Heathrow Airport

En noviembre de 1999 volvíamos de un largo viaje por Oriente. Recalamos en Londres camino de Cork, Irlanda. Hicimos tiempo en Heathrow Airport.

Antes de amanecer el avión planeaba sobre una magnífica vista de Londres: el Támesis, el Big Ben, todo iluminado como un enorme nacimiento. Ya estábamos en Occidente; el tránsito de las cultura fijó uno de sus baluartes aquí. Este aeropuerto ayudaba a reflexionar aquella mañana sobre nuestra entidad de occidentales; venimos hablando en los últimos días las bondades de este Occidente al que tan a menudo habíamos cargado con las culpas de todos los males del hombre moderno, aunque de la mano de esa oportunidad para ejercer el propio criterio, para observar preceptos, dejar de obsrvarlo, disfrutar del ocio, hacerse mejor o peor, rezar o no, llevar velos o minifalda y, sobre todo, la oportunidad de decidir en función de la propia fuerza, los deseos cambiantes o los proyectos de vida que a uno se le pueden antojar. Poder cambiar, poder equivocarse, no tener que ir al pairo de un gobierno, una mezquita, una casta.

Habíamos viajado durante medio año adentrándonos en Asia siguiendo la ruta del transiberiano y demorándonos algún mes en China, en Pakistán, Bangla Desh, India, Irán, y abrir los ojos en Heathrow una mañana de otoño era un encontronazo agradable. Respirabamos aliviados después de dejar Irán o Pakistán, o la burocrática China ¿Cómo iba a ser de otro modo después de una semana de vivir en Teherán, comprobar la vigencia de las creencias hindúes, las castas, el fundamentalismo de Pakistán, las mujeres tras el shador?

Algunos valores del Islam permanecen teniendo vigencia en relación con nuestra cultura, pero hay graves dislocaciones en el sistema islámico. Puede ser un cepo para la mujer, santifica a la larga el dominio del uno sobre el otro; posibilita la creación dictatorial de una mano de hierro que se erige a sí misma en interpretadora y mediadora de los deseos de Alá.

Aquella madrugada oímos en el avión por primera vez música clásica después de medio año, un violín, un cello, era como respirar un aire nuevo que venía de otro lado de un mundo en precaria evolución; música, literatura, pintura, técnica. Los beduinos viven entre las arenas del desierto, el desierto les conforma; la ciudad también nos conforma a nosotros y posibilita el despertar del espíritu en un medida imposible de alcanzar en otras latitudes; la ciudad como trampolín, en el sentido de que es la misma ciudad, sus posibilidades, la que nos pone en contacto no sólo con la naturaleza y el arte, sino también con la filosofía y los otros sistemas religiosos.

Apreciar mejor las ventajas de vivir en España, en Occidente, era uno de los resultados de ese largo trasiego por el mundo. Apreciar nuestra cultura, nuestra libertad, nuestra capacidad para quitarnos de encima la tutela católica, la tutela moral, cualquier tutela. Y si tenemos que vivir parcialmente bajo alguna de ellas que sea por nuestra propia iniciativa.

Y ya puestos a apreciar por qué no seguir valorando lo que tenemos, la gente. Se sufre del espejismo de creer que lo que está más allá, detrás del monte, es mejor que lo que tenemos en la parte de acá. Tienen que pasar años para que podamos darnos cuenta de ellos. La tarea está ahí: profundizar en nuestra casa, en nuestra gente, en las relaciones, en las percepciones incluso políticas y sociales que nos llegan a través de los medios de comunicación. No todos, pero sí hay mucha gente trabajando para llevar las cosas adelante; también el partidismo político actúa negativamente en nuestras valoraciones de los que están a uno u otro lado de nuestras inclinaciones políticas.

Perdido entre viajeros procedentes de todo el mundo, paseando de aquí para allí en los pasillos atestados, uno sentía que las cosas propias son realmente pequeñas. Sentía una gran sensación de pequeñez. Sin embargo bastaba cerrar los ojos y abrir el cuaderno para que las cosas volvieran a su sitio, para que se volvieran significativas las pocas cosas que pensamos y hacemos. Era agradable encontrarse a uno mismo entre la multitud anónima, los policías armados hasta los dientes, los empleados, las tiendas, los miles de pasajeros de todo el mundo. Después de pasear un rato, me siento: ¡qué alivio encontrarse con ese poquito de si mismo y recuperar la conciencia de ese espacio y sus conexiones! ¡Ya existía un poco más!

Esto también era Occidente, el anonimato, un mundo organizado a la perfección; todos los pasajeros tienen un destino, esperan algo; pasan indiferentes entre otros tal como si lo hicieran entre árboles o piedras. En el aeropuerto todo funciona eficientemente. Todo lo contrario que en algunos de esos países que habíamos atravesado, donde el hecho de que haya muchas cosas que no funcionan deja espacio para los encuentros, los favores, la normalidad para detener a alguien y hacerle una pregunta. ¿Cómo parecería preguntar aquí a alguien por la consigna o los servicios? Imposible, no cuadraría, además de que sería completamente innecesario porque la organización y la eficiencia lo han previsto todo; el mercado marcha ya sobre otras ruedas, los organismos oficiales, la oferta y la demanda ajustan sus márgenes y nadie tiene que vocear en el vestíbulo ¡Cork! ¡Dublín! ¡Delhi! buscando pasajeros para llenar los últimos asientos sin cubrir.

Me aliviaba ver mi espacio disponible más allá, un asiento, nada de carreras ni apretones; y al rato siguiente, tras una hora de vuelo, Cork y Guille esperando nuestra llegada; por la tarde podríamos llamar a casa por teléfono. Alivio también de existir en alguna parte, de ser yo, fulanito, no sólo un nombre, ése cuyo nombre está escrito en el billete de avión. Alivio de encontrarme entre los otros.

Un rato después volábamos sobre el Reino Unido, había nubes bajas y dispersas y el fondo era de un tono azulado muy suave.

Dormir desnudo

Alaska: el esplendor de los fiordos. Había leído en Memorias del Artico, de James Huston que el calor circula en el saco de dormir mucho mejor con el cuerpo desnudo. Bien, probemos.

El coche estaba aparcado a unos pocos metros del agua del McCarthy Fiord en el Parque Nacional de Kenay, Alaska. Llovía. Su salita volante ¾toda la parte trasera del Dodge¾ había sido transformada en dormitorio. No había muchas prisas para levantarse al día siguiente, las nubes flotaban bajas sobre las montañas del fiordo y el día posterior, con toda probabilidad, no habría quien emprendiera el camino del glaciar que queríamos recorrer. Así que tranquilo, una de esas noche sin prisas, la paz de la lluvia, el clap clap del agua golpeando las rocas de la orilla. Me introduje en el saco de dormir; está nuevo, el tejidos sintético es suave, sentía la caricia mórbida del plumón. Me estiro dentro, acomodo la cabeza en la almohada ¾un vieja prenda de abrigo, también de plumón¾ y busco la posición exacta para mi espalda sobre el aislante. Ya está. Siguen unos minutos de silencio, es un momento importante todos los días, el final de largas horas de viaje; recuerdo alguno de los lugares por los que hemos atravesado hoy, la hora de la comida en un claro del bosque, junto a un lago, la partida de ajedrez, algunos versos sueltos; la carrera de la mañana, esa media hora que me deja el cuerpo listo para el resto del día, el rato de estiramientos con el sudor cayéndome sobre el regazo, el dolor de los gemelos y los músculos dorsales cuando los fuerzo tratando de alcanzar con las manos el suelo a mis espaldas; y también viene a mi memoria el baño con el agua del bidón... (métodos rudimentarios para viajeros de presupuesto bajo. Alaska es el país más caro del mundo) mi cuerpo desnudo al aire frío de la mañana, relajado, flexible, como recién estrenado.

Continúa lloviendo, oigo la suave respiración de ella a mi lado. Repaso algunas de las cartas que recogimos en el cíber por la mañana. El mundo está en paz, las cosas siguen su ritmo. Hay un calor que empieza a subirme despacio desde el fondo del saco. Me llevo las manos a las piernas y las hago subir por los muslos. Me admira la suavidad de mi cuerpo, allá, lentamente, donde una hermosa curva nace, se alza, se describe un gran arco y se desparrama graciosa y solemne el final de la espalda. Repito la caricia, cierro los ojos, ¿habrá algo más armónico, más dulce, más sensual que esta parte de mi cuerpo?, me digo.

Oigo el motor de un coche sobre la pista de tierra; todo está oscuro y quieto. ¿Cuántas veces será necesario que repitamos nuestras caricias? ¿Cuántas veces bajaremos a bañarnos en este río de nuestro cuerpo a lo largo de nuestra vida? Hoy siento como si lo hubiera abandonado por una temporada, le oigo tenso todas las mañanas sobre el asfalto o los caminos, lo beso, pero a veces se me olvida acariciarlo y decirle te quiero. Es necesario que venga una noche como ésta y tenga que encontrármelo ahí, entre mis manos ociosas, para darme cuenta de su presencia, de su extrema suavidad, de la gran cantidad de ternura y placer que sus valles, sus rincones, su piel estremecida, pueden encerrar.

Oigo el lejano ruido de un generador eléctrico, recuerdo algunos nombres cariñosos con que bauticé alguna parte importante de mi cuerpo: mi volcancito, era uno de ellos, eso fue en Manchuria, también aquella una hermosa noche como ésta, estábamos de cumpleaños aquel día, fuera había el trajín de la gente, hacía un calor intenso que caía a plomo sobre todo el país; un gran ventilador agolpaba ráfagas de aire sobre mi desnudez, lo templaba y lo hacía convulsionarse cuando el aire y mis caricias lo tocaban. El ronroneo del ventilador de entonces y el cercano generador son los pilares sobre los que se tendía esta noche el puente de plata de una caricia interminable al borde siempre del colapso. Despiertan poco a poco los recuerdos agradecidos de aquella tarde de caricias. Me recojo devotamente sobre sí, me acurruco en mi calor, traigo livianamente el recuerdo de mi amiga lejana, el de ese cuerpo que duerme a mi lado. Cuerpos, el mío, el vuestro, cuerpos todos, derroche de vida, esplendor de la naturaleza, belleza, armonía, cálida sensualidad. Como un fulgor la espera demorada, la vibración de mis músculos, el contacto cálido uno a uno de cada centímetro de mi piel, su pecho, sus pezones, mi estómago, el reino de lo innombrable, el santuario en donde la ternura y el sofisticado arte de quererse acuden para rendir homenaje ferviente a la vida.

Cierro los ojos, pongo los pies sobre el asiento trasero del coche, mi cuerpo queda tendido como entre dos piedras sobre la corriente del río. Mis manos buscan ahora ansiosas la superficie suspendida de mis nalgas hasta arrancarles débiles gemidos a mi garganta; tocan con temblor estremecido la mata de pelo entre las piernas, se abrazan mis manos con el tesoro entre los dedos, lo miman, lo besan, lo calman. Hay una humedad dulce en mi pequeño cráter, un delgado hilo de semen se columpia entre mis dedos, lo llevo a mi boca, lo suspendo de mi lengua, cierro con más fuerza mis ojos. Como si de una lupa se tratara intento concentrar todas mis fuerzas en mi cuerpo, tendido como un arco a punto de quebrarse.

Sí, llueve. La ronca sirena de un barco se expandía por el aire. Las montañas, los glaciares, la lluvia, la orilla rocosa del fiordo repetían el lastimero bramido nocturno mientras la cosa pequeña de mi cuerpo, suave, pausadamente, se mecía en el extremo caliginoso de una caricia a punto de sumirse en el sueño.

Ir a ochenta

Ir a ochenta era una buena velocidad esa mañana, las suaves pendientes de la isla de Vancouver se dejaban acariciar en las primeras horas del viaje. Sí, era Serrat el que cantaba, que también acompañaba ello. El cuerpo templado, los músculos frescos y distendidos. La aguja no pasaba de ese número, estacionada, como una nube perezosa contemplando el paisaje. Miraba de vez en cuando en el retrovisor, uno, dos coches; de tanto en tanto alguno aprovechaba una recta para adelantar, pero era raro, seguían dócilmente a una discreta distancia los pasos del Dodge; apacibles, tranquilos. No había prisas, pocos aparentaban tener prisa en este país.

Surgió en medio de la apacible velocidad, ahí estaba, menuda, con los ojos brillantes, colgando todavía de ellos un resquicio de sueño. Los brazos al aire, el pelo recogido, el suave vello del cuello entre sus brazos. Cuídate. Había una luz mate e impersonal en el aire. Era un recuerdo bonito en medio de esos ochenta por hora de esa mañana.

Y me imaginaba esos ochenta ya siempre, todo un símbolo, quien sabe si parte ya de un sistema de vida que supiera adaptar su velocidad al promedio de esa mañana. Esta gente del norte parecía moverse bien a esta discreta velocidad; parar en el stop, mirar concienzudamente, arrancar despacio, dar descanso al acelerador... disfrutar del paseo, complacerse en el camino, gustar la demora, el retardo, la contemplación del paisaje y de los pensamientos. Y después fue la voz de mi novia al otro lado del océano, el deseo de oír; pero las palabras eran pobres para expresar estas cosas. Hoy no apetecía de palabras bonitas, quería recrearse en la seriedad de la amistad, en un afecto adusto y consistente donde cantar no fuera una necesidad nacida precisamente de un momento de especial alegría. Que no fuera necesaria una sonrisa, que no hubiera necesidad de hablar, que únicamente el contacto de las manos o la certeza de la proximidad fueran los testigos mudos de un afecto. Nada de grandes palabras, nada de emotivas efusiones, reencontrarse en el silencio, en la breve mirada.

Entre los árboles se abría de tanto en tanto un espacio que se prolongaba en los reflejos del mar y en las concavidades de la costa. Mantener los ochenta, esa era la consigna. No permitir la presencia enloquecida de un futuro siempre en ciernes. Ceñirse al siseo monótono de los neumáticos, sumergirse, despertar al hombre bueno de los versos de Machado vibrando en las cuerdas vocales de Serrat. Es pronto, no corras, me oía decir, atrapa ese instante, ochenta, ochenta, no más... y rodar, rodar carretera adelante hasta que se acabe la tierra, hasta que se acabe el tiempo.

Veníamos del mundo de las prisas y no era fácil creerse la inutilidad de una marcha forzada. El placer de los ochenta... La vieja furgoneta de casa... también ella podía aprender... construir allí también una salita-comedor-dormitorio a ras de suelo, como en el Dodge. Parar junto a los ríos, sobre los rastrojos, en los bosques. Sí, parar, que dé tiempo a mirar, a adormecerse junto al motor caliente, a refugiarse de la lluvia bajo el cantarín repiqueteo del agua, a dormir en el medio de la tierra que cruzábamos. Y de vez en cuando emprender la marcha de nuevo; a ochenta, no más; a ochenta, hasta que yo, ellas, todos, hayamos completado nuestro ciclo vital y tengamos que ir a reposar bajo esa tierra que en vida dedicamos a surcar.

Seis de agosto. Ese era el ambiente en el interior del living-room carretero que se desplazaba esa mañana (mañana-tarde porque el inevitable transnocheo del día anterior no dio para madrugar, aunque sí para correr y compartir el baño con un puñado de ranas) por la isla camino de las montañas del interior. La tarde correspondió pasarla junto a un lago de cuyas orillas despuntaban juncales. Logramos colocarnos a un metro del agua. Así que parada, fonda y buenas noches. Me esperaba el ya avanzado tomo de Lord Jim, la escritura diaria. También Victoria deseaba utilizar el portátil, que ya no se apaña, decía, con el boli, que vamos a tener que pensar en ir adquiriendo otro ordenador mientras sigan adelante las ganas de la escritura.

Sí, ya sé, demasiado despacio, ¿qué quiero decir con todo esto? nada; y es que se hace lo que se puede, no hay manera de estar a todo, el tiempo sólo tiene una dimensión. Ya conocemos la consigna de hoy, ochenta por hora, ni uno más.

Imágenes: Monte Robson (Canadá); Calgary (Canadá)

Una pequeña hecatombe

Circulábamos por Alaska, al norte de Anchorage. Los vi por el retrovisor, unas lucecitas, roja, azul y ámbar encendiéndose y apagándose como en una feria. Miré el cuenta kilómetros, no estaba mal, ciento veinte, reduje no obstante la velocidad hasta quedar en ciento y un poquito; las lucecitas se me seguían acercando, no muy deprisa pero ya estaban como a diez metros, reduje algo más la velocidad esperando que me sobrepasasen, pero tardaban mucho; al final sí, al final noté que se me ponía a la misma altura. Ya estaba claro, seguro que querían algo, piso el freno, me voy hacia el arcén y detengo el coche. Tenía una pinta mosqueadísima el poli, como quien se acerca muy atento previendo un movimiento inesperado por parte de un desmadrado conductor, o acaso un terrorista. Unas millas más atrás había una limitación de velocidad, yo estaba circulando veinte millas por encima del cartel. I'm sorry I was not concius about that. Mi inglés macarrónico ya le debió de poner al poli sobre la pista de que ese individuo no era un tipo peligroso. Su actitud se hizo algo más amable, el poli pareció más relajado; nada de terroristas a la vista, parecía decir su expresión. Me pidió todos los papeles y se retiró a su coche; un rato después ¾por medio seguro que una larga consulta con el centro de alguna base de datos policial de individuos sospechosos de atentar contra tío Sam¾ vuelve con la papeleta y sus documentos. Una multa, tenía que girar un cantidad, mediante un cheque, a determinada dirección. Le preguntó cómo o dónde podía hacer una reclamación, to claim, repetía yo, pero el poli no entendía, con una amabilidad aterrizada desde el peligro eminente anterior, levantaba los hombros a modo de disculpa por no entender. Nos despedimos.

Y comenzó ahí, mientras el coche ascendía suavemente las curvas de una loma -eso sí, el automatismo de la velocidad a cincuenta y cinco millas por hora, ni una milla más- jalonada de abetos, mi... ¿cómo diría? mi... no sé, mi deportación de este planeta; un niño chico perdido en un mundo de gente grande y alta que mirara con recelo a las pequeñas y hurañas criaturas de su entorno. Chico yo hasta enrojecer, sin voz, encogido en mí mismo, quizás como un criajo pillado en una fechoría inconsciente que ha podido provocar algún tipo de catástrofe planetaria. No te perdonamos, vaga por ahí; fuera de nuestra presencia. Y yo me encogía y me encogía bajo la pesadilla de la reciente aparición de la policía en mi vida, y veía pasar los árboles y notaba que la voz no me llegaba a las cuerdas vocales y fui consciente de que si alguien se dirigiera en ese momento a mí iría derecho a meterme debajo del asiento del coche. Pero me armé de valor, me dije: esto no puede ser, y agarré el volante con más fuerza mientras vigilaba el cuenta kilómetros; intenté componer mi cara, llenarla de seguridad... pero fracasé estrepitosamente. Seguro que si no hubiera sido porque iba acompañado habría parado el coche y me habría hecho un autorretrato; me hubiera gustado saber cómo se sostenía ese careto encima de mis hombres, qué aspecto tenía cuando le sucedían estas pequeñas hecatombes.

El coche siguió ascendiendo como suspenso en el espacio y en el tiempo; la pequeña hecatombe se amansaba dentro de mí, se acurrucaba en el regazo como un niño al que hubieran dejado en mitad de la calle en pleno invierno; y mi regazo desprendía calor, lo acunaba, lo estrechaba entre sus brazos. La hecatombe se adormecía, empezaba a soñar que aquello era un sueño, que dentro de un poquito se despertaría y todo sería normal, los chicos serían chicos y los grandes, grandes; pero nada más, unos y otros jugarían a seguir dando patadas a la pelota, pero nada más. No será como en esa pesadilla en donde uno pierde las piernas o en donde hay una fuerza atroz e invisible que nos agarra la camisa por detrás y no nos deja andar.

Pero mientras, mi cabeza se sobresaltaba y decía: no, el poli era malo, su máquina de medir velocidades debía de estar estropeada; a ver, que me enseñen un certificado como que esa máquina funciona correctamente. Y una lucecita dentro de mi cabeza añadía: eres gilipollas, tío, ¿no ves que está muy claro, que ibas a setenta y cinco millas la hora y la señal decía que no se podía ir a más de cincuenta y cinco? Y entonces, ante este nuevo embate, el chiquitito que estaba dentro de mi torcía el gesto y volvía a esconderse debajo de la mesa tozudo y resentido.

Una larga recta, unos lagos preciosos a la derecha en donde se reflejaban unas gordas nubes: frené, a ver si cambiando de posición, haciendo una foto, aflojaba un poco esto de la hecatombe. Salí, tomé la máquina, apliqué el filtro amarillo ¾perfecto este filtro para esas nubes que se pasean por encima de las montañas¾ y disparé. Volví al coche, esto va mejorando me dije, una horita y todo ha pasado.

Aparece entonces un cartel en la carretera: Cambio de huso horario, adelante su reloj en una hora; otro, Wellcome to Canada. El poli de la frontera nos recibe con un agradable, Hallo! Le doy los pasaportes, intercambiamos algunas palabras corteses, nos despedimos: ¡gente simpática esta del norte!

Poco más allá comienza a llover, mi pequeña hecatombe va disolviéndose poco a poco en el agua que repica tranquila, apaciblemente en la chapa del automóvil.

Lavar la ropa

Hoy tocaba lavar la ropa. Recorríamos Alaska por una carretera que nos llevaría a las montañas de McKinley. Pero mientras tanto no teníamos prisa. Montamos nuestro campamento base en la orilla de un gran río desde donde las grandes cumbres cubiertas por el hielo asomaban de vez en cuando entre las nubes.

Después de la carrera matinal, el baño, el desayuno frente al gran río, bajé a lavar la ropa a la orilla del gran río. Me gustaba lavar la ropa. Recordaba montones de ocasiones metido en estos menesteres en lugares dispares del mundo. El más exótico en el desierto argelino. Mis hijos, los mellizos, tenían un año, Guillermo cuatro; colgaba un bidón de la rama de un árbol en un oasis, conectaba un trozo de manguera con una llave de paso en el extremo y... a lavar se ha dicho. Con diez litros de agua lográbamos hacer la colada de los cinco. Mientras lavaba la ropa, un poco de jabón aquí, un restregón allá, una mancha de grasa, un palomino, un cuello con mucho roce, los pensamientos volaban apacibles de un lado para otro. A veces entretenía el rumor del agua, como era el caso de hoy, otras era la calma plana de un lago en el que iban formándose pequeñas onditas mientras mi trabajo seguía adelante.

Cuando lavaba la ropa una calma chicha se extendía a mi alrededor. Restregaba unos calcetines y ya no existía en el mundo más que ese calcetín y el bamboleante ir y venir de mis pensamientos, un trajín agradable que tenía la música de una paz tranquila. Ahora eran unas bragas, un chorrito verde de lavavajillas —que no hay otra cosa esta mañana para el caso—, se toma la prenda con la mano izquierda, se cierra el puño, se deja medio palmo libre, se cierra el otro puño y nudillo contra nudillo, frac, frac... y me enfrascaba en un diálogo inacabable: Guille, ya podía escribir, ni un sólo correo en toda la semana; no, no, esta noche debí soñar con él pero no me acordaba. Mira que ha crecido Mario; parece como si fuera otra persona. Le daba un poco al elástico de la cintura y volvía a repasar la prenda, la restregaba de un extremo a otro. La estrujaba, la retorcía y la ponía a la izquierda sobre un tronco caído que estaba semienterrado en la arena. Miro al agua del río, era un agua espesa; junto a la orilla un montón de troncos viejos habían quedado atrapados en el légamo del fondo. La colada hoy sólo se componía de calzoncillos, bragas y calcetines. Asomaba entre el agua verdemarrón del barreño uno de esos calcetines que tienen el número de la talla en la planta. Nunca lavé tantos calcetines en los viajes; esta novedad se debía a ese empeño en empezar el día corriendo media horita. Un poco de jabón, no, no hacía falta, el agua estaba suficientemente jabonosa, pensaba en mi novia ¿seguirá corriendo cada mañana? pensaba, casi seguro que no, bueno, acaso los días que esté de humor, el día de su última carta seguro que no corrió, ¿por qué será tan poco sistemática para estas cosas? no hay quien le haga entender lo importante de ciertas disciplinas. Lo guapa que estaba aquel primer día que corrimos juntos por el pinar, se le veía como que estrenaba un juguete el día de Reyes, ¡qué mujer tan difícil a veces!, sus famosos fines de semana, sus interpretaciones tremebundistas de algunos hechos baladíes; no, no lo tiene fácil de todos modos. Je, je, el día de la Galana fue un bonito día, después disfrutaba como una niña arrastrando el culo por la nieve... y ese cansancio que le doblaba las piernas cerca del coche. Hemos pasado ya momentos muy bonitos, continuaban mis divagaciones. Seguro que si no fuera tan tonta me haría más caso, debería tomarse a su cuerpo y a su espíritu con más seriedad. Y volvía ahora un calcetín de Victoria —un 35-38 en la planta—, estaba bien esto de los numeritos, si no menudo lío en una familia de corredores, pensaba. Y después era Lucía, mi hija, ¿cómo le irá con sus nervios de campamento? Otra que se había hecho grande. Ahora tocaba unos calzoncillos de esos de dibujitos rosas más viejos ya que Matusalén, se veía en seguida que el dueño de esta prenda era un poco guarreras, pensaba, está a la vista, que por sus calzoncillos los conoceréis, como cuando atravesábamos el Pirineo con los niños y le decíamos a Guille que su macuto era el espejo del alma, todo en equilibrio inestabilísimo, desplomado, de cualquier manera, daba igual. En casa, no sabía bien por qué, siempre le tocó poner la lavadora y tender. A la vista estaba, lo de él siempre lo más, sí, lo más guarreras, y como, además, en casa pasaban de lejía y todo se lavaba junto y de cualquier manera, pues eso, que la colada en la cuerda ya daba datos sobre la identidad de cada uno ...Y que no se te ocurriera tender mal una camiseta de Lucía, por ejemplo... que la bronca ya te había caído encima. En fin sigamos con el calzoncillo de dibujos rositas. Apuntó un poco de sol entre las nubes, ¡cabrón!, un mosquito metió su trompeta en mi brazo, además se manchó de jabón el pantalón al largarle un manotazo. La culpa era mía por no darme repelente, millones de mosquitos siempre por todas partes... y es que dejaba una pasteta encima que daba pena y, más, después del baño de hace un rato; tan limpio y fresco, echarse ese potingue encima me dejaba otra vez hecho un pringue. Un chorrito verde, frac, frac, frac y se me representaba como en un cinematógrafo un montoncito de rostros de mi novia, la cara de éxtasis de cuando se le aparecía la virgen; bonito ahora el chocolate claro del río bañado de sol; su rostro meloso de chica buena, la seriedad de circunstancias, ese otro de desconfianza, que no estaba seguro que fuera de desconfianza; el miedo, un ruido inesperado, su sonrisa del camino, su ternura. ¡qué complicado era a veces eso! Oí a Clara desde más arriba, ¿Te queeeda mucho?, gritaba desde lo alto del talud. ¡Doooos preeendas!, contesté yo. ¡Voy calentando la leche!. ¡Vale!. Ahora era un calcetín 39-42. Me estaban entrando ganas de quedarse allí, desayunamos, tendemos la ropa y cuando se seque, al final de la tarde, o acaso mañana, nos vamos, maquiné. No tiene por qué haber prisa y así, mientras, leo un rato, escribo, miro lo que dice la guía. Pasé la mano por el fondo del barreño, se acabó. La verdad es que está bien esto de lavar la ropa. Me gusta.

Le cogimos gusto al lugar, nos tomaron el día entero para recrearnos frente al río. Fue el primer día de mano sobre mano, la voluminosa lentitud del agua continuaba allí, a mis pies. Durante el día se fue aclarando el cielo hacia el oeste y aparecieron por encima de la línea de abetos de la orilla opuestas las majestuosas montañas del Monte Logan, una hermosa cordillera que sigue la línea de la costa. Al final de la tarde, el espectáculo, en un momento en que levanté la vista del tablero de ajedrez, se había abierto completamente hacia el sur, dos enormes montañas apuntaban esta vez en el centro de la llanura por encima de la corriente del río, las cumbres del McKinley estaban ahí para recreo de la vista; atardecía, las montañas se vestían con los colores aterciopelados del crepúsculo. La colada ya estaba toda seca.

Viajar

EL SALVADOR – HONDURAS. Entre Ocotepeque y Tegucigualpa. Ojos hinchados de mañana temprana de viaje. Vida corriente a la puertas de las casas, estudiantes con mochila; pasa un viejo con un machete de medio metro colgando del cinto; pero nada del dorado madrugón de las estaciones de tren de la India de un invierno lejano que hoy añoro. En el fresco de la mañana suenan algunas bocinas, el cielo es claro, plano; después será todavía más plano, y cada vez, durante el día costará más encontrar la belleza nueva de un mundo diferente porque los colores y los semblantes tempranos de un invierno de Oriente pertenecen a un pasado difícil de reencontrar (¿o quizás no?). El invierno dorado aquel estaba hecho de dormir difícil y compartir exiguos espacios de maleteros, de sensaciones agolpadas en el alma y acrisoladas por las mixturas de las luces, el sudor de los cuerpos o el aroma de las flores. Es verdad, nunca más existió viaje como aquel del Ganges y la costa del golfo de Bengala camino de Mysore; nunca, ni los ojos, ni los niños, ni la aurora pudieron repetir su pequeño esplendor frente a mí con tal derroche de generosidad. ¿Qué ciudad sería aquella en que amaneció mi cuerpo roto en medio de un gentío, de saris, maletas, bultos, voces, con los rayos primeros del sol cayendo sobre la humanidad del vestíbulo de la estación como sobre el atrio de una catedral medieval; el sol ambarino, padre de la tierra, madre amable que venía a calentar el cuerpo entumecido de los mendigos y los viajeros?

Deberé volver a Oriente, el polvillo de oro flotando en el crucero, como en un templo, de la estación; los ojos de una niña que fotografié; los montoncitos de azafrán y canela; los colores de las frutas tropicales; los panales tronzados, chorreantes de miel tornasolada. No existe país alguno similar. El mundo fue de blanco y negro hasta que los dioses inventaron los colores y decidieron derramarlos por las ciudades de la India; Shiva, la de los múltiples brazos, cubrió de sangre y azafrán el ara donde dormía el linga, colmó de flores los templos, regaló los tintes del otoño en que vivían los dioses a las ciudades, los derramó por las madrugadas de todo el país.

Mucho en la vida es volver a ayer, a los momentos fugaces que tuvimos la suerte de encontrarnos; momentos magníficos de gracia, de emoción contenida bailando en el pecho. Volver para saber que aún es posible, que las mañanas y las tardes pueden todavía rozar la presencia divina de lo que buscamos; podemos esperar, provocar, ir tras el momento en que nos encontraremos con ese nosotros mismos que se nutre de los regalos esporádicos de los dioses: en la selva, el río despertando de la noche con su alfombra blanca bajo los árboles, el vapor de la tierra flotando perezoso entre las garras robustas y mortales del matapalo, entre los espinosos troncos de las ceibas; en la ciudad, la pátina del tiempo, el trajín de la vida y la muerte, como en Varanasi, los restos de un tiempo ido, los muros y las fachadas de decadentes palacios, calles, como fruta en agraz, que sólo los años y el tiempo transforma, como venecias en ciernes, en herrumboso y delicado lienzo en que apagar nuestra sed de ver y guardar, la honda emoción de lo que el hombre crea y la naturaleza bautiza; en la montaña, la ladera calma, dormida, intemporal, junto al tintineo de las hojas del bosque, el salvaje derrumbe de un cielo de tormenta, la seda azul acostada entre la calina añil del valle, la noche magnífica, profunda como un pozo en cuya hondura titilan las estrellas; en el mar, donde el agua besa la arena cerca de nuestros sacos de dormir que nos protegen del frío de la madrugada, el beso de la brisa que aligera nuestro sueño y nos hace abrir los ojos para decirnos que estamos vivos, que el mar, el viento, la arena, las gaviotas revoloteando a nuestro alrededor certifican que estamos vivos.

Viajamos hacia Tegucigalpa, Tegu, que dicen aquí. Viajar, camino duro tantas veces, búsqueda. Ir al encuentro de las armonías, las estructuras, los colores, las formas, las texturas; abrir los ojos, husmear tras la poesía de los caminos, el calor multitudinario o silencioso de las calles. El alma de los viajes no aparece en las guías, yace escondida tras la esquina de cualquier calle, agazapada en las horas privilegiadas del alba; te tropiezas con ella sin buscarla, basta con estar atentos, vigilar ese tránsito por la tierra para que no se escape eso que estuvo ahí esperándote durante mucho tiempo, a ti, sólo para ti: realidad multivalente de muchos brazos, tronco de muchas ramas.

Y soñar. Y recordar, mientras el bus atraviesa las montañas, mientras suben y bajan pasajeros. El aire me golpea, me llena la cara de brisa y campo verde.

Y el viaje continúa. Y el bus se mueve ligero entre los bosques, le da vueltas a las montañas. Y se oyen voces, y conversaciones tranquilas, y entre ellas la radio larga canciones y palabras por los altavoces; y pienso, cómo no, en mis hijos, en mi novia, la pequeña y silenciosa, como escondida en un rincón para no hacer ruido y pasar desapercibida; el proyecto también de esculpir, de hacer arte de la cosa cotidiana, de cavar, de aprender a decirnos. En fin, en nosotros mismos, Victoria y yo, viajeros permanentes y empedernidos empeñados en sacarle las tripas a la vida sin que el juguete se nos descomponga entre las manos; y tímidos y muy ruborosos aunque no lo parezca, buscadores de color y luz, confiadores en la bondad de la existencia y en las posibilidades de que en nuestra milpa el maíz, los elotes, crezcan tiernos y amorosos.

Las fotografías corresponden, de arriba a abajo, a: Ocotepeque (El Salvador), Agra (India), Calcuta (India), Arimtsat (India), Río Ganges, Varanasi (India)

Junto al estrecho de Magallanes

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CHILE. TIERRA DEL FUEGO. Nos encontramos en el extremo sur del subcontinente americano, algo al norte del estrecho Magallanes. Después de visitar Tierra del Fuego y regresar en corto vuelo a Río Gallegos atravesamos la Patagonia en dirección oeste en autostop. El coche en el que viajábamos derrapó en una curva, todo pistas de arena, y dio varias vueltas. El carro que dicen aquí quedó echo una pena, nosotros sólo salimos con algunos rasguños. La inmensidad del páramo se abría solitaria ante nosotros; decidimos seguir el camino a pie. En un mojón de la pista rezaba: km. 4578. Estábamos en la pista andina que recorre la parte oriental de los Andes hasta San Carlos de Bariloche. En seis horas no pasa más que un automóvil; no para. Hace frío y el cielo es intensamente azul. Hacia el atardecer vemos acercarse un autobús en el horizonte. Llegaremos a Puerto Natales de madrugada.

Dos días después embarcamos rumbo a Puerto Montt. Los alrededores tienen el aspecto salvaje de una tierra jamás surcada. Pienso en los primeros navegantes. A cuatrocientos, quinientos años de distancia, la historia de aquellos hombres parece digna de seres de otro planeta. Transitar por los cientos de canales llenos de hielo con rudimentarios conocimientos geográficos, un laberinto sin referencia a meses de distancia de la civilización, me parece hoy una gesta imposible. Paisaje columbrado de glaciares, montañas solitarias rodeadas de aguas oscuras. Siempre el gris de la niebla y las nubes o el viento salvaje. Lo poco agradecidos que somos a los esfuerzos de los pioneros que nos precedieron, casi siempre para el hombre de hoy una abstracción, porque el esfuerzo y la valentía de aquellos que impulsaron la civilización un poco más allá no son más que nombres en el trasfondo de la historia; es necesario constatar in situ la dimensión de las obras que hicieron para acercarse siquiera a su grandiosa dimensión.

Una sensación que se acrecienta más y más frente al paso lento del paisaje, de la soledad, del frío. Emoción pura y simple. Me encuentro fuertemente excitado por las sensaciones que vienen de la navegación, un carguero con sólo siete pasajeros a bordos. Dormí bien, acunado por el runrún de los motores. Desperté al amanecer cuando la luz turbia de la mañana apenas entraba por el ventanillo de la cabina. Levantarse, pasear por cubierta, asomarse al laberinto de los canales entre las montañas, descubrir un rayo de sol naranja filtrándose hasta posarse sobre las laderas nevadas. Día de reflexión y lectura. Me admira nuestra capacidad para hablar de la cultura, de los avances técnicos, de los descubrimientos geográficos como hechos dados, como nacidos así, por arte de magia, sin que sepamos reconocer a cada paso que damos en este mundo el esfuerzo de los hombres que nos precedieron. Uno se siente tentado a guardar reverenciado silencio de agradecimiento por el hermoso mundo en que vivimos.

Y continúan las montañas, tierra inhabitada e inhóspita, gélida. Las cumbres están ocupadas por densas masas de niebla, en alguna ensenada grandes hilachas alargadas cruzan el ancho de la costa, descienden sobre el agua espesa y plomiza de la mañana.

Me siento como investido por la presencia de lo extraordinario, el invierno, el frío, lo excepcional del lugar, la soledad; pero también sucede lo contrario una especie de encogimiento que proviene de la admiración de la fortaleza de esos otros hombres, y entre ellos hoy recuerdo a Julio Villar, el autor de ¡Eh, petrel!, que dio la vuelta al mundo en un embarcación de siete metros de eslora hace algunos años... me siento sombra atónita de ellos. De quien sea el mundo realmente -quien lo vive, lo recorre palmo a palmo, lo suda-... no hay duda, de aquellos que lo viven con intensidad —aventureros, alpinistas, navegantes, gente intrépida—; no hay duda. Uno siente la medida de su insignificancia cuando echa mano de la historia de la Humanidad o recorre la trayectoria de la gente que se puso el mundo por montera.

Si miro el paisaje recordando a Magallanes o a Julio Villar, no dejo de aparecer como un turista simplón que mira distraídamente desde la cabina los paisajes agrestes que pasan más allá cargados de hielo y soledad; si leo, sucede algo parecido, uno queda maltrecho ante sus limitaciones. Me sucede hoy leyendo a Ciorán, al que le surgen como flores en primavera los pensamiento y los matices, en esta ocasión una avalancha imparable de sonidos posibles, necesarios al pensamiento, que arrastrara consigo a otros en su caída o en su desarrollo; la exuberancia del pensamiento y la palabra. Y sin embargo, qué fuerza en tantas ocasiones, como esto que leí ayer, por ejemplo: “Tiene que haber alguien que rompa los silencios de la naturaleza y los entierre dentro de sí mismo”. ¿A dónde vamos? Pregunta retórica destinada a perderse en la noche de los tiempos, pero que siempre produce vértigo pensar, quizás porque amamos el peligro que tensa nuestros nervios o porque añoramos lo mejor y más genuino que puede darnos nuestro organismo. Decir dónde es buscar más allá de nuestra propia existencia diaria, reafirmar otras vocaciones, husmear otra existencia al otro lado de lo que impone la rutina y la seguridad cotidiana. Enterrar dentro de uno mismo tanto silencio como sea posible; que fermenten los silencios dentro del pecho, que susurren su misterio.

A la mañana del segundo día atracamos en Puerto Edén, una pequeña población perdida en el laberinto de los canales. Este barco es su única conexión con el mundo. Es grato este espacio limitado del barco, un rincón del salón comedor desde donde se ven pasar los canales, las islas, las montañas, la intemporalidad, la cadencia de los horarios regidos por las comidas, el paseo periódico a la cubierta para descubrir un trazo de luz o una perspectiva nueva, algunas formas agradables y exóticas del paisaje.

Puerto Edén ¿un lugar para vivir? Esa necesidad de profundizar en la complejidad de la vida. Descubrimientos sucesivos, quizás la búsqueda de la armonía con la naturaleza y con uno mismo. Nuestra forma de vida nos induce a considerar ajenos y extraños otros modos de hacer y vivir, pero el hecho de viajar induce sin embargo a la duda, el contacto con otras experiencias es un antídoto para salvarnos de la creencia de la exclusiva bondad del mundo que vivimos a diario. Las necesidades: ¿entidades autónomas impuestas por la biología, la psicología, la vida social, la economía? Navegando por estas tierras la palabra necesidad suena a grillete de preso, no poder prescindir de bienes, de medios, de comodidades, un atado como aquel que retiene al perro guardián frente a la casa de los amos. Algo que obliga, mediatiza la libertad y ralentiza nuestra capacidad de vivir en y de acuerdo con nuestra naturaleza.

Viajar es un modo de meditar; algo que recolecta los silencios de la naturaleza y los encierra dentro de nosotros mismos. El mundo de los canales que atravesamos se cierra como una masa pesada sobre nuestra ruta tras Puerto Edén; aparecen pequeñas islas cubiertas de arbustos diseminadas a los costados del buque.

Acabamos de atravesar la Angostura Inglesa, un estrechísimo canal sembrado de islas boscosas y solitarias. Hemos entrado en la intemporalidad permanente, el barco apenas se mueve, no hay olas, los alrededores se cubrieron de niebla y frío y sólo se siente un débil ronroneo bajo los pies. Es estar como en el limbo. Por lo demás es muy agradable, se come bien, se está caliente, leemos, salimos de tanto en tanto a hacer fotos; hoy menos porque los vientos sobrepasan los 50 kms/h. A veces llueve con gran intensidad.

Día luminoso de nieblas brillantes cruzando en hilachones sobre los perfiles azulados y serrados de las montañas. Diseminación de islas, cormoranes, toninas saltando junto al barco, día de sol de invierno. Todo después de una tarde y una noche de agitación en la que era difícil no salir despedido de la litera, una perfecta montaña rusa durante las diez o doce horas que el barco demoró en atravesar el Golfo de Penas. Después todo volvió a ser una balsa de aceite de nuevo, la calma retornó al lugar.

Llegaríamos a Puerto Montt hacia el mediodía.