba, está a la vista, que por sus calzoncillos los conoceréis, como cuando atravesábamos el Pirineo con los niños y le decíamos a Guille que su macuto era el espejo del alma, todo en equilibrio inestabilísimo, desplomado, de cualquier manera, daba igual. En casa, no sabía bien por qué, siempre le tocó poner la lavadora y tender. A la vista estaba, lo de él siempre lo más, sí, lo más guarreras, y como, además, en casa pasaban de lejía y todo se lavaba junto y de cualquier manera, pues eso, que la colada en la cuerda ya daba datos sobre la identidad de cada uno ...Y que no se te ocurriera tender mal una camiseta de Lucía, por ejemplo... que la bronca ya te había caído encima. En fin sigamos con el calzoncillo de dibujos rositas. Apuntó un poco de sol entre las nubes, ¡cabrón!, un mosquito metió su trompeta en mi brazo, además se manchó de jabón el pantalón al largarle un manotazo. La culpa era mía por no darme repelente, millones de mosquitos siempre por todas partes... y es que dejaba una pasteta encima que daba pena y, más, después del baño de hace un rato; tan limpio y fresco, echarse ese potingue encima me dejaba otra vez hecho un pringue. Un chorrito verde, frac, frac, frac y se me representaba como en un cinematógrafo un montoncito de rostros de mi novia, la cara de éxtasis de cuando se le aparecía la virgen; bonito ahora el chocolate claro del río bañado de sol; su rostro meloso de chica buena, la seriedad de circunstancias, ese otro de desconfianza, que no estaba seguro que fuera de desconfianza; el miedo, un ruido inesperado, su sonrisa del camino, su ternura. ¡qué complicado era a veces eso! Oí a Clara desde más arriba, ¿Te queeeda mucho?, gritaba desde lo alto del talud. ¡Doooos preeendas!, contesté yo. ¡Voy calentando la leche!. ¡Vale!. Ahora era un calcetín 39-42. Me estaban entrando ganas de quedarse allí, desayunamos, tendemos la ropa y cuando se seque, al final de la tarde, o acaso mañana, nos vamos, maquiné. No tiene por qué haber prisa y así, mientras, leo un rato, escribo, miro lo que dice la guía. Pasé la mano por el fondo del barreño, se acabó. La verdad es que está bien esto de lavar la ropa. Me gusta.

Le cogimos gusto al lugar, nos tomaron el día entero para recrearnos frente al río. Fue el primer día de mano sobre mano, la voluminosa lentitud del agua continuaba allí, a mis pies. Durante el día se fue aclarando el cielo hacia el oeste y aparecieron por encima de la línea de abetos de la orilla opuestas las majestuosas montañas del Monte Logan, una hermosa cordillera que sigue la línea de la costa. Al final de la tarde, el espectáculo, en un momento en que levanté la vista del tablero de ajedrez, se había abierto completamente hacia el sur, dos enormes montañas apuntaban esta vez en el centro de la llanura por encima de la corriente del río, las cumbres del McKinley estaban ahí para recreo de la vista; atardecía, las montañas se vestían con los colores aterciopelados del crepúsculo. La colada ya estaba toda seca.

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